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– Los ojos grandes y brillantes, que eran el rasgo más hermoso de Aurelia, destellaron y se entornaron-. Si te nombrasen a ti pontífice máximo, César, eso resolvería varios de tus problemas más apremiantes. En primer lugar, y es lo más importante de todo, ello les demostraría a tus acreedores que vas a ser cónsul sin lugar a dudas. Y eso significaría que tus acreedores estarían mejor dispuestos a prolongar el pago de tus deudas hasta que termines el año de pretor, si es necesario. Quiero decir que si te toca en suerte Cerdeña o África en el sorteo del destino de los pretores, como gobernador pretor no podrás recuperar tus pérdidas. Si ocurriese así, yo diría que tus acreedores se pondrían verdaderamente nerviosos.

El fantasma de una sonrisa ardió en los ojos de César, pero mantuvo el rostro impasible.

– Admirablemente resumido, madre -dijo.

Aurelia continuó como si él no hubiera hablado.

– En segundo lugar, el cargo de pontífice máximo te proporcionaría una espléndida residencia a expensas del Estado, y es una posición de por vida, la donius publica sería perpetuamente. Está dentro del mismo Foro, es muy grande y resulta muy adecuada. De manera que he empezado a solicitar votos en tu nombre entre las esposas de tus colegas sacerdotes -terminó su madre con voz tan serena y tranquila como siempre.

César suspiró.

– Es un plan admirable, madre, pero tú, igual que me sucede a mí, no puedes llevarlo a cabo. Entre Catulo y Vatia Isáurico, ¡por no hablar de por lo menos la mitad de los demás miembros del colegio!, no tengo la mínima oportunidad. Por una parte, el puesto normalmente recae en alguien que ya haya sido cónsul. Y por otra, todos los elementos más conservadores del Senado adornan este colegio. Yo no soy de su gusto.

– No obstante me pondré a ello -le dijo Aurelia.

Y en ese preciso momento César comprendió cómo podría llevarse a cabo el plan. Echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír con estruendo.

– ¡Sí, madre, ponte a ello, no dejes de hacerlo! -dijo al tiempo que se limpiaba las lágrimas de risa-. Yo sé la solución… ¡oh, que lío se va a originar!

– ¿Y cuál es esa solución?

– Yo había venido a hablarte de Tito Labieno, que es, como seguramente ya sabrás, el tribuno de la plebe domesticado que Pompeyo tiene este año. Sólo para airear mis pensamientos en voz alta. Eres tan inteligente que me resultas una pared utilísima para hacer rebotar las ideas -dijo César.

Una de las finas cejas de su madre se levantó rápidamente; las comisuras de los labios le temblaban.

– ¡Vaya, muchas gracias! ¿Soy mejor pared donde rebotar que Servilia?

De nuevo César lloró de tanta risa. Era raro que Aurelia sucumbiese a las insinuaciones, pero cuando lo hacía era tan ingeniosa como Cicerón.

– En serio -dijo César cuando fue capaz de hablar-, ya sé qué opinión tienes de mi relación con Servilia, pero no te creas que soy estúpido, por favor. Servilia, políticamente, es agua. Además está enamorada de mí. No obstante, no es de mi familia, y ni siquiera me fío por completo de ella. Cuando la uso a ella de pared, me aseguro bien de controlar por completo la pelota.

– Lo que dices me supone un gran alivio -dijo Aurelia-. Así pues, ¿cuál es esa brillante inspiración?

– Cuando Sila anuló la lex Domitia de sacerdotes, fue un paso más de lo que la tradición y la costumbre dictaban al quitar también el cargo de pontífice máximo de la elección tribal hecha por el pueblo. Hasta Sila, el pontífice máximo siempre había sido elegido, nunca había salido por cooptación entre sus colegas sacerdotes. Haré que Labieno legisle que la elección de sacerdotes y augures vuelva al pueblo, a las tribus. Incluido el cargo de pontífice máximo. Al pueblo le encantará la idea.

– Al pueblo le encantará cualquier cosa que sirva para borrar una ley de Sila.

– Precisamente. De manera que lo único que tengo que hacer es conseguir que se me elija pontífice máximo -dijo César al tiempo que se levantaba.

– ¡Haz que Tito Labieno promulgue la ley ahora, César. No lo dejes para más tarde! Nadie puede estar seguro de cuánto vivirá Metelo Pío. Se encuentra muy solo sin su Licinia.

César le cogió la mano a su madre y se la llevó a los labios.

– Te lo agradezco, madre. El asunto se acelerará, porque es una ley que puede beneficiar a Pompeyo Magnus. Se muere de ganas de ser sacerdote o augur, pero sabe que nunca será nombrado por cooptación. Mientras que en unas elecciones triunfará rotundamente.

César advirtió que el volumen de las risas y las charlas procedentes del despacho había subido. Cuando entró en la sala que servía para recibir visitas, había pensado en marcharse inmediatamente; pero, movido por un impulso, decidió visitar a su esposa.

