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Me fijé en que, cuando andaba, inclinaba un poco los hombros. Agachaba mucho la cabeza, pero con el gesto de mirar al suelo. No era una actitud de modestia ni de falsa humildad. Lo interpreté como un cierto desinterés por las cosas que sucedían a su alrededor. Iba a su aire, concentrado en lo que tenía que hacer, alejado del mundo. Su actitud ausente me fascinaba. No veía en ello simplemente el reflejo de un carácter distraído, sino una historia que se escondía detrás. La gente a la que había conocido no se abstraía del exterior de una forma tan absoluta. Era necesario el contacto con la realidad, la percepción de lo que sucedía cerca. Él prescindía del entorno con una aparente indiferencia. No había grietas en su coraza. Estaba forjada de una sola pieza, sin puntos débiles por donde aproximarse. Un día hablé de ello con la abuela Margarita. Pensé que tenía que medir bien mis palabras, para que no se sorprendiese si me refería a él. Pero aquella mujer no se sorprendía de nada. Le dije:

– ¿Qué te parece nuestro jardinero? Es un personaje muy curioso.

– Tiene toda mi confianza y ya tenía la de tu abuelo. Es un hombre como Dios manda.

– Apenas sabemos algo de él. A veces, me da un poco de miedo su aspecto.

– ¿Su aspecto? No sé por qué.

– No es, que digamos, un jardinero convencional…

– Eso no -se rió-. Si vieras la biblioteca que ha ido reuniendo con los años, te quedarías boquiabierta. Me lo contó tu abuelo, que la conocía. Sé que vivió algunos años en la India y que después decidió volver.

– Pues no sabes mucho. El abuelo ya me lo contó. ¿Sabes si conoció a mi madre?

– Naturalmente. Es lo suficiente mayor para haberla conocido. Creo que eran amigos. Además, también debió de conocer a tu abuela. Él sería un jovencito, cuando ella vino a vivir a esta casa.

– ¿Amigo de mi madre? ¿A qué te refieres?

– A nada en concreto. No sé los detalles, ya que tu abuelo nunca quiso hablar de ello. Creo que se conocían. En todo caso, debían de tener una buena relación.

– ¿Cómo puedes estar tan segura?

– Él estaba a su lado, cuando murió.

– ¿En el faro de Formentor?

– Sí.

Me quedé muda. Aquella conversación sólo sirvió para avivar mi curiosidad. Había oído hablar de la muerte de mi madre. Era un relato duro y terrible, que me había llegado en versiones diferentes, según el narrador que lo contara. Sabía que había ido a Formentor con un grupo de amigos. Me dijeron que había una gran tormenta y que se la llevó el viento. Cayó por los acantilados. Ignoraba que Ramón estuviera allí. Nunca conseguí saber sus identidades. Tampoco me había interesado en exceso. Consideraba que era un detalle anecdótico. Ahora ya no me lo parecía. Cuando conseguí rehacerme de la sorpresa, insistí:

– ¿Cómo podía estar presente Ramón?, no lo entiendo.

– Han pasado muchos años, hija. Seguro que él debía de ser otro hombre. Un hombre que formaba parte de la casa, un hombre de confianza de la familia. Los años lo han vuelto arisco y lejano. Entonces todo sería diferente. Además, tu madre era una muchacha encantadora. Tenía un carácter abierto y decidido. Muy parecido al tuyo, por cierto.

– No le veo ningún sentido. ¿Irse de excursión con el jardinero de la casa? Sinceramente, no lo comprendo.

– Ni falta que hace. Ya te he dicho que iban un grupo de gente. Ahora no me acuerdo del nombre de los demás. De todas formas, hay cosas que es mejor no obsesionarse en descifrar. El tiempo o la vida misma se encargan de ello. Lo aprendí hace mucho.

– Creo que, a veces, debemos poner algo de nuestra parte. Tenemos que ayudar al tiempo y a la vida. No nos podemos quedar quietos y esperando.

