El día de la boda echó un vistazo al cielo para comprobar que no llovería. Le habría sabido mal ensuciarse los zapatos de satén. La vistieron las tías, que parecían las hadas a las que se ha invitado para evitar malos conjuros. Aceptó el carruaje de su madre para ir de casa a la iglesia. Llevaba un velo que le cubría las facciones delicadas, la sonrisa nerviosa. La cola era de seda y se extendía creando la forma de un abanico por el suelo. El rostro, ya pálido por naturaleza, parecía aguado tras la gasa transparente.En otro extremo de la sala de invitados, se sentaba la menguada familia del novio: su padre y un hermano al que le faltaba algún tornillo. Decían que, cuando nació, se le rompió el llanto y desde entonces no dijo palabra. Eso sí, siempre sonreía a diestro y siniestro como si pidiera disculpas por algún motivo secreto. Parecía contento de haber salido del pueblo, puesto que vivía confinado en él desde que nació. Habían tenido que hacer un largo viaje desde Andratx para asistir a la ceremonia. Durante el trayecto, contemplaba el mundo con expresión de sorpresa. El padre miraba a su hijo recién casado y se preguntaba si aquella muchacha con portes de princesa sería una buena esposa. Lo dudaba seriamente, pero Mateo no había querido hacer caso de sus advertencias:
– Tendrías que buscar una mujer algo mayor, hijo, una mujer hecha que no nos trajera complicaciones.
– ¿Qué complicaciones? No sé de qué me hablas. Sofía es la mujer más bella que he visto jamás.
– De la belleza no viviréis. Además, ¿no te parece una chica enfermiza?
– El médico soy yo, padre -la respuesta fue seca y tajante.
– Me disculparás, pero esperaba un casamiento mejor.
– No sé qué esperabas, sinceramente. Es de buena familia, joven y sana. Además, me ha demostrado que me quiere. ¿Sabes que ha hipotecado las tierras de su padre por mí?
– Esperaba que tuviera algo de juicio. Creo que es lo único que le falta. Lo siento, pero es una falta seria.
– No la conoces. Casi no habla, cuando estás tú delante, porque no le inspiras confianza. Es lista: se ha olido que no te gusta.
– Pues acierta. Espero no tener que darte el pésame, en vez de la enhorabuena, por esta boda.Bajo malos auspicios, se celebraron las bodas. La novia era guapa y joven; el novio estaba enamorado. Todos los signos del cielo anunciaban la alegría. Los invitados estaban dispuestos a beber vino para celebrar aquel casamiento. Las tres tías daban saltitos de emoción, porque la sobrina se casaba. Todo el mundo estaba gozoso. Nadie se habría imaginado que el tiempo les sería tan poco amigo. La noche antes de casarse, Sofía comprobó que había luna llena. Se lo dijeron las tres tías, que daban vueltas alrededor de su cama como si fueran abejas que besaran una flor, mientras musitaban medias canciones y soltaban risitas breves como las migajas que deja el pan cortado con prisas, migajas que llevan aún el aroma del horno caliente. La forma en que olían las tres le recordaba aquel otro aroma, el que salía de la cocina cuando horneaban el pan. La novia las miraba desde las sábanas con una sonrisa burlona. Ninguna se había casado y se tenían que conformar robando los sueños de la sobrina. Espiaban los pases de la modista, cuando se probaba el vestido, le bordaban los guantes con lirios de seda blanca, ataban los lazos para los bancos de la iglesia, discutían los nombres de los invitados, situándolos por orden de importancia, según el vínculo de parentesco, o la antigüedad de la relación. Hablaban con palabras que sonaban a repicar de las campanas, a cristales rotos, a envidia una pizca inocente.
