Ahí, por ejemplo, estaban los boni, los «hombres buenos». De las muchas facciones del Senado, eran ellos los que tenían la mayor fuerza política. A menudo dominaban las elecciones, proveían el personal para los tribunales superiores y gritaban más fuerte en las Asambleas. ¡Pero los boni en realidad no representaban nada! Lo más que podía decirse de ellos era que lo único que tenían en común entre sí era un arraigado desagrado por todo lo que significase cambio. Mientras que César sí era partidario del cambio. ¡Había tantas cosas que pedían a gritos un cambio, un arreglo, una abolición! Desde luego, si el servicio en la Hispania Ulterior le había enseñado algo a César era que el cambio tenía que llegar. La corrupción y la rapacidad gubernamental acabarían con el Imperio a no ser que se frenase a los responsables; y aquél era sólo uno de los muchos cambios que César deseaba ver y llevar a cabo él mismo. Cualquier aspecto de Roma que se considerase necesitaba desesperadamente atención, regulación. Pero los boni se oponían tradicional y obstinadamente al menor cambio, por pequeño que fuese. No así las personas como César. Y por eso César no era popular entre ellos; aquellas narices exquisitamente sensibles habían olfateado hacía mucho tiempo el radical que había en César.
En realidad existía sólo un camino seguro para ir hacia donde César se dirigía: el camino del mando militar. Pero antes de que pudiera llegar legalmente a general de uno de los ejércitos de Roma, tendría que ascender por lo menos a pretor, y para asegurarse de que lo eligieran como uno de esos ocho hombres que supervisan los tribunales y el sistema de justicia, hacía falta pasar los siguientes seis años en la ciudad. Solicitando el voto, haciendo propaganda electoral, luchando por adaptarse a la caótica escena política, procurando que su persona se mantuviese en primer plano, acumulando influencia, poder, clientes, el apoyo de caballeros pertenecientes a la esfera del comercio, de seguidores de todas clases. Tal como él era y únicamente por sí mismo, no como miembro de los boni o de cualquier otro grupo, que insistían en que sus miembros pensaran todos igual, o mejor, que no se molestasen en pensar en absoluto.
Aunque la ambición de César iba mucho más allá de ser el líder de su propia facción; quería convertirse en una institución llamada el Primer Hombre de Roma. Primus inter pares, el primero entre iguales, el que reunía lo bueno de todos los hombres. Quería convertirse en el que poseyera mayor auctoritas, mayor dignitas; el Primer Hombre de Roma era la influencia personificada. Cualquier cosa que dijera se escuchaba, y nadie podía derribarlo porque no era ni rey ni dictador; sustentaba su posición en el más puro poder personal, era lo que era por sí mismo, no a través de ningún cargo, y no tenía un ejército a sus espaldas. El viejo Cayo Mario lo había hecho al estilo antiguo al conquistar a los germanos, porque no poseía antepasados para decirles a los hombres que merecía ser el Primer Hombre de Roma. Sila sí tenía antepasados, pero no se ganó el título porque hizo de sí mismo un dictador. Simplemente era Sila, gran aristócrata, autócrata, ganador de la impresionante corona de hierba, general invicto. Una leyenda militar incubada en la arena política, eso era el Primer Hombre de Roma.
Por eso el hombre que fuera el Primer Hombre de Roma no podía pertenecer a ninguna facción; tenía que constituir una facción él mismo, estar en primera posición en el Foro Romano no como secuaz de nadie, sino como el más temible aliado. En la Roma de aquel tiempo ser un patricio lo hacía más fácil, y César lo era. Sus remotos antepasados habían sido miembros del Senado cuando éste no consistía más que en un simple centenar de hombres que aconsejaban al rey de Roma Antes de que Roma existiera siquiera, sus antepasados habían sido reyes a su vez de Alba Longa, en el monte Albano. Y antes de eso su treinta y nueve veces bisabuela había sido la propia diosa Venus; ella era la madre de Eneas, rey de Dardania, el que había navegado hasta la Italia latina y había fundado un nuevo reino en lo que un día sería la sede del dominio de Roma. El hecho de provenir de tan brillante árbol genealógico predisponía a la gente a considerar que un hombre debía ser líder de su facción; a los romanos les gustaban los hombres con antepasados ilustres, y cuanto más augustos fueran esos antepasados, más posibilidades tenía un hombre de crear su propia facción.
Así era como César comprendía que tenía que obrar desde entonces hasta el momento de ostentar el cargo de cónsul, para el que todavía le quedaban nueve años. Tenía que predisponer a los hombres a considerarlo digno de convertirse en el Primer Hombre de Roma. Lo cual no significaba conciliar a sus iguales, sino dominar a aquellos que no eran sus iguales. Sus iguales lo temerían y lo odiarían, como ocurría con todos los que aspiraban a ser el Primer Hombre de Roma. Sus iguales lucharían contra su ambición con uñas y dientes, sin detenerse ante nada con tal de hacerlo caer antes de que fuera demasiado poderoso. Por eso odiaron a Pompeyo el Grande, que se imaginaba a sí mismo el actual Primer Hombre de Roma. Bueno, no duraría. Ese título le pertenecía a César y nada, animado o inanimado, le impediría obtenerlo. Y lo sabía porque se conocía a sí mismo.
Al día siguiente a su llegada a Roma, fue gratificante descubrir que, al amanecer, un pequeño y ordenado grupo de clientes habían acudido a presentarle sus respetos; la sala de recepción estaba llena de ellos, y a Eutico, el mayordomo, se le había puesto radiante aquel grueso rostro suyo al verlos. También resplandecía de contento el viejo Lucio Decumio, animado y anguloso como un grillo, que daba saltitos ansiosos de un pie a otro cuando César salió de sus aposentos privados.
Un beso en la boca para Lucio Decumio, una muestra de respeto reverencial para muchos que presenciaron el encuentro.
– Te he echado de menos más que a nadie después de Julia, papá -le confesó César al tiempo que envolvía a Lucio Decumio en un enorme abrazo.
– ¡Roma tampoco es lo mismo cuando tú no estás, Pavo! -fue la respuesta de aquél, que utilizó el antiguo mote de Pavo Real que él mismo le había puesto a César cuando éste empezaba a dar sus primeros pasos.
– Parece que no envejezcas, papá.
Eso era cierto. Nadie sabía realmente qué edad tenía Lucio Decumio, aunque debía de estar más cerca de los setenta que de los sesenta. Probablemente viviría eternamente. Pertenecía a la cuarta clase solamente y a la tribu urbana Suburana, nunca sería lo bastante importante para tener un voto que contase en ninguna Asamblea, pero Lucio Decumio era un hombre de gran influencia y poder en ciertos círculos. Era el custodio del colegio de encrucijada que tenía su sede en la ínsula de Aurelia, y todos los hombres que vivían en aquel vecindario, por muy alta que fuera la clase a la que pertenecieran, se veían obligados a presentarle sus respetos, por lo menos de vez en cuando, en el interior de lo que era tanto una taberna como un lugar de reuniones religiosas. Como custodio de su colegio, Lucio Decumio poseía autoridad; también había logrado acumular considerables riquezas debido a sus muchas actividades inicuas, y no era adverso a prestar dinero a un interés muy razonable a aquellos que pudieran ser útiles para los fines de Lucio Decumio… o a los fines de su patrono, César. César, a quien él amaba más que a cualquiera de sus dos fornidos hijos; César, con quien había compartido algunas de sus dudosas aventuras de muchacho, César, César…