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– ¡Oh, César, todo eso no me gusta nada! -gritó Aurelia golpeándose las manos-. ¿Acaso somos legionarios que guardamos el campamento contra un ataque?

– Sí, mater, más bien me parece que sí lo somos. Es culpa suya, por tonta. Se relaciona con círculos inapropiados y se niega a abandonarlos.

– Y por eso nosotros nos vemos obligados a encarcelarla.

– En realidad, no. ¡Sé justa! Yo no le he prohibido el acceso a sus amigas, ni aquí ni en ningún otro sitio. Ella y las demás pueden ir y venir cuando les plazca, incluidas las bellezas como Sempronia Tuditani y Pala. Y el espantoso Pompeyo Rufo. Pero Pompeya es ahora la esposa de César, pontífice máximo, una subida en la escala social nada desdeñable. Incluso para la nieta de Sila. No puedo confiar en su buen sentido, porque no tiene ninguno. Todos conocemos la historia de Metela Dalmática y cómo consiguió, a pesar de Escauro, príncipe del Senado, convertir en una desgracia la vida de Sila cuando éste intentaba que le eligieran pretor. Sila entonces la rechazó, lo cual fue prueba del instinto de conservación de él, si no de otra cosa. Pero, ¿puedes imaginarte a Clodio, a Décimo Bruto o al joven Publícola comportándose con la circunspección de Sila? ¡Ah! Se aprovecharían de Pompeya en un santiamén.

– Entonces -dijo Aurelia con decisión-, cuando veas a Pompeya y le informes de las nuevas reglas, te sugiero que tengas delante también a su madre. Cornelia Sila es una espléndida persona. Y sabe muy bien lo tonta que es Pompeya. Refuerza tu autoridad con la que posee su madre. De nada sirve inmiscuirme a mí en ello, Pompeya me detesta por haberla encadenado a Polixena.

Dicho y hecho. Aunque el traslado a la domus publica tuvo lugar al día siguiente, Pompeya había sido puesta completamente al corriente de las nuevas reglas antes de que ella y sus sirvientes personales pudieran ver la palatina suite que ella ocuparía en el piso de arriba. Había llorado, desde luego, y había protestado alegando la inocencia de sus intenciones, pero en vano. Cornelia Sila se mostró más seria que César y muy obstinada en que, en el supuesto de una caída en desgracia, su hija no sería bienvenida de regreso a casa del tío Mamerco tras ser repudiada por adulterio. Afortunadamente, Pompeya no era de las que se recrean en el rencor, así que a la hora en que se llevó a cabo la mudanza ya se encontraba por completo inmersa en el traslado de sus múltiples chucherías, caras aunque de mal gusto, mientras planeaba ir de compras para sobrecargar aquellas zonas que consideraba desnudas.

César se había preguntado cómo se arreglaría Aurelia con el cambio que suponía pasar de ser señora de una próspera ínsula a ser la decana de lo más parecido a un palacio que Roma poseía. ¿Insistiría en seguir llevando los libros de contabilidad? ¿Rompería los lazos establecidos en más de cuarenta años en Subura? Pero cuando llegó la tarde de la fiesta inaugural, él supo que ya no había necesidad de preocuparse por aquella verdaderamente extraordinaria señora. Aunque ella en persona se encargaría de revisar las cuentas de la ínsula, dijo, la contabilidad la llevaría ahora un hombre que había buscado Lucio Decumio y por el que él respondería. Y resultó ser que la mayor parte del trabajo que ella había llevado a cabo no había sido en beneficio de sus propiedades; para ocupar sus días había ejercido como agente de más de una docena de propietarios de ínsulas. ¡Qué horrorizado habría quedado su marido si hubiera sabido eso! César se limitó a reírse entre dientes.

