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Objeto de las amorosas intenciones tanto de Catilina como de Clodio, Fabia era considerada la virgen vestal más linda desde hacía generaciones. Como era la segunda en veteranía, sucedería a Licinia cuando esa señora se retirase, lo que sucedería a no tardar. No tenía una perspectiva muy satisfactoria como superiora de las vestales; de haber estado el colegio inundado de candidatas cuando ingresó en él, no la habrían admitido de ninguna manera. Pero Escévola, que era el pontífice máximo en aquella época, no tuvo otra opción que reprimir su opinión de que se admitiera a una niña fea, y no le quedó más remedio que aceptar a aquella encantadora vástaga -aunque ahora enteramente adoptiva- de una de las más antiguas Familias Famosas de Roma, los Fabios. Extraño. Ella y Terencia, la esposa de Cicerón, eran hijas de la misma madre. Pero Terencia no poseía nada de la belleza ni de la dulzura de carácter de Fabia; aunque era con mucho la más inteligente de las dos. En el momento presente Fabia tenía veintiocho años, lo cual significaba que el colegio la conservaría durante ocho o diez años más.

Luego había dos de la misma edad, Popilia y Arruntia, ambas acusadas de impureza por Clodio, mencionando a Catilina. ¡Eran mucho más feas que Fabia, gracias a los dioses! Cuando las sometieron a juicio el jurado no tuvo dificultad para encontrarlas completamente inocentes, aunque entonces no tenían más que diecisiete años. ¡Una preocupación! Tres de aquellas seis vestales actuales se retirarían con un espacio de tiempo de dos años entre una y otra, lo cual dejaba al nuevo pontífice máximo la tarea de buscar tres nuevas pequeñas vestales que las sustituyesen. Sin embargo, para eso faltaban diez años. Popilia, desde luego, era prima cercana de César, mientras que Arruntia, de familia menos augusta, casi no tenía ningún lazo de sangre con él. Ninguna de las dos se había recuperado nunca del estigma de la supuesta impureza, lo cual hizo que estuvieran muy unidas y llevasen una vida muy retirada.

Las dos sustitutas de Perpenia y Fonteya eran aún niñas de edad muy parecida, once años.

Una de ellas era una Junia, hermana de Décimo Bruto e hija de Sempronia Tuditani. El motivo por el que había sido ofrecida al colegio a la edad de seis años no era ningún misterio. Sempronia Tuditani no podía soportar una rival en potencia, y Décimo Bruto estaba saliendo ruinosamente caro. La mayoría de las niñas llegaban bien provistas económicamente por parte de sus familias, pero Junia no tenía dote. Sin embargo, no fue un problema insuperable, pues el Estado siempre estaba bien dispuesto a contribuir con la dote de aquellas niñas cuyas familias no proporcionaran una. Sería muy atractiva cuando los dolores de la pubertad se le pasasen; ¿cómo podrían arreglárselas aquellas pobres criaturas en un entorno tan restringido y faltas de una madre?

La otra niña era una patricia procedente de una antigua familia, aunque algo venida a menos, una Quintilia que estaba muy gorda. Tampoco tenía dote. Aquello era indicio, pensó César con pesar, de la reputación que actualmente tenía el colegio: nadie que pudiera dotar a una niña lo suficientemente bien como para encontrarle un marido razonable estaba dispuesto a entregarla a las vestales. Y eso resultaba caro para el Estado, y también traía mala suerte. Desde luego les habían ofrecido a una Pompeya, a una Luceya, incluso a una Afrarúa, a una Lolia y a una Petreya; Pompeyo el Grande estaba desesperado por atrincherarse, sus partidarios picentinos y él dentro de las más reverenciadas instituciones romanas. ¡Pero incluso enfermo y viejo como había estado, el Cochinillo no había querido aceptar a ninguna de aquella calaña! Era preferible con mucho hacer que el Estado les proporcionase una dote a niñas con antepasados adecuados; o por lo menos con un padre que se hubiera ganado la corona de hierba, como Fonteya.

