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A Catón nunca se le ocurrió que César estaría dispuesto a cooperar con un miembro de los boni para juzgar a aquellos que habían recibido dos talentos tras cometer un asesinato para conseguirlos; y aunque se esperaba la acostumbrada táctica obstructiva que los presidentes de los tribunales utilizaban para quitarse de encima el compromiso de tener que juzgar a personas que estimaban que no habían de ser sometidas a juicio, Catón descubrió, muy a su pesar, que César no sólo estaba de acuerdo, sino que además estaba dispuesto incluso a ayudarle.

«Tú mándamelos, que yo los juzgo», le dijo César a Catón alegremente.

Pese a que toda Roma había sido un hervidero de rumores cuando Catón se divorció de Atilia y la devolvió a la familia de ésta sin dote, citando para ello a César como amante de la mujer, no formaba parte del carácter de César sentirse en desventaja en aquellos tratos con Catón. Y tampoco formaba parte del carácter de César tener escrúpulos de conciencia ni sentir lástima por la mala fortuna de Atilia; ella había corrido el riesgo, siempre habría podido negarse a los requerimientos que él le había hecho. De modo que el presidente del Tribunal de Asesinatos y el incorruptible cuestor hicieron bien el trabajo juntos.

Luego Catón abandonó los peces pequeños, los esclavos, los esclavos libertos y los centuriones que habían empleado aquellos dos talentos como base para hacer fortuna, y decidió acusar a Catilina del asesinato de Marco Mario Gratidiano. Esto había ocurrido después de que Sila ganó la batalla de la puerta de las Colinas de Roma, y en aquella época Mario Gratidiano era cuñado de Catilina. Más tarde Catilina heredó sus propiedades.

– Es un mal hombre y voy a cogerlo -le dijo Catón a César-. Si no lo hago, el año que viene será cónsul.

– ¿Qué crees que haría si llegara a ser cónsul? -le preguntó César lleno de curiosidad-. Estoy de acuerdo en que es un mal hombre, pero…

– Si fuera cónsul se erigiría como otro Sila.

– ¿Como dictador? No podría hacerlo.

Aquellos días los ojos de Catón estaban llenos de dolor, pero miraron con seriedad a las órbitas frías y pálidas de César.

– Es un Sergio; lleva en las venas la sangre más antigua de Roma, incluida la tuya, César. Si Sila no hubiera tenido la sangre adecuada, no habría podido tener éxito. Por eso no confío en ninguno de vosotros, los aristócratas. Descendéis de reyes y todos queréis ser reyes.

– Te equivocas, Catón. Por lo menos en lo que a mí respecta. En cuanto a Catilina… Bueno, las actividades que llevó a cabo bajo el dominio de Sila fueron en verdad aberrantes, así que, ¿por qué no intentarlo? Pero creo que no tendrás éxito.

– ¡Oh, sí que tendré éxito! -le dijo Catón en un tono de voz muy alto-. Tengo docenas de testigos que jurarán que Catilina le cortó la cabeza a Gratidiano.

– Sería mejor que pospusieras el juicio hasta justo antes de las elecciones -le recomendó César con firmeza-. Mi tribunal es rápido, yo no pierdo el tiempo. Si lo procesas ahora, el juicio acabará antes de que se cierre el plazo de las solicitudes para presentarse como candidato a las elecciones curules. Eso significa que Catilina podrá presentarse si sale absuelto. Mientras que si lo procesas más tarde, mi primo Lucio César, que es supervisor, no permitirá nunca que se presente la candidatura de un hombre que se enfrenta a una acusación de asesinato.

– Eso sólo sirve para posponer el día aciago -repuso Catón con testarudez-. Quiero que a Catilina se le destierre de Roma y se le acabe cualquier sueño que tenga de llegar a ser cónsul.

– ¡Muy bien entonces! Pero que la responsabilidad caiga sobre tu cabeza -dijo César.

