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– Me hubiera creído casi cualquier cosa sobre Marco Antonio. ¡Pero eso no! ¿Cuántos años tiene ahora, diecinueve o veinte? Pero tiene ya más hijos bastardos diseminados por todos los estratos de la sociedad romana que nadie a quien yo conozca.

– De acuerdo. Pero sembrar Roma de bastardos no resulta lo bastante chocante. Una aventura homosexual, particularmente entre hijos de esos pilares de la clase conservadora, añade cierto lustre a todo ello.

– ¡De manera que ésa es la institución a la que pertenece mi esposa! -dijo César dejando escapar un suspiro-. Me pregunto cómo voy a hacer que se aparte de ella.

Aquélla no era una idea que le gustase a Servilia, que salió apresuradamente de la cama.

– No veo cómo puedas hacerlo, César, sin provocar exactamente la clase de escándalo que Clodio adora. A no ser que la repudies y te divorcies de ella.

Pero aquella sugerencia ofendió el sentido que César tenía de lo que era jugar limpio; negó con énfasis con la cabeza.

– No, no haré eso sólo porque existe la posibilidad de que las amistades ociosas que tiene puedan convertirlo en otra cosa peor; mi madre la vigila muy bien. La pobre muchacha me da pena. No tiene ni un pequeño asomo de inteligencia o de sentido común.

El baño lo llamaba -César había cedido y había instalado una pequeña estufa que proporcionaba agua caliente-; Servilia decidió que era mejor callarse en el tema de Pompeya.

Tito Labieno tuvo que esperar hasta la mañana siguiente, y entonces fue a ver a César a su apartamento.

– Dos cosas -le dijo César mientras se recostaba en la silla. Labieno se puso alerta-. La primera seguro que te proporcionará la aprobación en los círculos de los caballeros, y tendrá buena acogida por parte de Magnus.

– ¿Y es?

– Legislar que vuelvan a ser las tribus de los Comicios quienes hagan la elección de sacerdotes y augures.

– Incluyendo, sin duda -añadió Labieno con cautela-, la elección del pontífice máximo.

– ¡Por Pólux, sí que eres rápido!

– He oído que es muy probable que Metelo Pío esté en condiciones de recibir un funeral de Estado en cualquier momento.

– Así es. Y es cierto también que tengo capricho por convertirme en pontífice máximo. Sin embargo, no creo que a mis colegas sacerdotes les guste yerme a la cabeza del colegio. Los electores, por el contrario, puede que no estén de acuerdo con ellos. Por tanto, ¿por qué no darles a los electores la oportunidad de decidir quién será el próximo pontífice máximo?

– Pues sí, ¿por qué no?

Labieno miró atentamente a César. Aquel hombre tenía muchas cosas que le resultaban atractivas. Sin embargo, aquella vena de frivolidad que podía aflorar a la superficie a la menor provocación era, en opinión de Labieno, un fallo. Nunca se sabía en realidad hasta qué punto César hablaba en serio. Aunque en aquellos momentos el rostro de César parecía bastante serio. Y Labieno también sabía, como la mayoría, que las deudas de César eran apabullantes. Ser elegido pontífice máximo le permitiría reforzar su crédito con los usureros. Labieno dijo:

– Imagino que quieres que se apruebe lo antes posible una lex Labiena de sacerdotiis.

– Sí. Si Metelo Pío llegase a morir antes de que se cambie la ley, el pueblo quizás decidiera no cambiarla. Tenemos que ser muy rápidos, Labieno.

– Ampio se alegrará de poder sernos de ayuda. Y también el resto del colegio tribunicio, te lo puedo decir de antemano. Es una ley que está absolutamente de acuerdo con la mos maiorum, y eso es una gran ventaja.

– Los oscuros ojos de Labieno se pusieron a lanzar destellos-. ¿Qué otra cosa tienes en mente?

César frunció el entrecejo.

