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El voto de los esclavos manumitidos era, no obstante, inútil a menos que -como ocurría de vez en cuando- consiguiera una gran cantidad de dinero y pudiera comprarse la calidad de miembro de una de las treinta y una tribus rurales o lograra estar económicamente cualificado para pertenecer a una clase dentro de las Centurias. Pero la gran mayoría permanecía en las tribus urbanas de Suburana y Esquilina, que eran las dos tribus mayores de Roma, aunque sólo podían emitir dos votos en las Asambleas tribales. Eso significaba que el voto de un esclavo liberto no podía afectar al resultado de la votación en una Asamblea tribal.

El proyecto de ley propuesto por Cayo Manilio, por tanto, tenía una enorme importancia. Si a los libertos de Roma se les distribuía entre las treinta y cinco tribus, podían alterar el resultado de las elecciones tribales y también la legislación, y ello a pesar de que no constituyeran mayoría entre los ciudadanos de Roma. El posible peligro radicaba en el hecho de que los esclavos manumitidos vivían dentro de la ciudad; si pertenecieran a tribus rurales, al votar en dichas tribus podrían superar en número a los auténticos miembros de la tribu rural que se encontrasen presentes en Roma en el momento de la votación. Este problema no existía para las elecciones, que se celebraban en verano, cuando muchas personas del campo se encontraban dentro de Roma, pero sí era un grave peligro en lo referente a la legislación. Se legislaba en cualquier época del año, pero particularmente se hacía en diciembre, enero y febrero, ya que durante esos meses se producía la cima legisladora de los nuevos tribunos de la plebe, y coincidía con que los ciudadanos del campo no solían acudir a Roma.

El proyecto de ley de Manilio acabó en una derrota fulminante. Los esclavos manumitidos permanecieron en aquellas dos gigantescas tribus urbanas. Pero el hecho de que supusiera problemas para hombres como Lucio Decumio radicaba en que Manilio había buscado un apoyo contundente para su proyecto de ley en los esclavos manumitidos de Roma. ¿Y dónde se congregaban los esclavos manumitidos de Roma? En los colegios de encrucijada, pues éstos eran lugares de convivencia tan repletos de esclavos y de esclavos manumitidos como de romanos corrientes de clase humilde. Manilio había ido de un colegio de encrucijada a otro, hablando con los hombres a quienes aquella ley podría beneficiar, convenciéndolos para que fueran al Foro y le apoyasen. Conscientes de que se hallaban en posesión de un voto que carecía de valor, muchos esclavos manumitidos le habían complacido. Pero cuando el Senado y los caballeros importantes pertenecientes a las Dieciocho vieron bajar al Foro aquellas masas de esclavos manumitidos, lo único que se les ocurrió fue que allí podía haber peligro. Cualquier lugar donde los manumitidos se reuniesen había de ser declarado ilegal. Los colegios de encrucijada tenían que desaparecer.

Un colegio de encrucijada era un semillero de actividad espiritual, y había que protegerla contra las fuerzas del mal. Era un lugar donde se congregaban los lares, y los lares eran las miríadas de fantasmas que poblaban el Otro Mundo y que hallaban un foco natural para concentrar sus fuerzas en los colegios de encrucijada. Así, cada uno de ellos tenía su propio altar dedicado a los lares, y una vez al año, más o menos a principios de enero, se celebraban unas fiestas llamadas compitales que estaban dedicadas a aplacar a los lares de los colegios de encrucijada. La noche antes de las compitales todo ciudadano libre que residiera en el barrio que iba a dar a un colegio de encrucijada estaba obligado a colgar un muñeco de lana, y cada esclavo una pelota de lana; en Roma los altares estaban tan sobrecargados de muñecos y pelotas que uno de los deberes de los colegios de encrucijada era instalar cuerdas para contenerlos. Los muñecos tenían cabeza, y todas las personas libres tenían cabezas que los censores contaban; las pelotas no tenían cabeza, porque a los esclavos no se les contaba. No obstante, los esclavos eran una parte importante de las festividades. Como en las saturnales, celebraban las fiestas como iguales con los hombres y mujeres libres de Roma, y era deber de los esclavos -despojados de las insignias serviles- realizar la ofrenda de un cerdo bien cebado a los lares. Todo lo cual quedaba bajo la autoridad de los colegios de encrucijadas y del pretor urbano, que era su supervisor.

