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– Mi cuñado tiene razón, Cicerón -dijo Hortensio-. La lex Labiena de sacerdotiis le conviene muchísimo a Pompeyo Magnus.

– ¡Que se pudra la lex Labiena! -gritó Metelo Escipión.

– No malgastes tus emociones, Quinto Escipión -le dijo Catón con voz ronca y átona-. Estamos aquí para decidir cómo impedir que César presente su candidatura.

Bruto estaba sentado; la mirada le iba de una a otra de aquellas caras enojadas, perplejo al no saber por qué le habían invitado a él a semejante reunión de personas mayores y de categoría. Se imaginaba que ello formaba parte de la guerra sin cuartel que el tío Catón libraba contra Servilia para controlarlo a él, Bruto, una guerra que, a medida que él se iba haciendo mayor, le asustaba y le atraía cada vez más. Desde luego, se le pasó por la cabeza la idea de que quizás, y gracias a su compromiso con la hija de César, aquellos hombres lo hubieran llamado con intención de hacerle preguntas acerca de César; pero a medida que avanzaba la conversación y nadie recurría a él para pedirle información, se vio obligado finalmente a llegar a la conclusión de que su presencia allí se debía única y exclusivamente a que ello servía para fastidiar a Servilia.

– Podemos asegurar tu elección en el colegio como pontífice ordinario fácilmente -le dijo Catulo a Metelo Escipión-, y convencer a cualquiera que se sienta inclinado a levantarse contra ti de que no lo haga.

– Bueno, supongo que eso ya es algo -dijo Metelo Escipión.

– ¿Quién piensa presentarse en oposición a César? -preguntó Cicerón, otro miembro de aquel grupo que no sabía bien por qué lo habían invitado. Suponía que se debía a Hortensio, y que su función quizás fuera la de hallar alguna artimaña que pudiese impedir la candidatura de César. El problema era que él sabía muy bien que no cabía artimaña alguna. La lex Labiena de sacerdotiis no había sido redactada por Labieno, de eso estaba seguro. Su redacción llevaba el sello propio de la habilidad. Era hermética.

– Yo me presentaré en oposición a César -dijo Catulo.

– Yo también -afirmó Vatia Isáurico, que había estado callado hasta aquel momento.

– Entonces, como sólo diecisiete de las treinta y cinco tribus votan en las elecciones religiosas -intervino Cicerón-, tendremos que amañar los sorteos para asegurarnos de que vuestras dos tribus salgan elegidas, pero que no sea elegida la de César. Eso aumentará vuestras posibilidades.

– A mí no me parecen bien los sobornos -dijo Catón-, pero creo que por esta vez no nos queda más remedio que hacerlo así.

– Se dio la vuelta hacia su sobrino-. Quinto Servilio, tú eres con mucho el hombre más rico de todos los que nos encontramos aquí. ¿Estarías dispuesto a poner dinero para una causa tan buena?

A Bruto le brotó de pronto un sudor frío. ¡Así que aquél era el motivo! Se humedeció los labios; le dio la impresión de que estaban dándole caza.

– Tío, me encantaría ayudarte -repuso con voz temblorosa-. ¡Pero no me atrevo! Mi madre controla mi dinero, no yo.

La espléndida nariz de Catón se hizo más estrecha, los orificios nasales se convirtieron en dos ranuras.

– ¿A los veinte años de edad, Quinto Servilio? -le preguntó a gritos.

Todas las miradas se posaron en él, asombradas; Bruto se encogió en la silla.

– ¡Tío, por favor, intenta comprenderlo! -lloriqueó.

– Oh, ya lo comprendo -dijo Catón lleno de desprecio; y deliberadamente le volvió la espalda-. Parece, pues -añadió dirigiéndose al resto de los presentes-, que tendremos que sacar el dinero para los sobornos de nuestras propias bolsas.

– Se encogió de hombros-. Como sabéis, la mía no es muy gruesa. Sin embargo, daré veinte talentos.

– Yo, en realidad, no puedo permitirme aportar nada -dijo Catulo con aire desgraciado-, porque Júpiter Optimo Máximo se me lleva hasta el último sestercio que me sobra. Pero de alguna parte sacaré cincuenta talentos.