– Nada que haga temblar la tierra, desgraciadamente. Si Magnus volviera a casa todo sería más fácil. La única cosa que se me ocurre para crear revuelo en el Senado es proponer un proyecto de ley que restaure los derechos de los hijos y nietos de los proscritos de Sila. No conseguirás que se apruebe, pero los debates serán ruidosos y habrá una gran asistencia.

Aquella idea, evidentemente, resultaba atractiva; Labieno sonreía ampliamente cuando se puso en pie.

– Me gusta, César. ¡Es una oportunidad para tirarle a Cicerón de esa cola que menea con tanto garbo!

– No es la cola lo que importa en la anatomía de Cicerón -comentó César-. La lengua es el apéndice que hace falta amputarle. Te lo advierto, te convertirá en carne picada. Pero si presentas los dos proyectos de ley a la vez, con ellos desviarás la atención del que realmente quieres que se apruebe, y si te preparas con mucho cuidado quizás hasta puedas conseguir cierto capital político gracias a la lengua de Cicerón. El Cochinillo estaba muerto. El pontífice máximo Quinto Cecilio Metelo Pío, hijo leal de Metelo el Meneítos y amigo leal del dictador Sila, murió apaciblemente mientras dormía a causa de un padecimiento que fue debilitándole y desafió todo diagnóstico. Lucio Tucio, el médico de Sila, un reconocido lumbrera de la medicina romana, le pidió permiso al hijo adoptivo del Cochinillo para hacer la autopsia.

Pero el hijo adoptivo del Cochinillo no era ni tan inteligente ni tan razonable como su padre; Metelo Escipión, hijo biológico de Escipión Nasica y de la mayor de las dos Licinias de Craso el Orador -la más joven de ellas era su madre adoptiva, esposa del Cochinillo-, era famoso sobre todo, por su altivez y sentido de su aristocrática idoneidad.

– ¡Nadie va a manipular el cadáver de mi padre! -repuso entre lágrimas sin dejar de apretarle convulsivamente la mano a su esposa-. ¡Irá a las llamas sin mutilar!

El funeral, naturalmente, se llevó a cabo a expensas del Estado, y fue tan distinguido como el difunto objeto del mismo. El elogio corrió a cargo de Quinto Hortensio, quien lo pronunció desde la tribuna una vez que Mamerco, padre de Emilia Lépida, esposa de Metelo Escipión, hubo declinado tal honor. Todo el mundo se hallaba presente, desde Catulo hasta César, desde Cepión Bruto hasta Catón; no fue, sin embargo, un funeral que atrajera a las masas.

Y al día siguiente a aquel en que el Cochinillo fuera entregado a las llamas, Metelo Escipión celebró una reunión con Catulo, Hortensio, Vatia Isáurico, Catón, Cepión Bruto y el cónsul senior, Cicerón.

– He oído el rumor de que César piensa proponerse a sí mismo como candidato a pontífice máximo -dijo el afligido hijo con los ojos enrojecidos, pero ya sin lágrimas.

– Bueno, en realidad eso no es ninguna sorpresa -intervino Cicerón-. Todos sabemos quién tira de los hilos de Labieno en ausencia de Magnus, aunque en este momento no estoy seguro siquiera de que a Magnus le interese quién sea el que tire de los hilos de Labieno. La elección popular para escoger a los sacerdotes y a los augures no puede beneficiar a Magnus, mientras que a César le da la oportunidad que nunca hubiera tenido cuando el Colegio de los Pontífices elegía a su propio pontífice máximo.

– En realidad nunca eligió a su propio pontífice máximo -le dijo Catón a Metelo Pío-. El único pontífice máximo de la historia que no fue elegido, tu padre, fue nombrado personalmente por Sila, no por el colegio.

Catulo tenía otra objeción que hacer en contra de lo que había dicho Cicerón.

– ¡Qué ciego puedes estar acerca de nuestro querido y heroico amigo Pompeyo Magnus! -espetó a Cicerón-. ¿ Crees que eso no es una ventaja para Magnus? ¡Venga ya! Magnus suspira por ser sacerdote o augur. Podría conseguir lo que anhela por medio de una elección popular, pero nunca mediante cooptación interna de ninguno de los dos colegios.