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¿Y después de aquello, qué? ¡Ah, sí, los hombres que habían cometido extorsión durante su período de gobierno en una provincia pretoriana y después intentaban eludir el procesamiento procurando ser elegidos cónsules in absentia! Los pretores enviados a gobernar las provincias eran más dados a la extorsión que los gobernadores cónsules; había ocho, y sólo dos de ellos eran gobernadores cónsules, cosa que significaba que la mayoría sabía que la única oportunidad que tenían de hacer una fortuna al gobernar una provincia era como pretor gobernador. Pero, ¿cómo, después de exprimir una provincia hasta dejarla seca, iba un pretor gobernador a evitar que le procesaran por extorsión? Si era un contendiente fuerte para optar al consulado, entonces la mejor manera era solicitar al Senado que le permitiera presentar su candidatura a las elecciones consulares in absentia. A ningún hombre investido de imperium se le podía procesar. Siempre que un pretor gobernador que regresaba no cruzase el sagrado lindero y entrase en el propio recinto de la ciudad de Roma, conservaba el imperium que Roma le había otorgado para que gobernase su provincia. Así que podía sentarse en el Campo de Marte, justo a las puertas de la ciudad, con su imperium intacto, solicitar al Senado que aceptase su candidatura a cónsul in absentia, dirigir la campaña electoral desde el Campo de Marte y luego, si era lo bastante afortunado como para que le eligieran cónsul, se metía de lleno de nuevo en un imperium recién adquirido. Aquella estratagema significaba que lograba eludir el procesamiento durante dos años más, y para entonces los airados provincianos que originalmente habían pretendido procesarle se habrían dado por vencidos y se habrían ido a sus casas. ¡Pues bien, vociferó Cicerón en el Senado y en los Comicios, esa clase de cosas deben acabar! Por tanto, su colega el cónsul junior, Híbrido, y él propusieron que se prohibiese que cualquier pretor gobernador que regresara se presentase como candidato a cónsul in absentia. ¡Que entre en Roma, que afronte las oportunidades de que disponga en el juicio! Y como tanto al Senado como al pueblo aquello les pareció una excelente idea, la nueva ley se aprobó.

Y ahora, ¿qué más podía hacer? Cicerón pensó en esto y en aquello, todo pequeñas leyes útiles que reforzarían su reputación. Aunque, ay, no le darían una reputación. Más como cónsul que como lumbrera legal. Lo que le hacía falta a Cicerón era una crisis, pero no una crisis económica.

Cuando le tocó en suerte el deber de presidir las elecciones que se celebraban en el mes de quintilis, a Cicerón ni siquiera se le ocurrió que la segunda mitad de su período como cónsul le proporcionaría aquella tan anhelada crisis. Y al principio tampoco captó por entero las derivaciones que habían de surgir del hecho de que su esposa le invadiera la intimidad no mucho antes de aquellas elecciones.

Terencia, con su acostumbrada falta de ceremonia y sin hacer caso de la santidad de los procesos mentales de su marido, entró muy decidida en el despacho de Cicerón.

– ¡Cicerón, deja ahora mismo lo que estés haciendo! -ladró.

Él dejó inmediatamente la pluma; como no era tonto, levantó la mirada sin dejar traslucir la molestia.

– Sí, querida mía. ¿Qué ocurre? -inquirió con cautela.

Terencia se dejó caer en la silla de los clientes con aspecto lúgubre y abatido. Sin embargo, como siempre parecía lúgubre, Cicerón no tenía ni idea de cuál sería el motivo en aquella ocasión en particular; sólo deseó fervorosamente que no se tratase de nada que él hubiera hecho mal.

– Esta mañana he tenido una visita -comenzó a decir Terencia.

Cicerón tuvo en la punta de la lengua preguntarle a su esposa si el hecho de tener una visita había resultado de su agrado, pero mantuvo en silencio aquel ingobernable órgano; si no había nadie capaz de acallarlo por completo, desde luego Terencia sí que tenía ese poder. Así que Cicerón se limitó a asumir cierto aire de interés y aguardó a que ella continuase.