Vaya reunión, pensó mientras se quedaba de pie a la puerta del comedor sin que le vieran. Pompeya había vuelto a decorar por completo la habitación, que antes era austera, y ahora estaba excesivamente llena de canapés acolchados con plumón de ganso, una plétora de cojines y colchas de color púrpura, muchos objetos de valor, aunque vulgares, pinturas y estatuas. Lo que antes había sido un cubículo de dormir igualmente austero, observó César mientras lo contemplaba a través de la puerta abierta, ahora tenía el mismo toque de empalagoso mal gusto.

Pompeya estaba recostada en el mejor canapé, aunque no se encontraba sola; Aurelia podía prohibirle que recibiera a hombres, pero no podía impedir que a Pompeya la visitase Quinto Pompeyo Rufo Junior, su hermano de padre y madre. Ahora que tenía algo más de veinte años se había convertido en un joven apuesto y muy alocado, cuya reputación de indeseable iba creciendo día a día. Sin duda, Pompeya había llegado a conocer a algunas señoras del clan Claudio por medio de él, porque Pompeyo Rufo era el mejor amigo nada menos que de Publio Clodio, tres años mayor que él pero no menos alocado.

La prohibición de Aurelia se extendía al propio Clodio, cuya presencia no se permitía, pero sí la de sus dos hermanas más jóvenes, Clodia y Clodilla. Era una lástima, pensó César fríamente, que el carácter indisciplinado de aquellas dos jóvenes matronas estuviera además avivado por un considerable grado de belleza. Clodia, casada con Metelo Celer -el mayor de los dos hermanastros de Mucia Tercia-, era ligeramente más hermosa que su hermana menor, Clodilla, ahora divorciada de Lúculo en medio de un impresionante escándalo. Como todos los Claudios Pulcher eran muy morenas, con unos ojos negros grandes y luminosos, pestañas negras largas y rizadas, profuso cabello negro ondulado y un cutis levemente aceitunado, aunque perfecto. A pesar de que ninguna de las dos era alta, ambas tenían una excelente figura y buen gusto en el vestir, se movían con gracia y eran bastante cultas, especialmente Clodia, a quien le gustaba la poesía de categoría. Estaban sentadas en un canapé frente a Pompeya y a su hermano; la túnica les caía a ambas desde los radiantes hombros, dejando al descubierto algo más que una insinuación de unos pechos abundantes y deliciosamente bien formados.

Fulvia no era diferente de ellas en el aspecto físico, aunque el color de la tez era más pálido; a César le recordaba el cabello castaño de su madre; los ojos, de un color tirando a púrpura, las cejas y las pestañas oscuras también le recordaban a su madre. Una joven señora dogmática y enérgica, imbuida de un montón de ideas más bien tontas que tenían origen en su apego romántico a los hermanos Graco: su abuelo Cayo y su tío abuelo Tiberio. César sabía que su matrimonio con Publio Clodio no había contado con la aprobación de sus padres, cosa que no había detenido a Fulvia, que estaba decidida a salirse con la suya. Desde la celebración de su matrimonio se había hecho íntima amiga de las hermanas de Clodio, en detrimento de las tres.

No obstante, ninguna de aquellas jóvenes le preocupaba tanto a César como las dos maduras y turbias señoras que ocupaban el tercer canapé: por una parte Sempronia Tuditani, esposa de un Décimo Junio Bruto y madre de otro -extraña elección por parte de Fulvia, ya que los Sempronios Tuditani habían sido enemigos obstinados de ambos Gracos, lo mismo que lo había sido la familia de Décimo Junio Bruto Calaico, abuelo del marido de Sempronia Tuditani-; y por otra Pala, que había sido esposa del censor Filipo y del censor Publícola, y le había dado un hijo varón a cada uno de ellos. Sempronia Tuditani y Pala debían de tener alrededor de cincuenta años, aunque utilizaban todos los artificios conocidos en la industria cosmética para disimular la edad, desde pintarse y empolvarse el cutis hasta utilizar stibium alrededor de los ojos y carmín en las mejillas y en los labios. Y no se contentaban con tener la figura propia de la mediana edad; se mataban de hambre con regularidad para mantenerse delgadas como palos, y vestían vaporosas túnicas transparentes, que a ellas les parecía que les devolvían la juventud mucho tiempo atrás perdida. El resultado de todas aquellas manipulaciones del proceso de envejecimiento, reflexionó César sonriendo para sus adentros, era tan infructuoso como ridículo. Su propia madre, decidió aquel despiadado mirón, era mucho más atractiva, a pesar de que por lo menos era diez años mayor que ellas. Aurelia, no obstante, no frecuentaba la compañía de hombres, mientras que Sempronia Tuditani y Pala eran putas aristocráticas a las que nunca les faltaban atenciones masculinas, ya que eran famosas por proporcionar, con diferencia, las mejores felaciones de Roma, incluidas las que se podían obtener de profesionales de ambos sexos.