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– ¿No estaría dispuesto él a prestarte dinero?

– En lo que a mí concierne -dijo César-, ése sería el último recurso. Craso es un gran amigo, pero no en vano tiene heno en los cuernos. Presta sin interés, pero espera que se le pague en el momento en que reclame un préstamo. Pompeyo Magnus regresará antes de que yo sea cónsul, y necesito conservar a Magnus de mi parte. Pero Craso detesta a Magnus, así ha sido siempre desde que ambos fueron cónsules juntos. Tengo que pisar sobre una línea que se extiende entre ellos dos. Lo que significa que no me atrevo a deberles dinero a ninguno de los dos.

– Lo comprendo. ¿Y ser pontífice máximo te sacaría del apuro?

– Por lo visto sí, con unos oponentes tan prestigiosos como Catulo y Vatia Isáurico. La victoria les diría a mis acreedores que me elegirán pretor, y que seré cónsul senior. Y que cuando me marche de procónsul a mi provincia me repondré de mis pérdidas, si es que ello no ocurre antes. Si no les pago al principio, les pagaré al final. Aunque el interés compuesto es algo espantoso y debería ser ilegal, tiene una ventaja: los acreedores que cobran interés compuesto consiguen grandes ganancias cuando se les paga una deuda, aunque sólo sea en parte.

– Entonces será mejor que salgas elegido pontífice máximo.

– Eso creo yo.

La elección de un nuevo pontífice máximo y una cara nueva para el Colegio de los Pontífices se fijó en un plazo de veinte días. Quién sería el nuevo rostro no era ningún misterio; el único candidato era Metelo Escipión. Catulo y Vatia Isáurico declararon que se presentarían a la elección de pontífice máximo.

César se lanzó a hacer campaña con tanto deleite como energía. Como en el caso de Catilina, el nombre y el linaje eran de enorme ayuda a pesar del hecho de que ninguno de los otros dos candidatos era un hombre nuevo, ni siquiera uno de los moderadamente prominentes boni. El puesto normalmente recaía en un hombre que ya hubiera sido cónsul, pero esta ventaja, de la que tanto Catulo como Vatia Isáurico disfrutaban, se veía invalidada hasta cierto punto por la edad que tenían: Catulo contaba sesenta y un años y Vatia Isáurico sesenta y ocho. En Roma se consideraba que la cima de la capacidad, de las habilidades y de las facultades de un hombre se encontraba alrededor de los cuarenta y tres años, edad a la que cualquiera debería convertirse en cónsul. Después de esa edad, inevitablemente todo hombre pasaba a ser en cierto modo alguien del pasado, por enormes que fueran su auctoritas o su dignitas. Después se podía ser princeps senatus, incluso cónsul por segunda vez durante un período de diez años más, pero una vez que se alcanzaban los sesenta años se consideraba que, indiscutiblemente, ya habían pasado los mejores años de la vida. Aunque César aún no había sido pretor, llevaba ya muchos años en el Senado, hacía más de una década que era pontífice, había demostrado ser un edil curul magnífico, llevaba la corona cívica en los actos públicos y entre los votantes se le conocía no sólo como uno de los más altos aristócratas de Roma, sino también como un hombre de enorme capacidad y potencial. Su trabajo en el Tribunal de Asesinatos y su labor de abogado no habían pasado inadvertidos; como tampoco había pasado inadvertido el escrupuloso interés que se tomaba por sus clientes. En resumen, César era el futuro, mientras que Catulo y Vatia Isáurico eran definitivamente el pasado… y ambos estaban mancillados con el odio que producía haber disfrutado del favor de Sila. La mayoría de los votantes que se presentarían eran caballeros, y Sila había perseguido sin piedad a la ordo equester. Para contrarrestar el hecho innegable de que César era sobrino político de Sila, a Lucio Decumio se le encomendó ir por ahí sacando a relucir las viejas historias de cuando César desafió a Sila y se negó a repudiar a la hija de Cinna, o de cuando estuvo a punto de morirse de enfermedad mientras se ocultaba de los agentes de Sila.

