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– El tío Catón ya vivió con ella -le indicó Bruto con aire lúgubre.

– Sí, pero cuando tu madre era una niña -dijo Julia sin dejar de acariciarle.

El contacto de la muchacha despertó en Bruto el impulso de besarla, pero no lo hizo; se contentó con acariciarle el dorso de la mano cuando Julia se la retiró del cabello. No hacía mucho que Julia había cumplido trece años, y aunque su feminidad se ponía de manifiesto ahora por dos exquisitos y puntiagudos bultos dentro del seno del vestido, Bruto sabía que ella aún no estaba preparada para los besos. Además él estaba imbuido de un sentido del honor que procedía de sus lecturas de escritores latinos conservadores, como Catón el Censor, y era de la opinión de que estaba mal estimular una reacción física en la muchacha, reacción que acabaría por hacerles incómoda la vida a ambos. Aurelia confiaba en ellos y nunca supervisaba sus encuentros, por lo tanto él no podía aprovecharse de aquella confianza.

Desde luego habría sido mejor para ambos si lo hubiera hecho, porque entonces la creciente aversión sexual de Julia hacia él habría salido a la superficie a una edad lo suficientemente temprana como para que la rotura del compromiso fuera un asunto más fácil. Pero como Bruto no la tocaba ni la besaba, Julia no encontraba ninguna excusa razonable para acudir a su padre y suplicarle que la liberase de lo que ya sabía que iba a ser un matrimonio espantoso, por mucho que se esforzase en ser una esposa obediente.

¡El problema era que Bruto tenía tantísimo dinero! Ya era bastante feo ese asunto cuando se firmó el compromiso, pero era cien veces peor ahora que él había heredado también la fortuna de la familia de su madre. Como todo el mundo en Roma, Julia conocía la historia del Oro de Tolosa, y lo que habían adquirido con ello los Servilios Cepiones. El dinero de Bruto sería de gran ayuda para su padre, César, de eso no cabía duda. Avia decía que era su deber como hija única hacer que la vida de su padre en el Foro fuera más prestigiosa, hacer que aumentase su dignitas. Y sólo había un modo de que una muchacha pudiera hacer eso: tenía que casarse con alguien que tuviese tanto dinero e influencia como fuera posible. Puede que Bruto no fuera la idea que las chicas tenían de la dicha marital, pero en lo referente al dinero y a la influencia no tenía rival. Por eso ella estaba dispuesta a cumplir con su deber y a casarse con un hombre que ella, sencillamente, no deseaba que le hiciera el amor. Tata era más importante.

Y así, cuando César fue de visita más tarde aquel mismo día, Julia se comportó como si Bruto fuera el prometido de sus sueños.

– Estás creciendo -observó César, cuya presencia en el hogar era lo bastante poco frecuente como para darse cuenta de la evolución cada vez que la veía.

– Sólo faltan cinco años -le dijo Julia en tono solemne.

– ¿Nada más?

– Sí -afirmó la muchacha dejando escapar un suspiro-, nada más, tata.

César la rodeó con el brazo y la besó en la parte superior de la cabeza, sin ser consciente de que Julia pertenecía a ese tipo de niñas que no pueden soñar con un marido más maravilloso que uno que sea exactamente igual a su padre: maduro, famoso, guapo, alguien que sea el centro de los acontecimientos.

– ¿Alguna noticia? -le preguntó él.

– Ha venido Bruto.

César se echó a reír.

– ¡Eso no es ninguna noticia, Julia!

– Quizás lo sea -dijo ella con aire solemne; y le relató lo que le había contado Bruto acerca de la reunión en casa de Metelo Escipián.

– ¡Qué descaro el de Catón! -exclamó César cuando ella hubo terminado-. ¡Exigir grandes cantidades de dinero a un muchacho de veinte años!

– Pero, gracias a la madre de Bruto, no consiguieron nada.

– A ti no te cae bien Servilia, ¿verdad?

– Me pongo en el lugar de Bruto, tata. Esa mujer me aterroriza.

– ¿Por qué, exactamente?

Aclararle aquello a un hombre famoso por su amor a los hechos evidentes se le hacía difícil a Julia.

