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– Yo siempre había creído que Magnus era muy generoso. ¿No se ha ofrecido a ayudarte?

– Se guarda su generosidad para aquellos que están en situación de hacer grandes cosas para él. Podría decirse que en sus planes originales, yo era una promesa.

– Y no es una promesa muy importante ahora que lo de las insignias triunfales es lo más importante que tiene programado para ti como tribuno de la plebe.

– Exactamente.

César suspiró y estiró las piernas.

– Deduzco que te gustaría dejar detrás de ti un nombre cuando acabe tu año en el colegio -dijo.

– Pues sí.

– Ha pasado mucho tiempo desde que fuimos juntos tribunos militares bajo las órdenes de Vatia Isáurico, y lamento que en los años transcurridos desde entonces no te haya ido bien. Desgraciadamente mis finanzas no me permiten hacer ni siquiera un pequeño préstamo, y comprendo que no te convengo como patrón. Sin embargo, dentro de cuatro años seré cónsul, lo que significa que dentro de cinco años iré a una provincia. No tengo intención de ser el gobernador dócil de una provincia dócil. Donde quiera que yo vaya, habrá trabajo de sobra para un militar, y necesitaré algunas personas de calidad que trabajen como legados míos, y, en particular, un legado que tenga rango propretoriano en quien yo pueda confiar para que lleve a cabo las campañas, tanto junto a mí como sin mí. Lo que mejor recuerdo de ti es tu sentido militar. Así que haré un pacto contigo aquí y ahora. Primero, que encontraré algo para que hagas mientras seas tribuno de la plebe que hará que se te recuerde. Y segundo, que cuando me vaya como procónsul a mi provincia, me encargaré de que tú vengas conmigo como jefe de mis legados con rango de propretor -dijo César.

Labieno suspiró.

– Lo que yo recuerdo de ti, César, es tu sentido militar. ¡Qué raro! Mucia me dijo que valía la pena observarte. Me pareció que hablaba de ti con más respeto que cuando habla de Magnus.

– ¿Mucia?

La mirada de aquellos ojos negros era muy tranquila.

– Eso es.

– ¡Vaya, vaya! ¿Cuántas personas están al corriente? -quiso saber César.

– Ninguna, espero.

– ¿No la encierra Pompeyo en su fortaleza mientras está ausente? Antes lo hacía.

– Ella ya no es una niña… si es que alguna vez lo fue -dijo Tito Labieno, cuyos ojos centellearon otra vez-. Le sucede lo que a mí, ha tenido una vida dura. Y uno aprende de la vida, cuando es dura. Encontramos la manera de hacerlo.

– La próxima vez que la veas, dile que su secreto está a salvo conmigo -le confió César sonriendo-. Si Magnus lo descubre, no encontrarás ayuda por esa parte. De manera que, ¿te interesa mi proposición?

– Me interesa muchísimo, ya lo creo.

Cuanto Labieno se marchó, César continuó sentado sin moverse. Mucia Tercia tenía un amante, y no había tenido que aventurarse a salir de Picenum para encontrarlo. ¡Qué elección más extraordinaria! No podían ocurrírsele tres hombres más diferentes entre sí que el joven Mario, Pompeyo Magnus y Tito Labieno. Aquélla era una señora realmente curiosa. ¿Le complacería Labieno más que los otros dos, o sería sencillamente una variación a la que se había visto llevada a causa de la soledad y de la falta de un campo más amplio donde elegir?

Lo que era seguro era que Pompeyo lo descubriría. Los amantes podían engañarse a sí mismos creyendo que nadie lo sabía, pero si el asunto se había llevado a cabo en Picenum, era inevitable que se descubriera. La carta de Pompeyo no indicaba que todavía hubiese chismorreos, pero era sólo cuestión de tiempo. Y entonces Tito Labieno seguramente perdería todo lo que Pompeyo hubiera podido proporcionarle, aunque estaba claro que las esperanzas que éste tuviera de conseguir el favor de Pompeyo se habían desvanecido. ¿Acaso sus intrigas con Mucia Tercia eran fruto de la desilusión que se había llevado con Pompeyo? Muy posiblemente.