– Tienes la impaciencia de la juventud. Es inevitable. Todos hemos tenido esta curiosidad que no nos deja seguir el curso natural de lo que sucede.

– No es simple curiosidad. Te recuerdo que estamos hablando de la muerte de mi madre. Me gustaría saber los detalles. Nunca conseguí que el abuelo me los contara.

– Es natural. Para él fue muy doloroso. Ya había perdido a tu abuela en plena juventud. A la misma edad, muere su hija. Se le cayó el mundo encima.

– Sí, vivía con añoranza.

– Tuve que acostumbrarme. En el fondo, no me resultaba nada difícil entenderle. Sólo tenía que imaginarme lo que habría supuesto para mí perderlo a él. Antes sólo lo imaginaba. Ahora ya lo sé.

– Yo no tuve la oportunidad de añorar a mi madre. Al menos, a una madre real. Tenía que inventarla.

– Fue difícil para los dos: para él y para ti.

– No podía entender que nunca me hablase de ella. Como si fuese su secreto. Siempre me he hecho preguntas.

A partir de aquella conversación mi grado de curiosidad aumentó. El interés se había convertido en una quimera obsesiva, enfermiza, que no me abandonaba. Es difícil explicar cómo te sientes cuando un único pensamiento se fija en tu cerebro. Tienes la sensación de que lo ocupa por entero y que no queda espacio para otras ideas. Todo lo que antes me llenaba de curiosidad o de preocupación fue perdiendo importancia. Me costaba seguir el hilo de las clases de la facultad. En un instante, mi cabeza volaba y perdía el ritmo de la lección. Había enormes espacios en blanco en mi cuaderno de apuntes. Tampoco obtenía mejores resultados en las conversaciones con mis amigos. Pronto se dieron cuenta de que, a pesar de que me esforzaba en aparentar que escuchaba, estaba muy lejos de lo que me contaban. No había ningún interés por mi parte. Constantemente pensaba en Ramón. No sólo me preocupaba el pasado, cuestiones como qué papel había tenido en la vida de mi madre, sino el presente. A media mañana, me preguntaba qué estaría haciendo. Miraba a través de la ventana, en el aula, mientras me imaginaba el jardín. Entonces habría querido saber si se había percatado de mi existencia. Intuía que la respuesta sería negativa. Él vivía a su aire, sin preocuparse mucho de lo que sucedía a su alrededor.

En aquella época nos comunicaron que la tía del pueblo estaba enferma. Tía Ricarda llevaba tiempo delicada de salud. Era muy mayor y ya no nos visitaba. Vivía retirada del mundo, con sus manías, como un pajarillo que no se atreve a abandonar su nido. No había superado todavía la muerte de tía Antonia, acaecida inesperadamente el último invierno. Ni aun la de tía Magdalena, que se fue después de una larga enfermedad que duró dos primaveras. De pequeña, había tenido mucha relación con ellas. Mecieron mis juegos infantiles, acompañaron mis primeros años de vida, cuando la ausencia de mi madre era un vacío demasiado grande. La mala salud y los avatares de la existencia fueron espaciando sus visitas, hasta que no pudieron volver. Sufrían un cúmulo de enfermedades. Se repartían, según el humor y la temporada, los ataques de migraña y de reuma, las taquicardias y las cataratas. Cuando era una adolescente, me gustaba ir al pueblo a visitarlas. Aunque casi no pudieran moverse, se alegraban mucho cuando me veían llegar. Cada una me había contado los sufrimientos de su vida como si fueran un secreto inconfesado. Con el rostro colorado -parecían jovencitas confesando males de amor-, me hablaban del novio muerto en la guerra, de los tres pretendientes que desaparecieron por arte de magia, del cura del pueblo, que vivía retirado en la aldea donde nació. Narraron para mí las historias que habían llegado a emocionarlas, que les llenaron las horas, que les regalaron ratos felices.