Las vestales adultas conocían a César casi tan bien como él las conocía a ellas, conocimiento adquirido en su mayor parte por la asistencia a banquetes oficiales y a actos celebrados dentro de los colegios sacerdotales; no se trataba, por lo tanto, de un conocimiento amistoso ni profundo. Algunas de las fiestas privadas que se celebraban en Roma podían degenerar en asuntos de demasiado vino y demasiadas confidencias personales, pero eso nunca sucedía con las fiestas religiosas. Los seis rostros que se hallaban vueltos hacia César contenían… ¿qué? Eso llevaría tiempo averiguarlo. Pero el carácter jovial y alegre de César había hecho que ellas perdieran un poco el equilibrio. Aquello era deliberado por parte de él; no quería que lo dejasen fuera de sus vidas ni que le ocultasen cosas, y ninguna de aquellas vestales había nacido siquiera cuando había habido por última vez un pontífice máximo joven en la persona del famoso Ahenobarbo. Era, pues, esencial hacerles creer que el nuevo pontífice máximo sería un paterfamilias a quien podían recurrir con toda confianza. Nunca habría una mirada salaz por parte de él, nunca la excesiva familiaridad ni el riesgo de que él fuera a tocarlas, nunca una insinuación por parte de él. Pero, por otra parte, tampoco habría, ni falta de comprensión, ni una excesiva actitud de guardar las distancias, ni ningún apuro.

Licinia tosió con nerviosismo, se humedeció los labios y se aventuró a hablar:

– ¿Cuándo vendrás a vivir aquí, domine?

Desde luego, César era realmente el señor de las vestales, y ya tenía decidido que era conveniente que ellas se dirigieran siempre a él como tal. Él podía llamarlas chicas, pero ellas nunca tendrían ninguna excusa para considerarlo a él su hombre.

– Quizás pasado mañana -dijo César con una sonrisa al tiempo que estiraba las piernas y suspiraba.

– Querrás que te enseñemos todo el edificio.

– Sí, y mañana otra vez, cuando traiga a mi madre.

Ellas no habían olvidado que César tenía una madre altamente respetada, y no ignoraban todos los aspectos de la estructura de su familia, desde el compromiso de su hija con Cepión Bruto hasta las dudosas personas con quienes su casquivana esposa se relacionaba. La respuesta de él les indicó claramente cuál sería la jerarquía: su madre primero. ¡Eso era un alivio!

– Y tu esposa? -le preguntó Fabia, que privadamente consideraba a Pompeya muy hermosa y encantadora.

– Mi esposa no importa -repuso César con frialdad-. Dudo que la veáis nunca, pues lleva una ajetreada vida social. Pero lo que sí es seguro es que a mi madre le interesará todo.

– Dijo esto último con otra de aquellas maravillosas sonrisas; se quedó pensando unos instantes y luego añadió-: Mater es una perla que no tiene precio. No le tengáis miedo, y no temáis hablar con ella. Aunque yo sea vuestro paterfamilias, hay rincones en vuestras vidas que preferiréis comentar con una mujer. Para eso hasta ahora habéis tenido, o bien que ir fuera de esta casa, o confinar tales conversaciones a hablar entre vosotras. Mater es una fuente de experiencia y una mina de sentido común. Bañaos en la una y ahondad en la otra. Ella nunca chismorrea, ni siquiera conmigo.

– Esperamos ansiosas su llegada -dijo formalmente Licinia.

– En cuanto a vosotras dos -dijo César dirigiéndose a las niñas-, mi hija no es mucho mayor que vosotras, y es otra perla que no tiene precio. Tendréis una amiga con quien jugar.

Lo cual produjo tímidas sonrisas, pero ningún intento de conversación. El y su familia, comprendió César dejando escapar un suspiro, tendrían que recorrer un largo camino antes que aquellas desventuradas víctimas de la mos maiorum lograran asentarse y aceptar la nueva situación.

Durante un rato más César persistió; parecía estar completamente a gusto. Luego se levantó.

– Muy bien, chicas, basta por hoy. Licinia, por favor, enséñame la domus publica.

Domus publica

***

Domus publica, piso superior

César comenzó por dirigirse al centro del jardín peristilo, donde no entraba el sol, y echó un vistazo a su alrededor.