Выбрать главу

El primer intento fracasó de un modo miserable. Catulo le propuso a la Cámara que se le encomendase a Catón una tarea especial, la comprobación de las cuentas del ejército, ya que era tan brillante verificando cuentas. Pero Catón se mantuvo firme en sus trece y recomendó los nombres de cuatro hombres a los que podía emplearse temporalmente en un trabajo que a ningún cuestor electo debería solicitársele que hiciera. Gracias, él seguiría haciendo aquello para lo que estaba allí.

Después Catulo pensó en tácticas más astutas, ninguna de las cuales dio resultado. Mientras tanto, la escoba que barría hasta el último rincón del Tesoro no se cansaba ni se desgastaba nunca. En marzo empezaron a rodar cabezas. Primero uno, luego dos, luego tres, cuatro y cinco funcionarios del Tesoro se encontraron con que Catón había puesto fin a sus ocupaciones y les había vaciado los escritorios. Y en abril dejó caer el hacha; Catón despidió a Marco Vibio y añadió el insulto al daño producido al hacer que lo procesaran por fraude.

Limpiamente atrapado en aquella trampa, a Catulo no le quedó otro remedio que defender en persona a Vibio ante el tribunal. Con sólo un día de airear las pruebas, Catulo tuvo bastante para saber que iba a perder el caso. Era hora de apelar al sentido de la oportunidad de Catón, a los preceptos clásicos del sistema que existía entre cliente y patrón.

– Mi querido Catón, debes detenerte -le dijo Catulo cuando el tribunal levantó la sesión por aquel día-. Ya sé que el pobre Vibio no ha sido tan cuidadoso como quizás debería haberlo sido. ¡Pero es uno de nosotros! Despide a todos los empleados y tenedores de libros que quieras, pero deja al pobre Vibio en su empleo, por favor! Te doy mi solemne palabra como consular y antiguo censor de que de ahora en adelante Vibio tendrá una conducta impecable. ¡Pero detén este horrible procesamiento! ¡Déjale algo a ese hombre!

Todo esto lo había dicho con suavidad, pero Catón sólo tenía un volumen de voz, y era hablar a voz en grito. Voceó la respuesta en aquel acostumbrado tono estentóreo suyo, lo que detuvo cualquier movimiento a su alrededor. Todos los rostros se volvieron; todas las orejas se aguzaron para escuchar.

– ¡Quinto Lutacio, deberías avergonzarte de ti mismo! -chilló Catón-. ¿Cómo podrías ser tan ciego para tu propia dignitas como para tener la frescura de recordarme que eres consular y antiguo censor, y luego intentar engatusarme para que no cumpla con el deber que he jurado? Bien, permite que te diga que me sentiré avergonzado si me veo obligado a llamar a los alguaciles de la corte para que te echen por intentar interferir en el curso de la justicia romana. ¡Porque eso es precisamente lo que estás haciendo, interferir en la justicia romana!

Tras lo cual se marchó con paso majestuoso, dejando a Catulo plantado, desprovisto de habla y tan perplejo que, cuando el caso se reanudó al día siguiente, ni siquiera apareció para ejercer la defensa. En cambio trató de exculparse de su deber de patrón convenciendo al jurado para que emitiera un veredicto de ABSOLVO aunque Catón lograse presentar más pruebas condenatorias de las que presentara en su día Cicerón para hallar culpable a Verres. No recurriría al soborno; hablar era más barato y más ético. Uno de los miembros del jurado era Marco Lolio, el colega de Catón en el cargo de cuestor, quien accedió a votar en favor del perdón. Se encontraba, sin embargo, extremadamente enfermo, de manera que Catulo hizo que lo llevasen al juicio en una litera. Cuando se emitió el veredicto, fue ABSOLVO. El voto de Lolio había empatado al jurado, y un empate en la votación del jurado significaba el perdón.

¿Derrotó aquello a Catón? No, en absoluto. Cuando Vibio apareció en el Tesoro se encontró con que Catón le bloqueaba el paso. Y Catón no consintió en devolverle su empleo. Al final incluso Catulo, a quien habían llamado para que presidiera la desagradable escena pública que se había montado a la puerta del Tesoro, tuvo que darse por vencido. Vibio había perdido su puesto, y así se iba a quedar. Luego Catón se negó a pagarle a Vibio el salario que se le debía.

