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– Soy un ardiente defensor de las costumbres antiguas, las costumbres y las tradiciones de la mos maiorum de Roma -dijo Catón con irritación al tiempo que los agujeros de la nariz se le hinchaban hasta parecer ampollas a ambos lados de la misma-. Mi hijo, mi hija, ella y yo comemos los alimentos que Atilia en persona ha visto preparar, vivimos en habitaciones que ella personalmente ha visto arreglar, y llevamos ropa que ella misma ha hilado, ha tejido y ha cosido.

– ¿Es por eso por lo que vas tan desnudo? ¡Qué esclava debe de ser del trabajo!

– Atilia lleva una vida ejemplar -repitió Catón-. No tolero que se encomiende la educación de los hijos a siervos y niñeras, así que ella es responsable por completo de una niña de tres años y de un niño de uno. Atilia está siempre ocupada.

– Lo que digo, es una esclava del trabajo. Tú puedes pagar suficientes criados, Catón, y ella lo sabe. Pero en cambio te cierras la bolsa y la conviertes en una esclava. No te lo agradecerá.

– Los espesos párpados blancos se levantaron y la irónica mirada negra de Servilia recorrió a Catón de pies a cabeza-. Un día de éstos, Catón, puede que llegues a casa temprano y descubras que ella busca un poco de solaz extramarital. ¿Quién podría culparla? ¡Qué guapo estarías luciendo cuernos en la cabeza!

Pero aquel dardo no dio en el blanco; Catón se limitó a adoptar un aire de suficiencia.

– Oh, ni hablar de eso -dijo confiado-. Incluso en estos tiempos exagerados que corren puede que yo no sobrepase el precio tope que pagaba mi abuelo por un esclavo, pero te aseguro que elijo gente que me teme. Soy escrupulosamente justo… ¡Ningún sirviente que valga su sal sufre bajo mi cuidado…! Pero cada uno de los esclavos me pertenece, y lo sabe.

– Una organización doméstica idílica -comentó Servilia sonriendo-. Tengo que acordarme de decirle a Emilia Lépida lo que se está perdiendo.

– Le volvió la espalda a Catón, con aspecto de estar aburrida-. ¡Márchate ya, Catón! Sólo conseguirás a Bruto por encima de mi cadáver. Puede que no compartamos el mismo padre, ¡y le doy gracias a los dioses por ello!, pero sí que compartimos la misma clase de firmeza. Y yo, Catón, soy mucho más inteligente que tú.

– Se las arregló para producir un sonido que recordaba el ronroneo de un gato-. En realidad soy mucho más inteligente, con diferencia, que cualquiera de mis hermanastros.

Este tercer dardo perforó a Catón hasta la médula. Se puso rígido y apretó sus hermosas manos hasta cerrar los puños.

– Puedo tolerar tu malicia cuando va dirigida a mí, Servilia, ¡pero no cuando el blanco es Cepión! -rugió Catón-. ¡Esa es una infamia inmerecida! ¡Cepión es tu hermano legítimo, no el mío! ¡Oh, ojalá fuera mi hermano legítimo! ¡Lo quiero más que a nadie en el mundo! ¡Pero no permitirá esa calumnia, especialmente cuando viene de ti!

– Mírate al espejo, Catón. Toda Roma sabe la verdad.

– Nuestra madre tenía algo de sangre Rutilia: ¡Cepión heredó su color de esa parte de la familia!

– ¡Tonterías! Los Rutilios son rubios como la arena, como poco, y carecen por completo de la nariz de un Catón Saloniano.

– Servilia bufó despreciativamente-. Gusto por gusto, Catón. Desde el momento en que naciste, Cepión se entregó a ti. Sois guisantes de la misma vaina, y habéis seguido tan juntos y mezclados como el puré de guisantes toda la vida. No os separáis, nunca discutís… ¡Cepión es tu hermano legítimo, no mío!

Catón se levantó.

– Eres una mujer malvada, Servilia.

Esta bostezó ostentosamente.

– Sencillamente, has perdido la batalla, Catón. Adiós y buen viaje.

Catón arrojó la última palabra tras de sí cuando salía de la habitación.

– ¡Al final ganaré! ¡Yo siempre gano!

– ¡Sólo ganarás sobre mi cadáver, Catón! Pero tú habrás muerto antes que yo.