– Una visita -repitió ella. Luego sorbió por la nariz-. ¡Nadie de mi círculo, te lo aseguro, marido! Ha sido Fulvia.

– ¿La esposa de Publio Clodio? -preguntó Cicerón atónito.

– ¡No, no! Fulvia Nobilioris.

Aclaración que no disminuyó la sorpresa de él, pues la Fulvia a la que Terencia se refería era a todas luces sospechosa. De una familia excelente, pero repudiada con deshonra, en la actualidad carecía de ingresos y estaba unida a aquel Quinto Curio que había sido expulsado del Senado en la famosa purga de Publícola y Léntulo Clodiano siete años antes. ¡Una visita de lo más inapropiada para que Terencia la recibiera! Terencia era tan famosa por su rectitud como por su carácter avinagrado.

– ¡Por todos los dioses! ¿Y qué demonios quería ella?

– Pues en realidad me ha caído simpática -dijo Terencia con aire pensativo-. Es nada más y nada menos que una «desgraciada víctima de los hombres».

– ¿Cómo se esperaba que respondiera él a eso? Cicerón se comprometió con un lamento inarticulado-. Ha venido a verme porque ése es el procedimiento correcto que ha de adoptar una mujer cuando desea hablar con un hombre casado de tu importancia.

– Y con un hombre casado contigo, añadió Cicerón con el pensamiento-. Naturalmente, desearás verla por ti mismo, pero voy a darte toda la información que me ha dado a mí -dijo la señora, cuya mirada tenía el poder de dejar a Cicerón de piedra-. Parece ser que su… su… su protector, Curio, ha estado comportándose de un modo muy extraño últimamente. Desde que lo expulsaron del Senado sus actividades financieras se han visto tan afectadas que ni siquiera puede presentarse como candidato a tribuno de la plebe para regresar a la vida pública. Sin embargo, de pronto ha empezado a hablar como un loco de hacerse rico y de alcanzar una alta posición. Esto parece derivar de su convicción de que Catilina y Lucio Casio serán cónsules el año que viene -añadió Terencia con voz sentenciosa.

– Así que ésa es la idea que tiene Catilina, ¿eh? Ser cónsul con ese gordo, apático y estúpido de Lucio Casio -dijo Cicerón.

– Ambos se declararán candidatos mañana, cuando tú inaugures el tribunal electoral.

– Todo eso está muy bien, querida mía, pero no logro ver cómo un consulado conjunto de Catilina y Lucio Casio puede hacer que Curio alcance de repente la riqueza y la eminencia.

– Curio está hablando de una cancelación general de deudas.

Cicerón se quedó boquiabierto.

– ¡No serán tan idiotas!

– ¿Por qué no? -le preguntó Terencia, que contemplaba el asunto con frialdad-. ¡Piensa un poco, Cicerón! Catilina sabe que si no alcanza el consulado este año, se le acaban las oportunidades. Parece que va a haber una buena batalla si todos los hombres que están pensando en presentarse como candidatos lo hacen. Mi querida Servilia me ha contado que Silano está mucho mejor de salud, y es seguro que se presentará. A Murena lo respaldan muchas personas influyentes y, según me ha dicho mi querida Fabia, está utilizando al máximo su relación con las vestales a través de su parentesco con Licinia. Luego está tu amigo Servio Sulpicio Rufo, que goza del favor de las Dieciocho y de los tribuni aerarii, lo cual significa que sacará muchos votos entre la primera clase. ¿Qué pueden ofrecer Catilina y un socio como Lucio Casio contra una gama de personas de tanto mérito como Silano, Murena y ese Sulpicio? Sólo uno de los cónsules puede ser patricio, lo cual significa que el voto para el tal patricio estará dividido entre Catilina y Sulpicio. Si yo tuviera derecho a votar, elegiría a Sulpicio antes que a Catilina.

Con el entrecejo fruncido, Cicerón se olvidó del terror que le tenía a su esposa y le habló como le hubiera hablado a cualquier colega del Foro.

– De manera que la plataforma de Catilina es una cancelación general de deudas, ¿es eso lo que estás diciendo?