– ¡Tienes que pagarle! -le gritó Catulo.

– ¡No tengo por qué hacerlo! -gritó a su vez Catón-. Ha estafado al Estado, le debe al Estado mucho más que su sueldo. Deja que eso ayude a compensar a Roma.

– ¿Por qué, por qué, por qué? -le exigió Catulo-. ¡Vibio ha sido absuelto!

– ¡Yo no estoy dispuesto a aceptar el voto de un hombre enfermo! -voceó Catón-. Lolio no se hallaba en sus cabales a causa de la fiebre.

Y así hubo que dejarlo. Absolutamente seguros de que Catón perdería, los supervivientes del Tesoro habían estado planeando toda clase de celebraciones. Pero cuando Catulo tuvo que llevarse de allí a Vibio sumido en llanto, los supervivientes del Tesoro captaron finalmente la indirecta. Como por arte de magia todas las cuentas y todos los libros cuadraron perfectamente; a los deudores se les obligó a rectificar años de pagos no efectuados, y a los acreedores de repente se les reembolsaron sumas acumuladas durante años. Marcelo, Lolio, Catulo y el resto del Senado también captaron la indirecta. La gran guerra del Tesoro había terminado, y sólo un hombre quedaba en pie: Marco Porcio Catón, a quien toda Roma alababa, asombrada de que el gobierno de Roma hubiera sacado a la luz por fin a un hombre tan incorruptible que no se le podía comprar. Catón se había hecho famoso.

– ¡Lo que no comprendo es lo que Catón se propone hacer con su vida! -le dijo un conmocionado Catulo a su muy amado cuñado Hortensio-. ¿Cree realmente que puede conseguir votos siendo completamente incorruptible? Eso quizás de resultado en las elecciones tribales, pero si continúa como ha empezado nunca ganará una elección en las Centurias. Nadie de la primera clase lo votará.

Hortensio se inclinó por contemporizar.

– Comprendo que te ha puesto en una situación comprometida, Quinto, pero debo decir que más bienio admiro. Aunque tienes razón. Nunca ganará las elecciones a cónsul en las Centurias. ¡Imagínate la clase de pasión que hace falta para producir la integridad que posee Catón!

no eres más que un diletante caprichoso con más dinero que sentido común! -gruñó Catulo, que había acabado por perder los estribos.

Después de haber ganado la gran guerra del Tesoro, Marco Porcio Catón emprendió la búsqueda de nuevos campos a los que dedicar sus esfuerzos, y los encontró cuando se puso a examinar con detenimiento los archivos financieros que estaban almacenados en el Tabulario de Sila. Quizás fueran antiguos, pero una serie de cuentas, muy bien llevadas, le sugirieron cuál iba a ser el tema de su siguiente guerra. Los archivos especificaban detalladamente a todos aquellos a quienes durante la dictadura de Sila se les había pagado la cantidad de dos talentos por proscribir hombres como traidores al Estado. Por sí mismos no decían nada más de lo que podían expresar las cifras, pero Catón empezó a investigar a cada una de las personas a las cuales se les habían pagado dos talentos -y a veces varios lotes de dos talentos- con vistas a procesar a todos aquellos que resultase que los habían obtenido mediante la violencia. En aquella época era legal matar a un hombre una vez que estaba proscrito, pero los tiempos de Sila habían pasado, y a Catón le gustaban poquísimo las oportunidades legales que aquellos odiados y vilipendiados hombres tendrían ante los tribunales actuales… aun cuando los tribunales actuales fueran retoños de Sila.

Era triste que un pequeño cáncer royera la justa virtud de los motivos de Catón, porque en aquel nuevo proyecto veía una buena ocasión de hacerle la vida difícil a Cayo Julio César. Una vez que había terminado su período anual como edil curul, a César se le había encomendado otro trabajo; se le había nombrado iudex del Tribunal de Asesinatos.