De hecho, el ascenso de César a pontífice máximo le había proporcionado a Aurelia nuevas inquietudes en la vida. Estaba absolutamente en todo en ambas partes del edificio, había establecido dominio sobre Licinia sin esfuerzo y sin traumas, se había hecho agradable a las seis vestales y pronto estaría absorta, pensó su hijo con silencioso regodeo, en mejorar la eficiencia no sólo de la domus pública, sino también de su industria testamentaria.

– César, deberíamos cobrar honorarios por este servicio -le dijo con determinación-. ¡Todo ese trabajo y esfuerzo! Las finanzas de Roma deberían recibir algo en compensación.

Pero César se negó a aprobar tal cosa.

– Estoy de acuerdo en que el cobro de honorarios aumentaría los beneficios del Tesoro, mater, pero también privaría a los humildes de uno de sus mayores placeres. No. En conjunto, Roma no tiene problemas con sus proletarii. Si se mantienen llenas sus barrigas y se les proporcionan los juegos, ya están contentos. Si empezamos a cobrarles por los derechos que les otorga su ciudadanía, convertiremos al proletariado en un monstruo que nos devorará.

Como Craso había pronosticado, la elección de César como pontífice máximo acalló a los acreedores como por arte de magia. El cargo, además, le proporcionaba unos ingresos considerables por parte del Estado, cosa que se podía decir igualmente de los tres flamines principales, dialis, martialis y quirinalis. Sus tres residencias estatales se alzaban en la vía Sacra frente a la domus publica, aunque desde luego no había ningún flamen Dialis, no lo había habido desde que Sila dejara que César se quitase el casco y la capa de sacerdote especial de Júpiter Óptimo Máximo; ése ha sido el trato, ningún nuevo flamen Dialis hasta después de la muerte de César. Sin duda su casa estatal se había dejado deteriorar y arruinar desde que perdiera a Merula como inquilino veinticinco años antes. Como ahora la casa estaba en su jurisdicción, César tendría que verla, decidir qué había que hacerse en ella y destinar los fondos para las reparaciones sacándoselos del salario no utilizado que César habría cobrado de haber vivido en ella y ejercido como flamen. Después de eso, se la alquilaría por una fortuna a algún caballero con aspiraciones que se muriera por tener su domicilio en el Foro Romano. Roma se vería compensada. Pero primero tendría que ocuparse de la Regia y de las oficinas del pontífice máximo.

La Regia era el edificio más antiguo del Foro, porque se decía que había sido la casa de Numa Pompilio, segundo rey de Roma. A ningún sacerdote, excepto al pontífice máximo y al rex sacrorum, se le permitía entrar en él, aunque las vestales servían de ayudantes del pontífice máximo cuando éste hacía ofrendas a la diosa Ops, y también empleaba a los acostumbrados sacerdotes subalternos para que le ayudasen y limpiasen después.

La experiencia fue tan pavorosa que cuando César entró se le puso la carne de gallina y los pelos de punta. A causa de los terremotos había sido necesario reconstruirlo al menos en dos ocasiones durante la República, pero siempre sobre los mismos cimientos, y siempre con los mismos bloques de toba sin adornos. No, pensó César mirando a su alrededor, la Regia nunca había sido una casa. Era demasiado pequeña y no tenía ventanas. La forma, decidió, debía de ser deliberada, pues era demasiado extraña para haber obedecido a otros motivos que el hecho de formar parte de algún misterioso ritual. Era un cuadrilátero de la clase que los griegos denominaban trapecio, y no tenía ningún lado que fuera paralelo a otro. ¿Qué sentido religioso habría tenido para aquellas personas que habían existido hacía tanto tiempo? Ni siquiera estaba orientado en ninguna dirección en particular, si ello significaba considerar que algunas de sus paredes eran una fachada. Y quizás ése fuera el motivo. No apuntes a ningún punto de la brújula y así no ofenderás a ningún dios. Sí, había sido un templo desde sus comienzos, César estaba seguro. Allí era donde el rey Numa Pompilio había celebrado los ritos de Roma en sus orígenes.