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Las tías también me hablaron de Sofía y de Elisa. Lo hacían a menudo y, aunque me gustaba escucharlas, intuía que sus relatos mezclaban la realidad con la ficción. A veces, era como si aún estuvieran vivas. Se referían a ellas en un tono de proximidad cotidiana, que me desconcertaba. Me preguntaban, por ejemplo, si a Sofía, la confitura le había salido buena. Se interesaban por el menú que había programado para las fiestas de Navidad. Querían saber detalles sobre el vestido que llevaba Elisa en determinada celebración. Se extrañaban de que yo llegara sola y me preguntaban si mis madres tenían problemas de salud. Nunca intenté contradecirlas. ¿De qué habría servido que me hubiera esforzado en que recordaran las muertes de ambas? ¿Qué sentido tenía devolverlas a una realidad que ellas mismas habían aprendido a negar? Curiosamente, no me costó acostumbrarme. Hallaba un placer cada vez mayor, cuando mantenía la ficción. Representaban mi paréntesis de mentira grata y consoladora. Se referían a situaciones que eran falsas, pero que me confortaban. Yo también habría querido eludir la evidencia, pero no me era posible. A su lado, jugaba a convertir el deseo en realidad. Con una sonrisa en los labios, les seguía la conversación. Me inventaba detalles sobre comidas que no habían existido, confituras espléndidas, músicas de piano y vestidos nuevos. Durante un rato, me imaginaba en la piel de Sofía o de Elisa. Ellas estaban contentas y yo también.

Cuando nos avisaron de que tía Ricarda estaba muy grave, yo llevaba tiempo sin haberla visitado. Los años me habían alejado de aquel paraíso infantil. De vez en cuando, las llamaba. Durante los últimos años, sus voces me llegaban debilitadas a través del hilo telefónico. Aun así, podía distinguirlas sin dificultad. Siempre me decían lo mismo. Me preguntaban cuándo iría al pueblo, cómo estaban mis madres, si me había comprometido. Les respondía con evasivas y ni se daban cuenta. El tiempo prácticamente había anulado su capacidad de discernimiento. Aquel día, la abuela Margarita esperaba que volviese de clase para darme la noticia. Reaccioné con sorpresa:

– ¿Muy enferma?

– Sí, parece que es grave.

– Pero aún no se ha muerto.

– Tendríamos que ir.

– Cuéntame qué le ocurre.

– Ya sabes que apenas sale de casa. Tiene dificultades para andar, pero se empeñó en ir hasta la ermita del pueblo.

– ¿A la ermita? Llevaría años sin ir.

– Le invadió la añoranza de repente. No hablaba de otra cosa.

– ¿Quién la acompañó?

– Una vecina que la conoce de toda la vida. Debió de insistir tanto que la mujer quiso cumplir su deseo. Cuenta que fue un calvario bajarla del coche. Cuando consiguió sentarla en un banco, cerca de la iglesia, empezó a llover.

– ¿A llover?

– Nada, cuatro gotas. Una llovizna que la asustó de veras.

– La lluvia la puso enferma.

– El médico ha diagnosticado pulmonía. Dice que no vivirá mucho.

– Lo siento mucho, de verdad. Últimamente se sentiría abandonada. No la he llamado apenas.

– Perdía la cabeza. ¿Cómo iba a imaginárselo?

– Sí, claro.

– Tendríamos que ir.

Cuando llegamos al pueblo, ya había muerto. No pude decirle adiós. Tampoco pude decirle que Sofía, mi abuela, le mandaba un tarro de confitura de ciruela que, aquel año, había salido deliciosa. No tuve tiempo de explicarle que Elisa, mi madre, acababa una colcha que se la enviaría para el invierno. Era una colcha de lana con unos dibujos de flores muy pequeñas. Me habría gustado que supiese que le mandaban muchos abrazos, que la añoraban, que me habían asegurado que harían lo posible para visitarla muy pronto.

