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Así que lo que me gustaría que hicieras, César, es que estuvieras alerta por mí y por los míos. ¡Tú llegarás lejos, aunque yo no te haya dejado mucho mundo para conquistar! Nunca he olvidado que tú fuiste quien me enseñó a ser cónsul, mientras no se podía molestar al corrupto y viejo Filipo.

Tu amigo de Mitilene, Aulo Gabinio, te manda afectuosos saludos. Bien, será mejor que te lo diga. Haz lo que puedas para ayudarme a conseguir tierras para mis tropas. Es demasiado pronto para que lo intente Labieno, esa tarea pasará a Jepote. Voy a mandarlo a Roma antes de las elecciones del año que viene. Es una lástima que no puedas ser cónsul cuando se libre la lucha por conseguir mis tierras, es un poco pronto para ti. Sin embargo, puede que el problema se arrastre hasta que seas elegido cónsul, y entonces sí que podrás serme de gran ayuda. No va a resultar nada fácil.

César dejó la larga carta y apoyó la barbilla en la mano, pues tenía mucho que pensar. Aunque la encontraba ingenua, le gustaba la prosa escueta de Pompeyo y los informales apartes que hacía; con ello parecía como si Magnus se hallara presente en la habitación de un modo que las pulidas redacciones que Varrón escribía para los despachos senatoriales de Pompeyo nunca conseguían.

La primera vez que vio a Pompeyo aquel día memorable en que éste se había presentado en casa de tía Julia para pedir la mano de Mucia Tercia, César lo había encontrado detestable. Y en ciertos aspectos nunca sentiría afecto por aquel hombre. Sin embargo, los años y el trato habían suavizado de algún modo su disposición hacia Pompeyo, por el que ahora, pensó César, sentía más simpatía que antipatía. Oh, era deplorable todo lo que aquel hombre tenía de místico y de engreído, y también la patente falta de consideración que le inspiraban los procedimientos legales. Sin embargo estaba dotado, y por lo tanto era tremendamente capaz. Hasta entonces no había metido la pata muy a menudo, y cuanto mayor se hacía, con más firmeza pisaba. Craso lo aborrecía, desde luego, lo cual era una dificultad. Eso dejaba a César en medio de los dos.

Tito Labieno era un hombre cruel y bárbaro. Alto, musculoso, de pelo rizado, nariz aguileña y ojos negros y enérgicos. Se sentía tan cómodo montando a caballo como en su casa. Cuáles eran exactamente los orígenes de su linaje era algo que tenía desconcertados a muchos otros romanos aparte de César; hasta a Pompeyo se le había oído decir que creía que Mormolyce le había arrebatado el bebé recién nacido a la madre y lo había sustituido por uno suyo para que fuera educado como heredero de Tito Labieno. Era interesante que Labieno le hubiera informado a Pompeyo de que César y él se llevaban muy bien en los viejos tiempos. Y era cierto. Como los dos eran jinetes innatos, habían compartido muchas galopadas por el campo que rodeaba a Tarsos y habían tenido interminables conversaciones acerca de la táctica de combate de la caballería. Pero César no llegó a sentir simpatía por él, a pesar de que era innegable que se trataba de un hombre brillante. Labieno era alguien a quien se podía utilizar, pero en quien nunca se podía confiar.

César comprendía perfectamente por qué Pompeyo estaba lo suficientemente preocupado por el destino que esperaba a Labieno como tribuno de la plebe como para involucrar a César y pedirle que le prestara apoyo; el nuevo colegio era una mezcla particularmente rara de individuos independientes; lo más probable sería que cada uno de ellos se saliera por la tangente, y seguro que pasarán más tiempo vetándose los unos a los otros que otra cosa. Aunque en un aspecto Pompeyo se había equivocado; si César hubiera estado proyectando una variedad de tribunos de la plebe domesticados, entonces a Labieno lo habría reservado para el año en que Pompeyo empezase a ejercer presión para que se concediesen tierras a los veteranos. Lo que César sabía de Metelo Nepote indicaba que él también era un Cecilio; no tendría el temple necesario. Para aquella clase de trabajo, un fiero picentino sin antepasados y sin ningún lugar adonde ir excepto intentar subir era lo que rendía mejores resultados.

