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– Tú tienes alguna idea en la cabeza.

– No -dijo César.

– ¡Oh, venga!

César sonrió.

– Descansa tranquilo, Labieno. Ya se me ocurrirá algo. Siempre se me ocurre algo.

Cuando llegó a casa, César buscó a su madre. El diminuto despacho de Aurelia era una habitación que Pompeya nunca invadía; si a ésta no le daba miedo ninguna otra cosa en su suegra, desde luego sí que le asustaba la facilidad de Aurelia para hacer ágiles sumas de números. Además, había sido una idea inteligente cederle a Pompeya el despacho de César para su uso personal -César tenía su otro apartamento para trabajar-. La tenencia del despacho y del cubículo de dormir principal, que estaba situado detrás del despacho, permitía que Pompeya quedase fuera de las otras partes, que eran los dominios de Aurelia. Se oía, procedente del despacho, el sonido de risas y charlas femeninas, pero nadie salió de aquella parte para obstaculizar el avance de César.

– ¿Quién está con ella? -preguntó éste al tiempo que se sentaba en la silla situada al otro lado del escritorio de Aurelia.

La habitación era tan pequeña que un hombre más robusto que César no habría podido apretarse en el espacio que ocupaba aquella silla, pero la mano de Aurelia se hacía muy evidente en la economía y en la lógica con las cuales se había organizado: los estantes para rollos y papeles se encontraban a altura suficiente para no darse con la cabeza al levantarse de la silla, las bandejas de madera se escalonaban en aquellas partes del escritorio que no necesitaba para trabajar, y los recipientes de cuero para libros se habían relegado a los rincones más remotos de la habitación.

– ¿Quién está con ella? -repitió César al ver que su madre no le contestaba.

Aurelia dejó la pluma, levantó la mirada de mala gana, flexionó la mano derecha y suspiró.

– Un grupito muy tonto -repuso.

– Eso no hace falta que me lo digas, la tontería atrae a la tontería. Pero, ¿quiénes son?

– Las dos Clodias. Y Fulvia.

– ¡Oh! Espabiladas además de desocupadas. ¿Anda Pompeya metida en amoríos con hombres, madre?

– Desde luego que no. Yo no permito que aquí se entretengan hombres, y cuando ella sale mando a Polixena para que la acompañe. Polixena es una mujer que me pertenece, completamente imposible de sobornar o de camelar. Desde luego, Pompeya también se lleva consigo a su propia chica, que es un poco idiota, pero te aseguro que ellas dos juntas no llegan a igualar a Polixena.

César parecía muy cansado, pensó su madre. El año que había pasado en calidad de presidente del Tribunal de Asesinatos había sido especialmente trabajoso, él lo había desempeñado con toda la meticulosidad y energía por las que ya empezaba a ser famoso. Otros presidentes de tribunales quizás perdieran el tiempo y se tomasen prolongadas vacaciones, pero César no. Naturalmente, Aurelia sabía que su hijo estaba endeudado -y cuánto debía-, pero el tiempo le había enseñado que el dinero era un tema que invariablemente causaba tensiones entre ellos. Así que, a pesar de estar ansiosa por hacerle preguntas sobre cuestiones financieras, se mordió la lengua y consiguió no decir ni una palabra. Era cierto que su hijo no dejaba que la deuda, que ahora iba creciendo rápidamente porque no podía pagar la parte principal, le deprimiese; de forma inexplicable, una parte de él creía realmente que encontraría el dinero en alguna parte; pero Aurelia también sabía que el dinero podía acechar como una sombra gris en el fondo de la más optimista y animada de las mentes. Y de la misma manera estaba segura de que aquella sombra gris yacía en el fondo de la mente de César.

