Pocas semanas más tarde, la abuela Margarita llamó a los pintores. Les ordenó que pintaran toda la casa de blanco, que le devolvieran el aire limpio. Durante días, la casa olió a pintura. Era un olor intenso que alejaba los malos pensamientos. Hizo limpiar los muebles, encerar las puertas, sacar brillo a la plata. Parecía que lo preparaba todo para una gran fiesta. Se lo dije y su respuesta fue contundente:
– Lo hago por él.
– ¿Qué quieres decir, abuela? No te entiendo.
– Quiero que la casa que ama esté a punto para recibirlo, si desea volver.
– ¿Volver? ¿Has perdido el juicio?
– No sé por qué te extrañan tanto mis palabras, Carlota. Precisamente tú deberías saberlo.
– ¿Qué debo saber?
– Hemos vivido siempre rodeados de fantasmas. Tú misma lo reconocías.
– Los fantasmas de mis madres. Claro.
– Él también estará siempre presente en esta casa. A mí, si debo ser sincera, me costó acostumbrarme a la presencia de dos desconocidas.
– Retiramos los retratos por ti.
– ¿Qué importa? Ellas estaban en su corazón. Lo que significa que la casa estaba llena de ellas. Ahora va a ocurrir lo mismo: él está en nuestro corazón. Por lo tanto, quiero la casa lista para recibirlo.
Le sonreí. Me inspiraba una ternura profunda verla ir de aquí para allá, ocupándose de cada detalle. Ponía flores frescas sobre las cómodas, quitaba las colchas de ganchillo y cubría las camas con colgaduras, limpiaba las piezas de cobre. La miré, menuda, casi transparente. Su actividad me devolvía poco a poco a la vida. Ella parecía cansada. Había sumado las noches de vela al enfermo a aquel movimiento constante, que la entretenía mañana y noche.
Recuerdo especialmente aquella noche. Pensaré siempre en lo que sucedió con una mezcla de sorpresa y gratitud por su generosidad. Aunque no me extrañó -hacía tiempo que conocía su gran corazón-, no me habría pasado por la cabeza que pensara en ello. Yo volvía de la facultad y estaba cansada. Era una tarde de invierno, cuando los días son tan cortos. No había conseguido liberarme del sentimiento de pérdida. Pensaba a menudo en mi abuelo y no conseguía concentrarme en el ritmo de las clases. La tristeza no era una buena compañía. Cuando llegué, estaban las luces encendidas. Desde fuera, las ventanas parecían luciérnagas. Estaba la puerta principal abierta de par en par. Me gustaba aquella sensación de refugio, de volver a casa. La abuela Margarita me esperaba en la entrada. Llevaba un vestido color gris perla que hacía juego con su pelo. Se había peinado con cuidado y tenía el aire irreal de los personajes de los cuentos. Menuda y nerviosa, parecía impaciente por verme. Le dije que no estaba de muy buen humor, que las clases habían sido largas, que no tenía ganas de cenar. Me interrumpió con un gesto y me cogió de la mano. Noté la calidez de su palma. Me llevó a la sala y no supe qué debía decirle. Había perdido las palabras. Los cuadros volvían a estar en su sitio. Después de tantos años, ocupaban la pared principal. La sonrisa de mis madres me acogía de nuevo desde la pieza más importante de la casa. Pensé en el abuelo. Me dije que le habría gustado verlo. La abuela Margarita sonreía a mi lado. Parecía un pájaro.
XXII
Desde que descubrí aquella carta en el desván, mi vida cambió. Hay transformaciones que tardan en manifestarse. Al principio son casi imperceptibles: mutaciones minúsculas de algo que no sabríamos explicar. Lentamente vamos tomando conciencia de ellas. En mi caso el primer síntoma fue la curiosidad. Los papeles que hablaban de tierras lejanas me despertaban las ganas de saber. Debo reconocer que soy de naturaleza viajera. Lo sé, aunque no haya tenido la oportunidad de moverme mucho por el mundo. No he perdido la esperanza y creo que, algún día, haré un largo viaje. Tengo el espíritu inquieto y el deseo de perderme por calles y plazas. A pesar de que me siento muy vinculada a la casa en la que siempre he vivido, quiero salir a recorrer mundo para regresar después, con la mirada abierta a nuevos parajes.
