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– De modo que lo que aquí veo es una casa que contiene un tesoro de información.

– Sí, domine.

– ¿Cuántos testamentos tenéis a vuestro cuidado?

– Aproximadamente un millón.

– Todos ellos apuntados en listados aquí -dijo César abarcando con un gesto de la mano las altas paredes llenas de documentos.

– Sí y no. Los testamentos actuales se guardan en casillas; nos resulta más fácil consultar un rollo desnudo que andar todo el tiempo sacándolos y metiéndolos en recipientes de libros. Lo tenemos todo bien limpio de polvo. Los recipientes contienen los expedientes de los testamentos que ya han salido de nuestra custodia.

– ¿Hasta qué época se remontan vuestros archivos, Licinia?

– Hasta las dos hijas más jóvenes del rey Anco Marcio, aunque no con tanto detalle como los que instituyó Emilia.

– Empiezo a comprender por qué ese tipo tan poco ortodoxo, Ahenobarbo, el pontífice máximo, os instaló tuberías y redujo la ceremonia de la traída de agua desde el pozo de Juturna a un ritual diario que se limita a llenar los cántaros. Tenéis trabajo más importante que hacer, aunque en la época en que Ahenobarbo lo instituyó levantó un enorme revuelo.

– Nunca dejaremos de estarle agradecidas al pontífice máximo Ahenobarbo -dijo Licinia mientras conducía a César hacia un tramo de escaleras-. El añadió el segundo piso no sólo para hacer nuestras vidas más saludables y más cómodas, sino también para proporcionarnos espacio donde guardar los testamentos propiamente dichos. Antes se guardaban en el sótano, pues no teníamos otro sitio. Y a pesar de todo el almacenamiento vuelve a ser un problema. En los primeros tiempos los testamentos se reducían a los de ciudadanos romanos, y sobre todo a los de ciudadanos que vivían dentro de la propia Roma. Hoy en día aceptamos testamentos de ciudadanos y de no ciudadanos que viven en todo el mundo.

Licinia tosió e hizo un poco de ruido por la nariz al llegar a lo alto de la escalera; abrió una puerta que daba a una extensa caverna iluminada por ventanas situadas en uno de los lados solamente, que daban a la casa de Vesta.

César comprendió al instante aquel súbito ataque de malestar respiratorio; el lugar emitía un miasma de partículas de papel y polvo reseco.

– Aquí almacenamos los testamentos de ciudadanos romanos, que quizás alcancen tres cuartos de millón -dijo Licinia-. Aquí está Roma. Aquí Italia. Las diversas provincias de Roma, ahí, ahí y ahí. Otros países, por allá. Y aquí tenemos una nueva sección para la Galia Cisalpina. Se hizo necesario después de la guerra italiana, cuando a todas las comunidades situadas al sur del río Po se les concedió el derecho al voto. También tuvimos que ampliar nuestra sección para Italia.

Estaban colocados en casillas, anaquel tras anaquel de estantes de madera, cada uno de ellos rotulados y etiquetados; quizás hubiera cincuenta en cada compartimento. César retiró un ejemplar de la Galia Cisalpina, luego otro, y otro más. Todos de diferente tamaño, grosor y clase de papel, todos sellados con cera y con el sello de alguien. Este muy abultado… ¡muchas propiedades! Aquel delgado y humilde… quizás sólo una diminuta casa de campo y un cerdo para dejar en herencia.

– ¿Y dónde se almacenan los testamentos de los no ciudadanos? -le preguntó César a Licinia mientras ésta descendía por las escaleras delante de él.

– En el sótano, domine, junto con los archivos de todos los testamentos del ejército y de las muertes durante el servicio militar. Nosotras, por supuesto, no tenemos la custodia de los testamentos de los propios soldados; éstos quedan al cuidado de los empleados de las legiones, y cuando un hombre acaba el servicio destruyen su testamento. Entonces él hace uno nuevo y lo deposita en nuestra custodia.