Había sido mi tiempo de pérdidas. Debe haber un tiempo para encontrar y un tiempo para perder. Lo comprendí con un cierto pesar, mientras pensaba que, con la desaparición del abuelo y de las tías, los nexos con el pasado ya no eran reales. No se podían concretar en unos rostros que estuviesen cerca para recordármelo. Las raíces se convertían en una sensación que no era posible precisar. Un sentimiento que sólo permanecía en mí, que no tenía otros referentes que estas cuatro cosas: una casa y un jardín, la abuela Margarita, los recuerdos. Había acumulado las imágenes que me acompañarían siempre. No sabía si el tiempo se ocuparía de distorsionarlas, si les cambiaría la forma. Lo único importante era que había aprendido a guardarlas como si fuesen un tesoro. Los fantasmas de todos mis muertos tenían espacio suficiente para moverse, un caserón de paredes gruesas y el pensamiento de una mujer que era yo. Me agradaba saberlo. Era grato ser consciente de que las pérdidas eran tan sólo aparentes. Mis madres se alegrarían. No volverían a estar solas entre salas y habitaciones. La presencia del abuelo se volvía a notar en la casa. La podía captar en el aire, notarla en el ambiente. Las tres tías, seguramente más discretas, todavía no habían hecho su aparición. Estaba segura de que también conseguiría dar con ellas. Me saldrían al encuentro desde el desván, encogiendo la nariz porque les molestaba el polvo. Estarían bajo los porches del jardín, sofocadas a causa del calor. Me sonreirían desde la cocina, mientras vigilaban los fogones. Sólo había de tener paciencia y esperarlas. Dejar que el tiempo las devolviera por otros caminos. Entretanto, no se lo contaría a nadie. Guardaría el secreto, porque hay sentimientos que es mejor no compartir. Nos ayudan a vivir, y a los demás, ¿qué les importan nuestras quimeras?

Recorrimos el camino de vuelta en silencio. Yo conducía y era de noche. Los faros del coche iluminaban una distancia corta de carretera. La abuela Margarita, sentada a mi lado, no decía nada. Se limitaba a hacerme aquella compañía callada que tan bien conocía. Habría querido agradecérselo, pero no encontré las palabras. Quizá no eran necesarias. Tenía bastante con la sensación cálida que sentía cuando estaba cerca. Conduje sin prisas, hacia casa. De noche, apenas había tráfico. La circulación era fluida. Cuando entramos en la autopista, me relajé. El pensamiento se perdió y voló muy alto, más allá del cemento y de las nubes. Pensé que no debía perder el tiempo que se había escapado entre las manos de los que amaba, porque aún era mi cómplice. Me sabía joven y me sentía fuerte, pero no sabía hasta cuándo podría durar la vida. Mis madres murieron en plena juventud, cuando nadie lo esperaba. Una persona no puede predecir el espacio de existencia que aún le queda por saborear. Es una cuestión de los hados, que son caprichosos. Nos sorprenden cuando menos lo imaginamos. Nos reservan épocas felices, días de dudas, las angustias y los miedos. Decidí no continuar planteándome preguntas. Tenía que buscar las respuestas a mis inquietudes por otros lugares. No estaban en mí. Ni siquiera en la gente que me rodeaba. Debía buscarlas en una casa de piedra que estaba al fondo del jardín. Tenía un farol en la puerta que se encendía por las noches y formaba un círculo de luz. En ella vivía un jardinero.

XXIII

Fui a verle aquella misma noche. Cuando llegamos del pueblo, la abuela Margarita parecía cansada. Le dije que fuera a reposar. Tenía el rostro algo trastornado. Era la alteración que sufre la gente mayor cuando se encuentra con la muerte de otros y se huele la suya. Aunque nunca me había hablado de ello, sabía que le impresionaban los entierros y las ceremonias fúnebres: había hecho un esfuerzo acompañándome a Llubí en mi último encuentro con el pasado. Como era la discreción personificada, no me hizo comentario alguno. No me dijo hasta qué punto le había resultado difícil. Yo le agradecía aquella ayuda sin reproches que le caracterizaba. Era una mujer generosa, que me acompañaba en los momentos duros. Ahora, sin embargo, no la necesitaba. Habría sido un obstáculo en el camino, si se hubiese empeñado en seguir a mi lado. No tuve que insistir, ya que tenía un sentido de la discreción que me asombraba. Sería la reina de las intuiciones, porque adivinaba cuándo tenía que retirarse y cuándo era imprescindible su presencia. Creo que nunca he llegado a valorar eso como merece.