Después de lo cual Servilia tuvo que vérselas con otro de los hombres de su vida: su marido, Décimo Junio Silano, a quien Catón había definido muy acertadamente como un bobo vomitón. Fuera el que fuese el problema de sus intestinos, lo cierto era que tenía tendencia a vomitar, y era indiscutiblemente un hombre tímido, resignado y más bien falto de carácter. Todas sus cualidades, pensó Servilia para sus adentros mientras lo observaba durante la cena, están encima del mostrador. No es más que una cara bonita, no hay nada detrás. Sin embargo, obviamente aquello no se podía decir de otra cara bonita, la que pertenecía a Cayo Julio César. «César… estoy encantada con él, me fascina. Durante un momento, allí, pensé que yo también lo estaba fascinando a él, pero luego permití que la lengua me traicionase y le ofendí. ¿Por qué olvidé que era un Julio? Ni siquiera una patricia Servilia como yo presume de arreglarle la vida o los asuntos a un Julio…»

Las dos niñas de Silano que ella había engendrado estaban presentes en la cena, atormentando a Bruto como siempre -no le tenían ninguna consideración-. Junia era un poco más pequeña que la Julia de César, siete años, y Junilla tenía casi seis. Las dos tenían un color castaño medio y eran atractivas en extremo. ¡No había que temer que desagradaran a sus maridos! La belleza y la abultada dote eran una combinación irresistible. Sin embargo, ya estaban formalmente prometidas en matrimonio con los herederos de dos grandes casas. Sólo Bruto seguía sin compromiso, aunque ya había dejado muy claro cuál era su elección. La pequeña Julia. Qué raro era Bruto. ¡Enamorarse de una niña! Aunque Servilia no solía confesárselo a sí misma, aquella tarde se encontraba en un estado de ánimo predispuesto a la verdad, y reconocía que a veces Bruto era un misterio para ella. ¿Por qué, por ejemplo, se empeñaba en ser un intelectual? Si no llegaba a conocer por sí mismo aquel cenagal tan peculiar, su carrera pública no prosperaría. A no ser que, como a César, les acompañara también la fama de valientes soldados, o que tuvieran, como Cicerón, una tremenda reputación en los tribunales, a los intelectuales generalmente se les despreciaba. Bruto no era vigoroso, ni rápido, ni amante de salir de casa, como César o Cicerón. Quizás fuera bueno que se convirtiera en yerno de César. Quizás se le contagiara parte de esa energía mágica y de aquel encanto, tenía que contagiársele por fuerza.

Al día siguiente César le envió un mensaje en el que decía que le complacería verla en privado en los aposentos que poseía en el bajo Vicus Patricii, en el segundo piso del edificio de apartamentos situado entre el taller de tinte de Fabricio y los baños suburanos. A la cuarta hora del día por la mañana, un tal Lucio Decumio estaría esperándola en el pasaje situado en la planta baja para conducirla arriba.

Aunque a Antistio Veto se le había prorrogado el período como gobernador de la Hispania Ulterior, a César no se le había concedido el honor de permanecer allí con él; César no se había molestado en asegurarse un destino personal, sino que había preferido correr el riesgo de que le tocase por sorteo cualquier provincia. En cierto aspecto le habría gustado permanecer en la Hispania Ulterior, pero el puesto de cuestor no era demasiado importante para, apoyándose en él, formarse una reputación en el Foro. César era consciente de que los próximos años de su vida tendría que pasarlos, en la mayor medida posible, en Roma; Roma debía ver su rostro constantemente, Roma debía oír su voz constantemente.

Porque César se había ganado la corona cívica por su destacado valor a la edad de veinte años, había sido admitido en el Senado diez años antes de la edad acostumbrada, treinta años, y se le había permitido hablar dentro de aquella cámara desde el principio, en lugar de permanecer bajo la ley del silencio hasta que fuera elegido magistrado de rango superior al de cuestor. No es que hubiera abusado de aquel extraordinario privilegio, César era demasiado inteligente como para convertirse en un pelma añadiéndose a la lista, ya demasiado larga, de oradores. No necesitaba utilizar la oratoria como medio para llamar la atención, pues llevaba en su persona un recordatorio visible de su posición casi única. La ley de Sila estipulaba que siempre que apareciera en los actos públicos debía llevar puesta en la cabeza la corona cívica de hojas de roble. Y todo el mundo, en el momento en que él apareciese, estaba obligado a levantarse y a aplaudirle, incluso los más venerables cónsules y censores. Ello lo situaba en un lugar aparte y por encima de los demás, dos estados que le gustaban mucho. Quizás otros pudieran cultivar tantos amigos íntimos cuantos fueran capaces, pero César prefería caminar solo. Oh, un hombre debía tener multitud de clientes, tenía que ser conocido como un patrono de tremenda distinción. Pero subir hasta la cima -¡y él estaba decidido a hacerlo!- a costa de crear ataduras con alguna camarilla no formaba parte de los planes de César. Las camarillas siempre controlaban a sus miembros.