– Yo otros cincuenta -ofreció secamente Vatia Isáurico.

– Yo, también cincuenta-dijo Metelo Escipión.

– Y yo, otros cincuenta -añadió Hortensio.

Ahora Cicerón comprendió perfectamente por qué estaba allí, y dijo con voz muy bellamente modulada:

– El estado de penuria de mis finanzas es lo suficientemente bien conocido como para que yo crea que esperáis de mí otra cosa que no sea un violento ataque de discursos contra los electores. Servicio que con muchísimo gusto prestaré.

– Entonces sólo queda decidir cuál de vosotros dos se presentará como oponente de César -concluyó Hortensio con voz tan melodiosa como la de Cicerón.

Pero al llegar a este punto la reunión se atascó; ni Catulo ni Vatia Isáurico estaban dispuestos a ceder en favor del otro, porque cada uno de ellos creía ciegamente que debía ser él el próximo pontífice máximo.

– ¡Qué estupidez! -ladró Catón furioso-. Acabaréis por dividir los votos, y eso aumentará las posibilidades de César. Si uno de vosotros se presenta, es una batalla directa. Si sois dos se convierte en una batalla a tres bandas.

– Yo me presentaré -dijo Catulo con terquedad.

– Y yo también -insistió Vatia Isáurico beligerante.

Al llegar a este punto la reunión se disolvió. Magullado y humillado, Bruto dirigió sus pasos desde la suntuosa morada de Metelo Escipión hacia el apartamento, exento de toda pretensión, de su prometida en Subura. Realmente no había ningún otro sitio adonde quisiera ir, pues tío Catón se había marchado apresuradamente como si su sobrino no existiera, y la idea de irse a casa con su madre y con el pobre Silano no le atraía lo más mínimo. Servilia le sacaría a la fuerza todos los detalles referentes a dónde había estado, qué había hecho, quién estaba allí y qué se proponía el tío Catón; y su padrastro simplemente se quedaría allí sentado como un muñeco de trapo al que le faltase la mitad del relleno.

Su amor por Julia crecía con el paso de los años. No dejaba de maravillarse ante la belleza de la muchacha, su tierna consideración hacia los sentimientos de él, su bondad, su viveza. Y su comprensión. ¡Oh, qué agradecido se sentía por esto último!

Así que fue a Julia a quien le soltó la historia de la reunión en casa de Metelo Escipión, y ella, persona queridísima y muy dulce, le escuchó con lágrimas en los ojos.

– Incluso Metelo Escipión tuvo que sufrir cierto grado de supervisión paterna -le dijo ella cuando Bruto terminó de contárselo-, y los demás son ya demasiado viejos para recordar cómo eran las cosas cuando vivían en casa con el paterfamilias.

– Silano no me preocupa -dijo Bruto, malhumorado, mientras luchaba contra las lágrimas-. ¡Pero le tengo un miedo tan terrible a mi madre! El tío Catón no le teme a nadie, y ése es el problema.

Ninguno de los dos tenía la menor idea de la relación existente entre el padre de Julia y la madre de él, como tampoco tenía ni idea, por supuesto, el tío Catón. Así que Julia no tuvo reparos en comunicarle a Bruto su desagrado por Servilia, y dijo:

– Lo comprendo muy bien, querido Bruto.

– Se estremeció y se puso pálida-. Servilia no tiene compasión alguna, ni es consciente de su fuerza y de su poder para dominar. Creo que es lo bastante fuerte como para mellar las tijeras de Átropos.

– Estoy de acuerdo contigo -convino Bruto dejando escapar un suspiro.

Era hora de animarlo, de hacer que se sintiera mejor consigo mismo. Mientras sonreía y alargaba una mano para acariciarle los rizos negros que le llegaban hasta los hombros, Julia dijo:

– Opino que tú la manejas de una forma fantástica, Bruto. Te quitas de su camino y no haces nada que la moleste. Si el tío Catón tuviera que vivir con ella, comprendería mejor tu situación.