Todo lo cual importaba poco; lo que ocupaba la mente de César era cómo hacer que el año de Labieno como tribuno de la plebe fuera memorable. Difícil, si es que no imposible, en aquel clima reinante de apatía política y magistrados curules poco inspirados. Casi se podía decir que la única cosa capaz de prenderles fuego debajo del trasero a aquellos perezosos era un proyecto de ley de la tierra terriblemente radical que sugiriese que se concediera a los pobres cada último iugerum del ager publicus de Roma, y eso no iba a complacer nada a Pompeyo: éste necesitaba tierras públicas de Roma como regalo para sus tropas.

Cuando los nuevos tribunos de la plebe asumieron sus cargos el décimo día de diciembre, la diversidad entre sus miembros se hizo claramente patente. Cecilio Rufo incluso tuvo la temeridad de proponer que a Publio Sila y Publio Autronio, los antiguos cónsules electos caídos en desgracia, se les permitiera volver a presentarse al consulado en el futuro; que los otros nueve colegas de Cecilio vetasen aquel proyecto de ley no supuso ninguna sorpresa. Tampoco fue una sorpresa que reaccionasen positivamente ante el proyecto de ley de Labieno que concedía a Pompeyo el derecho a llevar insignias triunfales completas en todos los juegos públicos; el proyecto se aprobó abrumadora y rápidamente.

La sorpresa la dio Publio Servilio Rulo cuando dijo que cada último iugerum del ager publicum, tanto en Italia como en las provincias, se entregara a los indigentes. ¡Sombras de los Gracos! Rulo encendió la hoguera que convirtió a las babosas senatoriales en lobos furiosos.

– Si Rulo tiene éxito, cuando Magnus regrese a casa no quedarán tierras estatales para sus veteranos -le comentó Labieno a César.

– Ah, pero Rulo no ha mencionado ese hecho -repuso César sin alterarse-. Como escogió presentar el proyecto de ley en la Cámara antes de llevarlo a los Comicios, realmente debería haber hecho mención de los soldados de Magnus.

– No tenía que mencionarlos. Todo el mundo lo sabe.

– Cierto. Pero si hay algo que todo hombre acaudalado detesta, son los proyectos de ley de tierras. El agerpublicus es sagrado. Demasiadas familias senatoriales de gran influencia lo tienen arrendado y le sacan dinero. Ya es bastante malo proponer que se les de parte de esas tierras a las tropas de un general victorioso, pero, ¿exigir que toda ella se le regale a esa chusma? ¡Maldición! Si Rulo hubiera salido diciendo directamente que lo que Roma ya no posea no podrá dárselo como recompensa a las tropas de Magnus, quizás se habría ganado el apoyo de ciertos sectores muy peculiares. Pero tal como están las cosas, ese proyecto de ley fracasará.

– ¿Tú te opondrás? -le preguntó Labieno.

– No, claro que no! Diré que lo apoyo, pero no será así -dijo César, sonriendo-. Si lo apoyo, un montón de senadores no comprometidos saltarán al ruedo para oponerse, aunque sólo sea porque a ellos no les gusta aquello que me gusta a mí. Cicerón es un ejemplo excelente. ¿Cómo llama él ahora a los hombres como Rulo? Popularis… a favor del pueblo en vez de a favor del Senado. Eso más bien se me puede aplicar a mí. Me esforzaré porque se me ponga la etiqueta de popularis.

– Enojarás a Magnus si hablas a favor de eso.

– No cuando lea la carta que voy a mandarle con una copia de mi discurso. Magnus sabe distinguir una oveja de un camero.

Labieno puso mala cara.

– Todo esto va a llevar mucho tiempo, César, pero nada de ello me concierne a mí. ¿Adónde voy yo?

– Tú has logrado que se apruebe tu proyecto de ley para concederle a Magnus las insignias triunfales en los juegos, así que ahora te pondrás a esperar con los brazos cruzados y te quedarás silbando hasta que el alboroto causado por Rulo amaine. Acuérdate de que lo mejor es ser el último hombre que quede en pie.