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César presidió un tribunal que escuchó pacientemente al fiscal Lucio Luceyo y a su equipo de letrados ayudantes, y en seguida comprendió que aquél era un tribunal que no tenía intención alguna de declarar culpable a Catilina. Y así fue. El veredicto fue ABSOLVO por una gran mayoría, e incluso después Catón fue incapaz de encontrar pruebas contundentes de que Craso hubiera necesitado recurrir al soborno.

– Ya te lo dije -le comentó César a Catón.

– ¡Todavía no ha terminado! -ladró Catón; y salió a grandes zancadas.

Había varios candidatos al consulado cuando se cerraron las propuestas, y el asunto estaba interesante. El perdón de Catilina significaba que se había afirmado en su posición, y había que considerarlo prácticamente como el seguro ganador de uno de los dos puestos. Como había dicho Catón, tenía el linaje. Y además era el mismo hombre encantador y persuasivo que había sido en la época en que cortejaba a la virgen vestal Fabia, de manera que tenía muchos seguidores. Aunque era cierto que entre tales seguidores se encontraban algunos hombres que estaban peligrosamente próximos a la ruina, eso no menguaba su poder. Además, ahora era del dominio público que Marco Craso lo apoyaba, y Marco Craso dominaba a muchísimos de los votantes de la primera clase.

Silano, el marido de Servilia, era otro de los candidatos, aunque su salud no era muy buena; de haberse encontrado sano y fuerte, le habría costado poco reunir los votos suficientes para salir elegido. Pero el sino de Quinto Marcio Rex, condenado a ser cónsul único a causa de las muertes de su colega junior y del sustituto de éste, estaba presente en la mente de todos como un obstáculo. Silano no daba la impresión de durar el año completo, y a nadie le parecía prudente permitir que Catilina llevase las riendas de Roma sin un colega, a pesar de Craso.

Otro candidato con probabilidades era el infame Cayo Antonio Híbrido, a quien César había intentado procesar infructuosamente por la tortura, mutilación y asesinato de muchos ciudadanos griegos durante las guerras griegas de Sila. Híbrido había eludido la justicia, pero la opinión pública de Roma le había obligado a exiliarse voluntariamente en la isla de Cefalonia; el descubrimiento de algunos túmulos funerarios le había producido fabulosas riquezas, así que a su regreso a Roma, al ver que había sido expulsado del Senado, lo que hizo Híbrido fue sencillamente empezar de nuevo. Primero se hizo tribuno de la plebe a fin de poder entrar de nuevo en el Senado; luego, al año siguiente, logró abrirse camino mediante sobornos hasta obtener el cargo de pretor, apoyado ardientemente por aquel ambicioso y hábil hombre nuevo que era Cicerón, cuyo agradecimiento se había ganado Híbrido. El pobre Cicerón se encontraba en un grave apuro económico ocasionado por su afición a coleccionar estatuas griegas e instalarlas en una plétora de villas campestres; fue Híbrido quien le prestó el dinero para que saliera del apuro. Desde entonces Cicerón siempre habló a su favor, y en el momento que nos ocupa lo estaba haciendo con tanto empeño que cualquiera bien habría podido deducir que Híbrido y él tenían pensado presentarse al consulado formando equipo; Cicerón era quien prestaba respetabilidad a la campaña e Híbrido quien ponía el dinero.

El hombre que habría podido suponer mayor competencia para Catilina era indudablemente Marco Tulio Cicerón, pero el problema estribaba en que Cicerón no tenía antepasados ilustres; era un horno novus, un hombre nuevo. Brillante, gran orador y con una enorme transparencia legal en su trabajo, había subido con Firmeza en el cursus honoren, pero gran parte de la primera clase de las Centurias lo tenían por un palurdo presuntuoso, y así lo consideraban también los boni. Los cónsules debían ser hombres de probados orígenes romanos procedentes de familias ilustres. Y aunque todos sabían que Cicerón era un hombre honrado dotado de gran capacidad -y sabían también que Catilina era un hombre en extremo sospechoso-, el sentimiento en Roma era que Catilina se merecía el consulado antes que Cicerón.