Tres días antes de la elección, Catón convocó a Catulo, a Vatia Isáurico y a Hortensio a una reunión en su casa. Esta vez no había figurones como Cicerón ni jóvenes como Cepión Bruto presentes en la reunión. Hasta Metelo Escipión habría resultado un estorbo.

– Ya os dije que era un error que os presentaseis ambos -comenzó Catón con su acostumbrada falta de tacto-. Ahora os pido que uno de los dos se retire y respalde al otro.

– No -dijo Catulo.

– No -dijo Vatia Isáurico.

– ¿Es que no podéis comprender que al presentaros los dos hacéis que los votos se dividan? -gritó Catón aporreando con el puño la mesa, poco elegante, que le servía de escritorio.

Tenía un aspecto chupado y enfermizo, pues la noche antes había tenido una intensa sesión con la jarra de vino; desde la muerte de Cepión, Catón se había dado al vino para consolarse, si es que aquello podía llamarse consuelo. El sueño le servía de evasión, la sombra de Cepión le obsesionaba, la esclava que utilizaba de vez en cuando para aliviar sus necesidades sexuales le daba náuseas, e incluso hablar con Atenodoro Cordilión, Munacio Rufo y Marco Favonio sólo lograba tenerle ocupada la mente un breve espacio de tiempo. Leía sin parar, pero aun así la soledad y la tristeza se interponían entre las palabras de Platón, de Aristóteles e incluso de su propio bisabuelo, Catón el Censor, y él. De ahí el jarro de vino y de ahí su mal genio mientras miraba furioso a aquellos dos nobles de edad avanzada que no querían dar el brazo a torcer y se negaban a reconocer que estaban cometiendo un error.

– Catón tiene razón -intervino Hortensio malhumorado. El tampoco era ya muy joven, pero como era augur no podía presentarse a la elección de pontífice máximo. De modo que la ambición no le obnubilaba la capacidad de raciocinio, aunque la buena vida que se daba sí que empezaba a hacerlo-. Uno de vosotros quizás venciera a César, pero entre los dos lo que hacéis es dividir por la mitad los votos que podría conseguir uno de los dos solo.

– Entonces ya ha llegado el momento de los sobornos -observó Catulo.

– ¿Sobornos? -dijo a gritos Catón mientras aporreaba la mesa hasta hacerla crujir-. ¡No servirá de nada empezar a sobornar! ¡Doscientos veinte talentos no pueden comprar los votos suficientes para derrotar a César!

– Entonces -dijo Catulo-, ¿por qué no sobornamos a César?

– Los demás clavaron en él las miradas-. César está lleno de deudas, deudas que se acercan ya a los dos mil talentos, y la deuda aumenta cada día porque no puede permitirse pagar ni un sestercio.

– les informó Catulo-. Podéis tener la seguridad de que las cifras que os digo son las correctas.

– Entonces lo que yo sugiero es que informemos de su situación a los censores y exijamos que actúen de inmediato y expulsen a César del Senado -dijo Catón-. ¡De ese modo nos veríamos libres de él para siempre!

Aquella sugerencia se recibió con ahogados gritos de horror.

– ¡Mi querido Catón, no podemos hacer eso! -baló Hortensio-. ¡Puede que sea como la peste, pero es uno de nosotros!

– ¡No, no, no! ¡No es uno de nosotros! ¡Si no se le detiene, nos hará pedazos a todos, eso os lo aseguro! -rugió Catón al tiempo que volvía a emprenderla a golpes de puño contra la pobre e indefensa mesa-. ¡Entregadlo! ¡Entregádselo a los censores!

– Decididamente, no -dijo Catulo.

– Decididamente, no -repitió Vatia Isáurico.

– Decididamente, no -dijo Hortensio.

– Entonces -concluyó Catón con cara astuta-, convenced a alguien que esté fuera del Senado para que lo entregue: a uno de sus acreedores.

Hortensio cerró los ojos. No existía otro pilar de los boni más firme que Catón, pero había ocasiones en que su ascendencia de campesino tusculano y esclavo celtíbero lograban vencer al pensamiento verdaderamente romano. César era de la misma casta que todos ellos, incluso que Catón, por muy remoto que fuera el lazo de sangre; aunque en Catulo era muy próximo, pensándolo bien.