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– El problema es que el resto de los candidatos resulta muy poco atractivo -dijo Quinto Hortensio-. Silano sí que lo sería si fuese un hombre saludable, cosa que evidentemente no es. Apañe de lo cual, rehusó una provincia después de cumplir su período como pretor alegando mala salud, y eso no impresionará a los votantes. Algunos de los candidatos, Minucio Termo, por ejemplo, son realmente casos perdidos.

– Está Antonio Híbrido -comentó Ahenobarbo.

Bíbulo hizo un gesto con los labios.

– Si aceptamos a Híbrido, un hombre malo, pero tan monumentalmente inactivo que no le hará ningún daño al Estado, también tendríamos que aceptar a ese engreído y molesto Cicerón.

Se hizo un lúgubre silencio, que rompió Catulo.

– Entonces lo que hay que decidir es: ¿cuál de esos dos hombres poco gratos nos parece la alternativa preferible? -preguntó lentamente-. ¿Queremos los boni a Catilina con Craso tirando triunfalmente de las cuerdas, o preferirnos a un fanfarrón de clase baja como Cicerón señoreándonos?

– A Cicerón -repuso Hortensio.

– A Cicerón -dijo Bíbulo.

– A Cicerón -indicó Ahenobarbo.

Y, de muy mala gana, Catón respondió:

– A Cicerón.

– Muy bien -dijo Catulo-, pues que sea Cicerón. ¡Oh, dioses! ¡Me resultará difícil aguantar las náuseas en la Cámara el año que viene! Un hombre nuevo arribista corno cónsul de Roma. ¡Puaf!

– Entonces sugiero que el año que viene comamos frugalmente antes de las reuniones del Senado -comentó Hortensio al tiempo que hacía una mueca.

El grupo se dispersó para ir a trabajar, y durante un mes lo estuvieron haciendo con verdadero ahínco. Se hizo evidente, muy a pesar de Catulo, que Catón, de apenas treinta años, era el que más influencia poseía. La gran guerra del Tesoro y todas aquellas recompensas ofrecidas por acusar a proscritos que se habían devuelto y estaban a salvo en los cofres del Estado habían causado una estupenda impresión en la primera clase, que eran los que más habían sufrido bajo las proscripciones de Sila; Catón era un héroe para la ordo equester, y si Catón decía que había que votar a Cicerón y a Híbrido, ¡pues a esos dos era a quienes todo caballero de clase inferior a los Dieciocho tenía que votar!

El resultado fue que los cónsules electos fueron Marco Tulio Cicerón en el puesto senior y Cayo Antonio Híbrido como su colega junior. Cicerón estaba jubiloso, sin llegar a comprender realmente que debía su victoria a circunstancias que nada tenían que ver con los méritos, la integridad ni el empuje que tenía. De no haberse presentado Catilina como candidato, Cicerón nunca habría sido elegido en modo alguno. Pero como nadie se lo explicó, se iba contoneando por el Foro Romano y por el Senado embriagado de una felicidad pródigamente salpicada de engreimiento. ¡Oh, qué año! Cónsul in suo anno, orgulloso padre por fin de un hijo varón y con su hija Tulia, de catorce años, formalmente prometida en matrimonio con el acaudalado y augusto Cayo Calpurnio Pisón Frugi. Incluso Terencia se mostraba agradable con él.

Cuando Lucio Decumio oyó decir que los actuales cónsules, Lucio César y Marcio Fígulo, habían propuesto que se legislase la desaparición de los colegios de encrucijada, se vio sumido en la rabia y el horror, presa del pánico, y corrió inmediatamente a ver a su patrón, César.

– ¡Esto no es justo! – le dijo lleno de ira-. ¿Acaso hemos hecho algo malo alguna vez? ¡Nosotros sólo nos ocupamos de nuestros asuntos!

Declaración que colocó a César ante un dilema, porque, como era natural, conocía las circunstancias que habían llevado a la nueva propuesta de ley.