Se compraron tocas de colores para ir a la boda: Antonia con un ramo de nardos como un puño, Magdalena con una guirnalda minúscula que parecía de papel y era de terciopelo, Ricarda con un plumón verde que recordaba a las alas de un pájaro. Las tres saltaban a la vez, aplaudían con gestos nerviosos. Vencidas por la ilusión de los últimos preparativos, se les encendía el rostro. Entonces tenían que poner las palmas de las manos en el cristal de una ventana que hubiera retenido el relente de la tarde y extendérselas luego sobre sus caras, para que el fresco calmara el calor.
Reconocían que no habían tenido suerte en el amor, mientras lo imaginaban bajo la forma de un angelito que levantaba un revuelo de plumas, cuando lanzaba las flechas al corazón de los amantes. En las buhardillas de la casa de Llubí, guardaban una serie de novelas rosa que habían ido coleccionando a lo largo de media vida. Pero sus vidas no tuvieron un final de novela rosa. El destino las transformó en solteronas que viven y sienten a través de las existencias de los que aman. Antonia tuvo un pretendiente que le cantaba canciones bajo la ventana, pero lo mataron en el frente durante la guerra. Se pasó la juventud llorándolo. Magdalena cortejó tres veces, pero los hados no quisieron que aquellas historias llegaran a buen puerto. Se ahogaron todas en un charco diminuto antes de atreverse a soñar con el mar. Ricarda había sido mujer de misas y de curas. Estaba enamorada en secreto del cura del pueblo, un hombre alto y delgado que no le prestaba mucha atención. Ella era asidua al confesonario; él entretenía sus horas muertas poniéndole penitencias difíciles de cumplir, ignorando que eran de su gusto, si significaban largos ratos en la iglesia.
La noche antes de casarse, Sofía las vio dar vueltas alrededor del cabezal de su cama. En camisón, le recordaban a las hadas de los cuentos. Ella sería como aquella princesa cuya cuna, al nacer, fue rodeada por las hadas. No estaba la bruja negra. Sólo las figuritas esbeltas, mustios los pechos y la piel de la cara, que se atolondraban en la prisa por aconsejarla bien. Querían decirle que estuviera tranquila, que no se preocupase por el esposo, que si le amaba de veras, la noche de bodas sería como entrar en el paraíso. Lo decía una entre risillas, mientras las otras empezaban a reír y se santiguaban de prisa, no fuera que el párroco pudiera oírlas desde su escondite. Le contaban que los de Andratx habían puesto un pleito al sol, porque, cuando iban a Palma, los deslumbraba de cara, y cuando volvían a la puesta también. Incluso fueron a ver a un abogado para contarle sus litigios con el sol. Hablaban de prisa porque las palabras se pisaban entre ellas. Querían darle consejos, pero no encontraban las frases precisas. Se imaginaban en su lugar, pero no podían comprender que la novia escondiera sus bostezos bajo la almohada. Cuando se durmió, vencida por el cansancio, tuvieron que abandonar aquella carrera circular y retirarse a la habitación que compartían. Allá, esperaron a que amaneciese para arreglarse el peinado.
Se casó en Sa Indioteria. Las campanas repicaban para anunciar la boda. Ellas tuvieron el corazón encogido durante la ceremonia, que no se alargó en exceso. Ricarda no supo evitar imaginarse a su párroco en el pulpito. Las otras suspiraron un instante por los pretendientes que no estaban. Antonia rezó un avemaria por aquel amor joven que murió en la guerra. Magdalena dedicó un pensamiento a cada uno de sus amores perdidos. Mientras tanto, el novio miraba a la novia. Ella tenía los ojos bajos, tras el velo, oculta la mirada de impaciencia, las ganas de amar. Almorzaron en el comedor de La Casa de Albarca, bajo arcadas de piedra. Estaban invitados los vecinos principales del pueblo. La señora de Son Maciá acudió con un presente de ensaimadas. Los señores de Son Nicolau cubrieron el pasillo central de la iglesia de una alfombra de pétalos de rosa. Todos querían dar la bienvenida a los nuevos propietarios de la finca.