– Sólo es una especie de sentimiento. Siempre que la veo, pienso en una malvada serpiente negra.

La risa hizo temblar a César.

– ¿Has visto tú alguna vez a una malvada serpiente negra, Julia?

– No, pero he visto pinturas de ellas. Y de Medusa.

– Cerró los ojos y ocultó el rostro en el hombro de su padre-. ¿A ti te cae bien esa mujer, tata?

A eso César podía responder sinceramente.

– No.

– Pues entonces, ahí lo tienes -dijo su hija.

– Tienes toda la razón -convino César-. Ahí lo tengo, ya lo creo que sí. Naturalmente, Aurelia quedó fascinada cuando César, poco después, le contó la conversación que había tenido con Julia.

– ¿No es bonito pensar que ni siquiera la antipatía que existe entre vosotros pueda destruir la ambición de Catulo ni la de Vatia Isáurico? -le preguntó ella sonriendo ligeramente.

– Catón tiene razón, si se presentan los dos sólo conseguirán dividir los votos. Y si algo he aprendido, es que ahora estoy seguro de que amañarán los sorteos. ¡No habrá votantes Fabios en esta elección en concreto!

– Pero las dos tribus de ellos sí votarán.

– Con eso puedo enfrentarme siempre que se presenten ambos. Algunos de sus partidarios naturales verán la fuerza de mis argumentos al afirmar que deberían conservar la imparcialidad no votando a ninguno de los dos.

– ¡Oh, qué inteligente!

– La astucia electoral no consiste únicamente en el soborno, aunque ninguno de esos tontos aferrados a la tradición se den cuenta de ello -dijo César pensativo-. El soborno no es un instrumento que yo ose emplear, ni siquiera en el supuesto de que tenga deseos de hacerlo o el dinero necesario para ello. Si soy candidato para una elección, seguro que habrá medio centenar de lobos senatoriales aullando por mi sangre: ningún voto, ni ningún acta ni ningún funcionario quedará sin investigar. Pero hay otras muchas posibilidades distintas al soborno.

– Es una lástima que las diecisiete tribus que voten no sean elegidas hasta justo un momento antes -le dijo Aurelia-. Si se escogieran con unos cuantos días de antelación, podrían traer algunos votantes rurales. El nombre Julio César significa muchísimo más para cualquier votante rural que el de Lutacio Catulo o Servilio Vatia.

– No obstante, madre, algo sí se puede hacer en esa línea. Seguro que tiene que haber por lo menos una tribu urbana; y ahí Lucio Decumio será de incalculable valor. Craso conseguirá el apoyo de su tribu si ésta sale elegida. Y Magnus también. Y tengo influencia en otras tribus, no sólo en la Fabia.

Se hizo un breve silencio durante el cual el rostro de César se puso lúgubre; aunque Aurelia se hubiera sentido tentada de hablar, la visión de aquel cambio en la expresión de su hijo la habría hecho desistir. Ello significaba que César estaba debatiendo para sus adentros si abordar un tema menos apetitoso, y las probabilidades de que eso ocurriera eran mayores si ella lograba pasar lo más inadvertida posible. ¿Y qué tema menos apetitoso podía haber que el del dinero? Así que Aurelia guardó silencio.

– Craso vino a verme esta mañana -dijo César finalmente. Su madre continuó sin decir nada-. Mis acreedores están un poco inquietos.

– Ni una palabra por parte de Aurelia-. Las facturas de mis días como edil curul continúan llegando. Lo que significa que no he logrado devolver nada de lo que tomé prestado.

– Los ojos de Aurelia se posaron en la superficie del escritorio-. Es decir, que tengo que pagar intereses de los intereses. Han hablado entre ellos de acusarme ante los censores, y a pesar de que uno de ellos es tío mío, los censores se verían obligados a hacer cumplir lo que dice la ley. Yo acabaría perdiendo mi asiento en el Senado y se venderían todos mis bienes, incluidas mis tierras.

– ¿Tiene Craso alguna sugerencia? -se aventuró a preguntar Aurelia.

– Que consiga que me elijan pontífice máximo.