Todo se remontaba al consulado de Cayo Pisón, tres años antes, cuando era tribuno de la plebe Cayo Manilio, un hombre de Pompeyo. Había sido tarea de Aulo Gabinio asegurar que la erradicación de los piratas recayese en Pompeyo; y después Cayo Manilio se había encargado de que Pompeyo consiguiera que se le encomendase el mando para luchar contra los dos reyes. En un aspecto esto último resultaba una tarea más fácil, gracias a la brillante manera en que Pompeyo había manejado a los piratas, pero en otro aspecto era una tarea más difícil, pues aquellos que se oponían a los mandos especiales podían darse cuenta con absoluta claridad de que Pompeyo era un hombre de enorme capacidad que quizás aprovechase aquella nueva misión para erigirse en dictador cuando regresara victorioso del Este. Y con Cayo Pisón como cónsul único, Manilio se enfrentaba a un testarudo e irascible enemigo en el Senado.

A primera vista el proyecto de ley inicial de Manilio parecía inofensivo e irrelevante para los intereses de Pompeyo: simplemente le pidió a la Asamblea Plebeya que distribuyese esclavos manumitidos por las treinta y cinco tribus, en lugar de tenerlos confinados en dos tribus urbanas, la Suburana y la Esquilina. Pero no engañó a nadie. El proyecto de ley de Manilio afectaba directamente a senadores y caballeros importantes, puesto que ellos eran los principales propietarios de esclavos y los que contaban con gran número de manumitidos entre sus clientelas.

A alguien que no estuviera familiarizado con el modo en que Roma trabajaba podría perdonársele por asumir que la ley de números aseguraría que cualquier medida que alterase la situación de los manumitidos de Roma no supondría en realidad diferencia alguna, porque la definición de pobreza extrema en Roma era la incapacidad de un hombre para poseer un único esclavo… y, desde luego, había pocos que no poseyeran un esclavo. De ahí que, aparentemente, cualquier plebiscito que distribuyera a los esclavos manumitidos por las treinta y cinco tribus debería de tener poco efecto en la cumbre de la sociedad. Pero no era ése el caso.

La inmensa mayoría de los propietarios de esclavos en Roma no tenía más que un esclavo, puede que dos. Pero no eran esclavos varones; eran hembras. Por dos razones: la primera, que el amo podía disfrutar de los favores sexuales de una esclava, y la segunda, que un esclavo era siempre una tentación para la esposa del amo, y la paternidad de los hijos resultaba sospechosa. Al fin y al cabo, ¿qué necesidad tenía un hombre pobre de un esclavo varón? Los trabajos serviles eran domésticos: lavar, acarrear agua, preparar las comidas, ayudar con los hijos, vaciar orinales; y los hombres no los hacían bien. La actitud mental no cambiaba sólo por el hecho de que una persona fuera lo bastante desafortunada como para ser esclava en lugar de libre; a los hombres les gustaba hacer cosas de hombres y despreciaban a las mujeres, a las que les tocaba hacer los trabajos más penosos.

Teóricamente a cada esclavo se le pagaba un peculium además de la manutención; esa pequeña cantidad de dinero se iba guardando para comprar la libertad. Pero en la práctica, la libertad era algo que sólo el amo pudiente podía permitirse otorgar, sobre todo por el hecho de que la manumisión llevaba consigo un impuesto del cinco por ciento. Con el resultado de que a la mayor parte de las esclavas de Roma nunca se las manumitía mientras eran útiles -y, temiendo la destitución más que el trabajo duro y no remunerado, se esforzaban por seguir siendo útiles incluso después de hacerse viejas-. Y tampoco podían permitirse pertenecer a una asociación funeraria que les permitiera pagar un funeral y un entierro decente después de su muerte. Acababan en los fosos de cal y ni siquiera había una señal en la tumba que dijera que alguna vez habían existido.

Sólo aquellos romanos con ingresos relativamente elevados y varias casas que mantener poseían muchos esclavos. Cuanto más elevada era la posición económica y social de un romano, más sirvientes utilizaba… y más probable era que contase con varones entre esos sirvientes esclavos. En estas esferas la manumisión era cosa corriente, y el período de servicio de un esclavo oscilaba entre diez y quince años, después de los cuales él -porque realmente se trataba de varones- se convertía en esclavo liberto y entraba a formar parte de la clientela de su antiguo amo. Llevaba puesto el gorro de la libertad y se convertía en ciudadano romano; si tenía esposa e hijos adultos, a éstos también se les manumitía.