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Nadie, pensó el cónsul senior mientras su mirada vagaba de grada en grada a ambos lados de la Cámara, tenía ni idea de lo que flotaba en el aire. Craso estaba sentado, impasible; Catulo parecía un poco viejo y su cuñado Hortensio algo deteriorado; Catón tenía los pelos de punta como un perro agresivo, César se daba palmaditas en la parte superior de la cabeza para asegurarse de que su definitivamente cada vez más escaso cabello le ocultaba todavía el cuero cabelludo; Murena, era indudable, echaba humo por el retraso, y Silano no estaba tan saludable y activo como los agentes que se encargaban de organizarle la campaña electoral aseguraban. Y finalmente, allí, entre los consulares, estaba sentado el gran Lucio Licinio Lúculo, triumphator. Cicerón, Catulo y Hortensio habían hablado con suficiente elocuencia como para convencer al Senado de que a Lúculo debía concedérsele el triunfo, cosa que significaba que el verdadero conquistador del Este ahora era libre de cruzar el pomerium y ocupar el lugar que le correspondía por derecho en el Senado y en los Comicios.

– Lucio Sergio Catilina -dijo Cicerón desde el estrado curul-, te agradecería que te pusieras en pie.

En un principio Cicerón había pensado acusar también a Lucio Casio, pero después de pensarlo mucho había decidido que lo mejor era concentrarse por entero en Catilina. Éste ahora se encontraba de pie, y era la viva imagen de la preocupación y la perplejidad. ¡Qué hombre tan apuesto! Alto y de hermosa constitución fisica, cada palmo de su cuerpo era el de un gran aristócrata patricio. ¡Cómo odiaba Cicerón a los Catilinas y a los Césares! ¿Qué pasaba con la eminentemente respetable cuna de Cicerón? ¿Por qué lo menospreciaban como si fuera un tumor maligno que se encontrase en el cuerpo romano?

– Ya estoy de pie, Marco Tulio Cicerón -respondió Catilina suavemente.

– Lucio Sergio Catilina, ¿conoces a dos hombres llamados Cayo Manlio y Publio Furio? -Tengo dos clientes que responden a esos nombres.

– ¿Sabes dónde se encuentran en este momento?

– ¡En Roma, supongo! Ahora mismo deberían estar en el Campo de Marte votando por mí. En cambio, supongo que estarán sentados en alguna taberna.

– ¿Dónde han estado últimamente?

Catilina levantó ambas cejas, muy negras.

– ¡Marco Tulio, yo no exijo a mis clientes que me informen de todos sus movimientos! Ya sé que tú eres un cero a la izquierda, pero… ¿de tan pocos clientes dispones que no tienes ni idea del protocolo que rige los lazos entre cliente y patrón?

Cicerón enrojeció.

– ¿Te resultaría extraño enterarte de que a Manlio y a Furio se les ha visto recientemente en Fésulas, Volaterra, Clusium, Saturnia, Larinum y Venusia?

Catilina parpadeó.

– ¿Por qué iba a extrañarme eso, Marco Tulio? Ambos tienen tierras en Etruria, y Furio además posee tierras en Apulia.

– ¿Te sorprendería saber que ambos, Manlio y Furio, han ido diciéndole a cualquiera que sea lo suficientemente importante como para que su voto cuente en las elecciones centuriadas que tu colega Lucio Casio y tú tenéis intención de legislar una cancelación general de las deudas una vez que asumáis el cargo de cónsules?

Aquello provocó una carcajada de asombro. Cuando se recuperó, Catilina miró a Cicerón como si éste de repente se hubiera vuelto loco.

– ¡Pues claro que me sorprende! -dijo.

Tras haberse organizado un buen revuelo en el momento en que Cicerón pronunciara aquella espantosa frase, la cancelación general de las deudas, un murmullo perfectamente audible se alzó ahora por toda la Cámara. Desde luego, entre los presentes se encontraban algunos que necesitaban con desesperación una medida radical como aquélla ahora que los prestamistas presionaban para que se les pagasen las deudas completas -incluido César, el nuevo pontífice máximo-, pero había pocos que no llegasen a comprender las espantosas repercusiones económicas que llevaría consigo una cancelación general de las deudas. A pesar de que sus problemas generaban un flujo constante de dinero en metálico, los miembros del Senado eran de por sí personas conservadoras en lo referente a cambios de cualquier tipo, incluso a los cambios en la forma como estaba estructurado el dinero. Y por cada senador que estuviera en una precaria situación económica, había tres que, caso de que hubiera una cancelación general de deudas, saldrían perdiendo más que ganando; hombres como Craso, Lúculo y el ausente Pompeyo Magnus. Por tanto no tuvo nada de extraño que tanto César como Craso estuvieran ahora inclinados hacia adelante como perros atados.