Y éste continuaba involucrado en aquella relación suya con Servilia. Parecía que nada pudiera destruirla. Y además Julia, a la que le faltaba un mes para cumplir trece años, menstruaba regularrnente y cada vez mostraba menos entusiasmo por Bruto. Oh, era cierto que no había nada que provocara que la niña se mostrase grosera, ni siquiera disimuladamente descortés, pero en lugar de enamorarse cada vez más de Bruto ahora que su feminidad era un hecho, resultaba evidente que su amor se estaba enfriando, y el cariño y la lástima que sintiera de niña habían sido sustituidos ahora por… ¿aburrimiento? Sí, aburrimiento. La única emoción a la que ningún matrimonio podía sobrevivir.

Todos aquéllos eran problemas que corroían a Aurelia, aunque había otros que simplemente la inquietaban. Por ejemplo, aquel apartamento se había quedado demasiado pequeño para un hombre de la posición de César. Sus clientes ya no podían reunirse allí todos a la vez, y la calle en que se encontraba no era demasiado buena para un hombre que sería cónsul senior dentro de cinco años. De este último hecho Aurelia no albergaba ninguna duda. Entre el nombre, el linaje, los modales, el aspecto, el encanto, la naturalidad y la capacidad intelectual, cualquier elección a la que César se presentase lo colocaría en los primeros puestos en lo referente al número de votos. Tenía enemigos a porrillo, pero ninguno de ellos capaz de destruir el poder que César tenía entre la primera y la segunda clases, cosa que era vital para el éxito en las Centurias. Por no hablar de que entre las clases que eran demasiado bajas para tener importancia en las Centurias, él sobresalía muy por encima de sus iguales. César se movía por entre el proletariado con la misma disposición que entre los consulares. Sin embargo no era posible abordar el tema de trasladarse a una casa adecuada sin que el dinero saliera a colación. Así que, ¿abordaba ella el problema o no? ¿Debía hacerlo o no?

Aurelia respiró profundamente y juntó las manos una sobre otra encima de la mesa, delante de su hijo.

– César, creo que el año que viene vas a presentarte a las elecciones al cargo de pretor -le comentó-, y preveo una muy seria dificultad.

– La calle en que vivimos -repuso él al instante.

Aurelia esbozó una sonrisa irónica.

– Hay una cosa de la que no me puedo quejar: de tu sagacidad.

– ¿Es esto el preludio de otra discusión acerca de dinero?

– No, no lo es. O quizás fuera mejor decir que confío en que no lo sea. Con los años he logrado ahorrar una bonita cantidad, y podría hipotecar con facilidad esta ínsula. Entre ambas cosas podría darte lo suficiente para adquirir una buena casa en el Palatino o en las Carinae.

César apretó los labios.

– Eso es muy generoso por tu parte, madre, pero no quiero aceptar dinero de ti, como tampoco quiero aceptarlo de mis amigos. ¿Comprendido?

Era asombroso pensar que Aurelia tuviese ya sesenta y dos años. Ni una sola arruga le estropeaba la piel de la cara ni del cuello, quizás porque había engordado una pizca; en el único lugar en el que se le notaba la edad era en los surcos que se le habían formado a ambos lados de los orificios nasales, arrugas que le llegaban hasta las comisuras de los labios.

– Ya sabía que dirías eso -dijo ella sin perder un ápice de compostura. Luego comentó, como si no viniera a cuento-: He oído que Metelo Pío, el pontífice máximo, está achacoso.

Eso sobresaltó a César.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Por una parte, Clodia. Su marido, Celer, dice que toda la familia está desesperadamente preocupada. Y por otra parte, Emilia Lépida. Metelo Escipión está muy abatido por el estado de salud de su padre. No ha estado bien desde que se le murió la esposa.

– Sí, es cierto que el viejo no acude a ninguna reunión últimamente -dijo César.

– Ni lo hará en el futuro. Cuando te digo que está enfermo, lo que quiero decir en realidad es que se está muriendo.

– Y…? -preguntó César, perplejo por una vez.

– Cuando muera, el colegio de los Pontífices tendrá que nombrar por cooptación a otro pontífice máximo.