Cuando absolvieron a Catilina, Catón celebró una conferencia con Bíbulo y Ahenobarbo, quien había sido cuestor dos años antes; los tres estaban ahora en el Senado, lo cual significaba que estaban ya completamente atrincherados dentro del grupo más conservador, los boni.

– ¡No podemos permitir que Catilina sea elegido cónsul! -rebuznó Catón-. Ha seducido al rapaz Marco Craso para que le apoye.

– Estoy de acuerdo -dijo Bíbulo con calma-. Entre ellos dos causarán estragos en la mos maiorum. El Senado se llenará de galos, y Roma tendrá otra provincia por la que preocuparse.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Ahenobarbo, un joven más famoso por su carácter que por su inteligencia.

– Pediremos una entrevista con Catulo y Hortensio -dijo Bíbulo-, y entre todos encontraremos la manera de quitarle de la cabeza a la primera clase la idea de que Catilina se convierta en cónsul.

– Se aclaró la garganta-. Y además sugiero que nombremos a Catón líder de nuestra delegación.

– ¡Me niego a ser líder de ninguna clase! -gritó Catón.

– Sí, ya lo sé -dijo Bíbulo armado de paciencia-, pero el hecho sigue siendo que desde la gran guerra del Tesoro te has convenido en un símbolo para la mayor parte de Roma. Puede que seas el más joven de todos nosotros, pero también eres el más respetado. Catulo y Hortensio se dan perfectamente cuenta de ello. Por ello tú actuarás como nuestro portavoz.

– Deberías serlo tú -dijo Catón con fastidio.

– Los boni están en contra de los hombres que se creen mejores que sus iguales, y yo pertenezco a los boni, Marco. El portavoz será la persona que resulte más conveniente para cada ocasión. Y hoy esa persona eres tú.

– Lo que no acabo de comprender es por qué somos nosotros los que tenemos que pedir audiencia -intervino Ahenobarbo-. Catulo es nuestro líder, es él quien debería convocamos.

– Catulo ya no es el que era -le explicó Bíbulo-. Desde que César lo humilló en la Cámara con aquello del ariete, ha perdido empuje.

– La mirada fría y plateada se trasladó ahora a Catón-. Y tú, Marco, no tuviste mucho tacto, humillándolo en público mientras Vibio estaba siendo sometido a juicio por fraude. Lo de César se veía venir, pero un hombre se desanima mucho cuando sus propios adictos acaban por censurarlo.

– ¡No debió decir lo que me dijo!

Bíbulo suspiró.

– ¡A veces, Catón, eres más un lastre que una ventaja!

La nota que le enviaron a Catulo para pedirle audiencia llevaba el sello de Catón y la había escrito él mismo. Catulo mandó llamar a su cuñado Hortensio -Catulo estaba casado con la hermana de Hortensio, Hortensia, y Hortensio estaba casado con la hermana de Catulo, Lutacia- con un pequeño resplandor de placer; que Catón le pidiera ayuda era un bálsamo para su orgullo herido.

– Estoy de acuerdo en que no se puede permitir que Catilina sea cónsul -dijo con rigidez-. Su trato con Marco Craso es ahora del dominio público, pues ese hombre no puede resistir la oportunidad de fanfarronear, y a estas alturas está convencido de que no puede perder. He estado pensando mucho en el asunto y he llegado a la conclusión de que deberíamos aprovecharnos del hecho de que Catilina fanfarronee acerca de su alianza con Marco Craso. Hay muchos caballeros que estiman a Craso, pero sólo porque tienen un poder limitado. Me atrevo a predecir que muchísimos caballeros no querrán ver aumentada la influencia de Craso mediante la afluencia de clientes procedentes del otro lado del Po, y tampoco como consecuencia de todo ese dinero egipcio. Sería diferente si creyeran que Craso iba a compartir con ellos Egipto, pero por suerte todos saben que Craso no reparte nunca nada. Aunque técnicamente Egipto pertenecería a Roma, en realidad se convertiría en el reino privado de Marco Licinio Craso, para sus propios intereses.