Mucia Tercia, viuda del joven Mario, esposa de Pompeyo el Grande y madre de los hijos de éste, dos chicos y una chica. ¿Por qué nunca había encontrado el momento oportuno para acercarse a ella? Quizás porque todavía sentía hacia aquella mujer lo mismo que hacia Domicia, la esposa de Bíbulo: la perspectiva de ponerle los cuernos a Pompeyo le resultaba tan atrayente a César que no hacía más que posponer la hazaña. Domicia -la prima de Ahenobarbo, el cuñado de Catón- era ya un hecho consumado, aunque Bíbulo todavía no se había enterado. ¡Ya se enteraría! ¡Qué divertido! Pero en realidad… ¿deseaba César fastidiar a Pompeyo de una manera que estuviera seguro de que Pompeyo aborreciera particularmente? Quizás necesitase a Pompeyo, de la misma manera que Pompeyo podía necesitarlo a él. Qué lástima. De todas las mujeres que tenía en la lista, la que más le apetecía a César era Mucia Tercia. Y que a ella le apetecía él era algo que César ya sabía desde hacía años. Pero… ¿valía la pena? Probablemente no. Consciente de un atisbo de remordimiento, César borró mentalmente a Mucia Tercia de la lista.

Cosa que resultó ser perfectamente oportuna. Cuando el año se acercaba a su final, Labieno regresó de sus propiedades en Picenum y se trasladó a la modestísima casa que acababa de comprar en la parte menos habitada y menos de moda del monte Palatino. Y justo al día siguiente se apresuró a ir a visitar a César lo suficientemente tarde como para que ninguna de las personas que quedasen en el apartamento de Aurelia supusiera que él era cliente de César.

– Pero no hablemos aquí, Tito Labieno -le dijo César; y se lo llevó de nuevo hacia la puerta-. Tengo habitaciones un poco más abajo en esta misma calle.

– Esto es muy bonito -le comentó Labieno cuando ya estaba sentado cómodamente en una confortable silla y tenía un vaso de vino mezclado con agua al lado.

– Considerablemente más tranquilo -dijo César, que estaba sentado en otra silla; pero no se había sentado al otro lado del escritorio, pues no deseaba que aquel hombre tuviera la impresión de que los negocios estaban en el orden del día-. Me interesa saber por qué Pompeyo no te ha reservado para dentro de dos años -continuó diciendo al tiempo que daba un sorbo de agua.

– Porque no esperaba quedarse en el Este tanto tiempo -repuso Labieno-. Hasta que decidió que no podía abandonar Siria antes de resolver la cuestión de los judíos, pensaba realmente que estaría en casa la próxima primavera. ¿No te decía eso en la carta?

De manera que Labieno estaba bien informado acerca de la carta. César sonrió.

– Tú lo conoces por lo menos tan bien como yo, Labieno. Desde luego, me ha pedido que te prestase toda la ayuda que pudiera y también me ha hablado de las dificultades con los judíos. Lo que descuidó mencionar fue que había pensado estar de vuelta en casa antes de lo que decía en la carta que iba a estar.

Aquellos ojos negros relampaguearon, pero no de risa; Labieno tenía poco sentido del humor.

– Bien, eso es, ése es el motivo. Así que en lugar de un brillante ejercicio como tribuno de la plebe, sólo voy a legislar que se permita que Magnus lleve todos los atributos triunfales en los juegos.

– ¿Con o sin minim por el rostro?

Aquello sí que provocó una breve carcajada.

– ¡Ya conoces a Magnus, César! No llevaría tninim ni siquiera durante la vuelta triunfal propiamente dicha.

César estaba empezando a comprender la situación un poco mejor.

– ¿Tú eres cliente de Magnus? -le preguntó César.

– Oh, sí. ¿Qué hombre de Picenum no lo es?

– Sin embargo no fuiste al Este con él.

– Ni siquiera utilizó a Afranio y a Petreyo cuando barrió a los piratas, aunque sí consiguió introducirlos detrás de algunos nombres importantes cuando marchó a la guerra contra los reyes. Y a Lolio Palicano y a Aulo Gabinio. Fíjate, yo no estaba en el censo senatorial, por lo cual no pude presentarme a cuestor. El único camino para que un hombre pobre entre en el Senado es convertirse en tribuno de la plebe y confiar en conseguir dinero suficiente antes de que sea nombrado el siguiente grupo de censores que lo cualifiquen a uno para quedarse en el Senado -dijo con dureza Labieno.