– Licinia suspiró con pena-. Todavía hay espacio aquí abajo, pero me temo que no pasará mucho tiempo antes de que tengamos que trasladar algunos de los testamentos de ciudadanos de las provincias al sótano, que también tiene que albergar una gran cantidad de material sagrado que tú y nosotras necesitamos para las ceremonias. De manera que, ¿adónde iremos cuando todo el sótano esté tan lleno como lo estuvo para Ahenobarbo? -inquirió lastimeramente.

– Afortunadamente, Licinia, tú no tendrás que preocuparte por eso -le dijo César-, aunque indudablemente yo sí tendré que hacerlo. ¡Qué extraordinario resulta pensar que la eficiencia romana femenina y la atención a los detalles ha producido un depósito como el mundo nunca ha conocido otro igual! Todo el mundo quiere que su testamento esté a salvo de miradas curiosas y de plumas manipuladoras. Y eso no se consigue en otro lugar que no sea el Atrium Vestae.

La importancia de aquella observación le pasó inadvertida a Licinia, pues estaba demasiado atareada asustándose a sí misma al descubrir que había cometido una omisión.

– ¡Domine, olvidaba enseñarte la sección de los testamentos de mujeres!

– Sí, es verdad que las mujeres hacen testamentos – dijo César sin perder la gravedad-. Es un gran consuelo darse cuenta de que segregáis los sexos, incluso después de la muerte.

– Cuando vio que aquella observación quedaba fuera del alcance de ella, a César se le ocurrió otra cosa-. Me asombra que tantas personas depositen el testamento aquí, en Roma, a pesar de que puede que habiten en lugares que se hallan a una distancia de incluso varios meses de viaje de aquí. Yo diría que todas las posesiones muebles y el dinero en moneda ya habrán desaparecido para cuando llegue el momento en que pueda ejecutarse el propio testamento.

– Yo no lo sé, domine, porque nunca averiguamos cosas así. Pero si la gente lo hace, seguramente será porque les parece seguro hacerlo. Imagino que todo el mundo teme a Roma y al justo castigo de Roma.

– concluyó Licinia con simpleza-. ¡Mira el testamento del rey Ptolomeo Ajejandro! El actual rey de Egipto le tiene terror a Roma porque sabe que Egipto en realidad pertenece a Roma a partir de aquel testamento.

– Cierto -dijo César solemnemente.

Desde aquel lugar de trabajo -donde, se fijó César, incluso las dos niñas vestales estaban ahora ocupadas en alguna tarea, a pesar de ser feriae-, Licinia lo condujo a los aposentos donde hacían la vida. Éstos eran, decidió César, una muy adecuada compensación por la existencia conventual. Sin embargo, el comedor era de estilo campestre, sólo sillas alrededor de una mesa.

– ¿No traéis hombres a cenar? -preguntó César.

Licinia puso cara de horror.

– ¡Nunca en nuestros aposentos, domine! Tú eres el único hombre que entrará aquí en la vida.

– ¿Y los médicos y carpinteros?

– Hay buenas mujeres médicos, y también mujeres artesanas de todas clases. Roma no tiene prejuicios para que las mujeres ejerzan diversos oficios.

– Hasta ahí no llegan mis conocimientos, a pesar de que he sido pontífice durante más de diez años -dijo César moviendo a ambos lados la cabeza.

– Bueno, no estabas en Roma cuando nos sometieron a juicio -dijo Licinia con voz temblorosa-. Nuestro entretenimiento privado y nuestros hábitos de vida fueron entonces aireados en público. Pero en circunstancias normales sólo el pontífice máximo, entre todos los sacerdotes, se ocupa de cómo vivimos. Y nuestros parientes y amigos, naturalmente.

– Cierto. La última Julia que hubo en el colegio fue Julia Estrabón, y ella murió antes de tiempo. ¿Morís prematuramente muchas de vosotras, Licinia?