– He hecho investigaciones en Etruria y en Apulia, Lucio Sergio Catilina -dijo Cicerón-, y me duele decir que creo que estos rumores son ciertos. Creo que tú tienes verdaderamente intención de cancelar las deudas.

La reacción de Catilina fue echarse a reír, sin parar. Las lágrimas le corrían por el rostro; se sujetaba los costados; trató denodadamente de controlar la risa y perdió la batalla varias veces. Sentado no muy lejos de él, Lucio Casio enrojeció a causa de la indignación.

– ¡Tonterías! -gritó Catilina cuando fue capaz, mientras se limpiaba la cara con un pliegue de la toga porque no lograba dominarse lo suficiente como para encontrar el pañuelo-. ¡Tonterías, tonterías, tonterías!

– ¿Serías capaz de jurarlo? -le preguntó Cicerón.

– ¡No, eso no estoy dispuesto a hacerlo! -repuso bruscamente Catilina, logrando componerse finalmente-. ¿Yo, un patricio Sergio, voy a tener que prestar juramento a causa de las quejas infundadas y maliciosas de un inmigrante de Arpinum? Pero, ¿quién te has creído que eres, Cicerón?

– Soy el cónsul senior del Senado y el pueblo de Roma -dijo Cicerón con dolorosa dignidad-. ¡Por si no lo recuerdas, soy el hombre que te derrotó en las elecciones curules del año pasado! Y como cónsul senior, soy la cabeza de este Estado.

Otro ataque de risa. Y luego Catilina añadió:

– ¡Dicen que Roma tiene dos cuerpos, Cicerón! Uno es débil y tiene cabeza de imbécil, el otro es fuerte, aunque no tiene cabeza. ¿En qué crees que te convierte eso a ti, oh cabeza de este Estado?

– ¡En un imbécil no, Catilina, eso seguro! ¡Yo soy el padre de Roma y su guardián este año, y pienso cumplir con mi deber, incluso en situaciones tan extrañas como ésta! ¿Niegas categóricamente que tengas planeado cancelar todas las deudas?

– ¡Por supuesto que lo niego!

– Pero no estás dispuesto a prestar juramento a ese respecto.

– Definitivamente no.

– Catilina tomó aliento-. ¡No, no lo haré! Sin embargo, oh cabeza de este Estado, tu despreciable conducta e infundadas acusaciones de esta mañana tentarían a muchos hombres en mi situación a decir que si el cuerpo fuerte pero descabezado de Roma hubiera de encontrar una cabeza, ¡podría hacer cosas peores que elegir la mía! ¡Por lo menos la mía es romana! ¡Por lo menos la mía tiene antepasados! Tú te propones buscarme la ruina, Cicerón, echar por tierra las oportunidades de lo que ayer era una elección justa e inmaculada. ¡Heme aquí de pie, difamado e impugnado, víctima inocente de un presuntuoso advenedizo de las colinas que no es ni romano ni noble!

A Cicerón le costó un enorme esfuerzo no reaccionar ante aquellos insultos, pero consiguió mantener la calma. De no haberlo hecho, habría perdido la confrontación. Pero se dio cuenta, a partir de aquel momento, de que Fulvia Nobilioris y Terencia estaban en lo cierto. Podía reírse, podía negarlo, pero era seguro que Lucio Sergio Catilina estaba tramando una revolución. Un abogado que había intimidado con la mirada -y también había actuado a favor- a muchos villanos no podía equivocarse en cuanto a la expresión y al lenguaje corporal de un hombre que se defendía con argumentos descarados, adoptando como la mejor defensa posible la agresión, la ironía y el honor herido. Catilina era culpable, Cicerón estaba seguro de ello.