Así pues, un colegio de encrucijada era una hermandad religiosa. Cada uno tenía un custodio, el vilicus, que se encargaba de que los hombres del barrio se reunieran regularmente en locales gratuitos cercanos a los colegios de encrucijada y al altar de los lares; mantenían limpios el altar y el colegio de encrucijada para que no resultasen atractivos a las fuerzas del mal. Muchas de las intersecciones de las calles de Roma no tenían altar, pues éstos se limitaban únicamente a los cruces más importantes.

Uno de tales colegios de encrucijada estaba situado en la planta baja de la ínsula de Aurelia, y quedaba al cuidado de Lucio Decumio… Hasta que Aurelia lo domesticó después de haberse trasladado ella a vivir en la ínsula, Lucio Decumio había dirigido un negocio paralelo extremadamente provechoso, pues les garantizaba protección a los tenderos y a los propietarios de fábricas del barrio; cuando Aurelia se puso a ejercer aquella formidable fuerza suya y le demostró a Lucio Decumio que a ella no se la contradecía, éste solucionó el problema trasladando su negocio de protección a la parte exterior de la vía Sacra y al Vicus Fabricii, donde los colegios locales carecían de tal empresa. Aunque estaba censado en la cuarta clase y pertenecía a la tribu urbana Suburana, Lucio Decumio tenía decididamente una influencia que había que tener en cuenta.

Aliado con sus colegas custodios de otros colegios de encrucijada de Roma, había luchado con éxito contra el intento de Cayo Pisón de cenar estos colegios debido a que Manilio había sacado beneficio de ellos. Cayo Pisón y los boni, por tanto, se habían visto obligados a buscarse una víctima propiciatoria en otra parte, y habían elegido al propio Manilio, que logró sobrevivir a un juicio en el que lo acusaban de extorsión, pero luego fue declarado culpable de traición, por lo que lo exiliaron de por vida y le confiscaron hasta el último sestercio de su fortuna.

Por desgracia, la amenaza a los colegios de encrucijada no desapareció cuando Cayo Pisón dejó el cargo. Al Senado y a los caballeros de las Dieciocho se les había metido en la cabeza que la existencia de los colegios de encrucijada daba lugar a que hubiera locales exentos de alquiler donde los disidentes políticos podían reunirse y confraternizar bajo excusas religiosas. Y ahora Lucio César y Marcio Fígulo iban a prohibirlos.

Lo cual dio lugar a que Lucio Decumio apareciese, lleno de ira, en las habitaciones de César en el Vicus Patricii:

– No es justo! -repitió.

– Ya lo sé, papá -le dijo César suspirando.

– Entonces, ¿qué vas a hacer tú para impedirlo? -le exigió el anciano.

– Intentaré que no se lleve a cabo, papá, eso ni que decir tiene. No obstante, dudo que haya algo que yo pueda hacer. Ya sabía que vendrías a yerme, así que ya he hablado con mi primo Lucio, pero sólo me ha servido para enterarme de que Marcio Fígulo y él están completamente decididos a hacerlo. Con muy pocas excepciones, piensan declarar ilegales todos los colegios, cofradías y asociaciones de Roma.

– ¿Quiénes son la excepción? -ladró Lucio Decumio con la mandíbula apretada.

– Algunas cofradías religiosas, como los judíos, las asociaciones funerarias legítimas, los colegios de funcionarios del Estado, los gremios de comerciantes.

– ¡Pero nosotros somos religiosos!

– Según mi primo Lucio César, no sois lo bastante religiosos. Los judíos no beben y cotillean en las sinagogas, y los salios y los lupercos, los hermanos arvales y otros rara vez se reúnen. Los colegios de encrucijada tienen locales donde todos los hombres son muy bien recibidos, incluidos los esclavos y los manumitidos. Y por ahí se dice que es precisamente eso lo que los hace muy peligrosos en potencia.