La carta me llenó de curiosidad. La releí muchas veces y habría formulado muchas preguntas al hombre que la había escrito. Le habría pedido que me contara historias sobre la India, que me hablase de la gente que había conocido, del olor de la tierra y del aire. Cuando yo la encontré, habían pasado muchos años desde que fue enviada a Mallorca. El papel estaba amarillento y había polvo entre las hojas. En alguna hoja, el tiempo y la humedad causaron estragos. Aparecían círculos oscuros que dificultaban su lectura. El papel se rompía por los bordes, lo que aumentaba la impresión de fragilicad. Hacía muchos años que el jardinero había retornado de su viaje y vivía en una casa de piedra en el fondo del jardín. No le veía mucho. Estaba demasiado concentrada en los amigos, las clases, mi mundo. Además, era un hombre solitario. No se relacionaba con la gente. Hacía su trabajo con una pulcritud y una dedicación absolutas, ofreciendo lo mejor que poseía, la sabiduría y la experiencia de los años, pero no tenía un carácter abierto.
No fue sólo la carta También él empezó a inspirarme curiosidad. Sin darme cuenta, le convertí en el centro de mi atención. Primero le observé durante mucho tiempo. Esto sucedió cuando el abuelo aún vivía y podía hacerle preguntas. Me decía que trabajaba en la casa desde que era un adolescente y que, a pesar de la proximidad que dan los años, apenas le conocía. Lo definía como un hombre correcto y respetuoso, eficiente en el trabajo, que dedicaba muchas horas a la lectura y que había ido reuniendo una buena biblioteca. Lo sabía porque era la única cosa que explicaba con orgullo. Incluso un día había tenido el gesto, impensable en otras circunstancias, de mostrarle su tesoro de libros. El abuelo me contó que, a pesar de su carácter arisco, siempre le había parecido de una peculiar sensibilidad. Nunca había tenida problemas con las personas que le rodeaban. Sabía rehurlos con suficiente habilidad para no ofender a nadie. Si le pedían un favor, respondía de una manera afable. Si podía resolver un problema, lo hacía generosamente. Desde la distancia que él mismo imponía, la gente le respetaba.
Le observé. Había activado la capacidad de imaginar vidas, de recomponer historias. Durante años había dispuesto de un material de primera mano al que apenas dediqué atención. No lo podía dejar pasar de largo. Ramón se acercaría a los sesenta. Era alto y tenía el cuerpo musculoso de los que han realizado un trabajo físico. El pelo le blanqueaba y se le marcaban las facciones. En las manos llevaba dibujado el jardín. Eran las manos rudas de quien había vivido en contacto con la tierra, trabajando las semillas y haciéndolas crecer. A la vez, tenía los dedos delgados y largos, acostumbrados a volver las páginas de un libro. Llevaba ropa amplia, camisas de cuadros pequeños, pantalones de pana, zapatos de suela gruesa. No andaba muy de prisa. Me imaginé que aquella lentitud la había aprendido de sus años en la India. Cuando hablaba con alguien, movía las manos. Los gestos mesurados acompañaban la oscilación de las palabras. Me di cuenta de ello, mientras le observaba de lejos. A veces, sus manos dibujaban pequeños gestos. Era como si quisieran explicar la pequenez del mundo. En otras ocasiones, trazaban movimientos amplios. Entonces yo pensaba que intentaban medir la inmensidad. Me acostumbré a seguir sus pasos, sin que él se diera cuenta. No quería interponerme en su vida, sólo contemplarla desde fuera.
Me habría gustado que me contase la historia de la casa. Él tenía que conocerla muy bien, después de haber vivido en ella tantos años. Habría conocido a mi abuela y a mi madre. Quizá no tuvo mucha relación con ellas, teniendo en cuenta que era un hombre poco comunicativo. Tal vez aún se acordaba, y me podría hablar de ellas. Me conformaba con bien poco. Me bastaban los recuerdos que los demás quisieran compartir conmigo. Como no las había conocido, descubrir un matiz nuevo me parecía un gran hallazgo. No me atreví a pedirle que hablase de ellas. Durante meses no tuvimos conversación alguna. Él iba a su aire; yo le observaba de lejos. Era una relación extraña, porque sólo existía en mí, pero no me molestaba que fuese así. Me acostumbré a parcelar mi vida: tenía mi mundo fuera de la casa, los compañeros de clase, las horas en la biblioteca o en un bar, las amigas de siempre. Tenía también aquella existencia recluida en una casa y un jardín, con aquel hombre que actuaba como si yo no estuviese. Cada una de las dos partes en las que se dividía mi existencia era atractiva. Poco a poco, sin embargo, la segunda fue ganando terreno a la primera. No lo podía evitar, ya que no se trataba de una cuestión de voluntad. La curiosidad iba creciendo, a medida que pasaban las semanas. No tenía nada que ver con el cotilleo, ni había sombra de mala fe, sino muchas ganas de conocerle. La carta había constituido un revulsivo que él mismo hizo crecer, sin darse cuenta.