La verdad era que Catón tenía la cabeza un poco revuelta e hinchada a causa de las victorias que había obtenido hasta la fecha. Sumas de dos talentos iban cayendo a chorros en el Tesoro, pues Catón insistía en hacer cumplir la ley que el cónsul y censor Lentulo Clodiano había decretado unos años antes, la cual requería que ese dinero fuera devuelto aunque se hubiera recaudado pacíficamente. Catón no tenía previsto ningún obstáculo en el caso de Lucio Sergio Catilina. Como cuestor no podía ejercer de acusador él mismo, pero dedicó mucho tiempo en pensar a quién elegiría: a Lucio Luceyo, amigo íntimo de Pompeyo y orador de gran distinción. Aquélla, como bien sabía Catón, era una astuta jugada; proclamaba a los cuatro vientos que el juicio de Catilina no estaba sometido al capricho de los boni, sino que era un asunto que los romanos debían tomarse en serio, ya que uno de los amigos de Pompeyo estaba colaborando con los boni. ¡César también!

Cuando Catilina se enteró de lo que se le avecinaba, apretó los dientes y soltó una maldición. Durante dos elecciones consulares seguidas había visto cómo se le denegaba la oportunidad de presentarse como candidato a causa de un proceso judicial; y de nuevo tenía que someterse a juicio. Ya era hora de ponerle fin a aquello, a aquellas enrevesadas persecuciones que tenían como blanco el corazón del patriciado y que se llevaban a cabo por setas como Catón, aquel descendiente de un esclavo. Durante generaciones los Sergios habían sido excluidos de los cargos más importantes de Roma debido a su pobreza, hecho que había sido igual de cierto con respecto a los Julios Césares hasta que Cayo Mario les permitió ascender de nuevo. Bien, Sila había permitido que los Sergios también ascendieran. ¡Y Lucio Sergio Catilina iba a volver a poner a su clan en la silla de marfil de los cónsules aunque tuviera que echar abajo a toda Roma para conseguirlo! Además tenía como esposa a la bella Aurelia Orestila, mujer muy ambiciosa; la amaba con locura y deseaba complacerla. Y eso significaba convertirse en cónsul.

Cuando comprendió que el juicio se celebraría mucho antes de las elecciones decidió emprender un modo de actuación: esta vez conseguiría que le absolvieran a tiempo de presentarse a cónsul… si es que lograba asegurarse la absolución. Así que fue a ver a Marco Craso e hizo un trato con el plutócrata senatorial. A cambio de que Craso le apoyase durante el juicio, Catilina se comprometía a dar impulso, cuando fuera cónsul, a los dos proyectos para cuya aprobación Craso ansiaba convencer al Senado y a la Asamblea Popular. Los galos del otro lado del Po obtendrían el derecho al voto, y Egipto sería formalmente anexionado al imperio de Roma como feudo particular de Craso.

Aunque su nombre nunca se barajó como uno de los abogados de Roma sobresalientes por su técnica, brillantez o habilidades oratorias, Craso, no obstante, poseía una formidable reputación en los tribunales a causa de su tesón y su inmensa voluntad para defender incluso al más humilde de sus clientes con el máximo empeño. También se le respetaba y consideraba en los círculos de los caballeros porque gran parte del capital de Craso estaba depositado en toda clase de aventuras mercantiles. Y en aquel tiempo todos los jurados eran tripartitos, su composición constaba de un tercio de senadores, un tercio de caballeros pertenecientes a los Dieciocho y un tercio de caballeros pertenecientes a las Centurias de tribuni aerarii de rango inferior. Por ello podía afirmarse con toda seguridad que Craso tenía una tremenda influencia con, por lo men6s, dos tercios de cualquier jurado, y que aquella influencia se extendía además a aquellos senadores que le debían dinero. Todo lo cual significaba que Craso no necesitaba sobornar a un jurado para asegurarse el veredicto que deseaba; el jurado estaba dispuesto a creer que fuera cual fuese el veredicto que Craso quisiera, ése era el veredicto que había que emitir.

La defensa de Catilina era muy simple. Sí, de hecho era cierto que le había cortado la cabeza a su cuñado, Marco Mario Gratidiano; no podía negar tal acción. Pero en aquella época él había sido uno de los delegados de Sila, y había actuado siguiendo órdenes del mismo. Sila había querido la cabeza de Mario Gratidiano para lanzarla al interior de Preneste con la intención de convencer al joven Mario de que no lograría desafiar con éxito a Sila por más tiempo.