Con el rostro pálido por la proximidad de la muerte, se fue a su habitación. Me deseó buenas noches, y no había dudas ni sospechas en la voz que me hablaba. Desprendía el afecto de siempre, una ternura que no resultaba nada incómoda, porque se manifestaba con la dosis exacta de prudencia, y una tranquilidad de espíritu que le envidié. Me habría gustado compartir aquella paz interior, ser partícipe de ella. Llevaba semanas alterada y nerviosa. Concentrado el pensamiento en la figura del jardinero de la casa, llena de preguntas e interrogantes, notaba que se había producido en mí una transformación. La Carlota de antes, que estaba distraída en mil pequeñeces, vivía con una única obsesión.
Sin los cuadros de mis madres en la pared, mi dormitorio parecía más amplio. Ellas habían llenado la habitación. Su presencia ocupaba todo el espacio. Desde que no estaban, tenía momentos de añoranza, momentos en los que miraba la pared vacía y pensaba en ellas. Pero la mayoría de los días me sentía cómoda. Era agradable la sensación de haber recuperado por completo mis propios dominios, lejos de interferencias y de distracciones. Aquella noche abrí las puertas del armario. Tenía que adentrarme en él y explorar sus profundidades. Quería una ropa diferente para mi encuentro con Ramón, para la visita que no seguiría aplazando. La ropa que colgaba no era de una gran diversidad: pantalones vaqueros, camisetas y jerséis, alguna falda larga. Ninguna de aquellas piezas era lo que yo buscaba. Encontré un vestido de color verde que me hizo dudar. Tenía la falda demasiado ancha y el escote pronunciado. Lo descarté. Había otro de una tonalidad violeta, poco favorecedora para mi piel. Lo había llevado en una sola ocasión, para la boda de una amiga, y no me lo volví a poner más. Lo retiré sin dudarlo apenas. Por último, vi aquel vestido negro, de líneas simples, que me marcaba la cintura. El escote dejaba descubierto el cuello y el inicio de los hombros. Era muy sencillo, pero la tela conservaba la suavidad del primer día. Me lo probé. Se adaptó perfectamente a mis movimientos y a mi figura. Me pareció, además, una mezcla de sobriedad y provocación.
Decidida, di dos pasos hacia la puerta. Antes de salir, dudé. ¿Adonde iba? ¿Qué sentido tenía presentarme en casa de un desconocido casi a medianoche? Probablemente pensaría que estaba loca. Una pobre mujer que ha perdido el juicio y aparece para reclamar antiguas historias. Historias que el tiempo ha convertido en nada, en un poco de ceniza. Hice un intento de construir un discurso lógico o, al menos, un inicio de discurso. Pensaba decirle que no pretendía molestarle ni hacer revivir viejos fantasmas. Sólo buscaba que me explicase qué había sucedido. ¿Cómo conoció a mi madre? ¿Por qué extraños caminos le había tocado acompañarla en la hora de la muerte? ¿Por qué en el faro de Formentor? ¿Por qué fueron allí?
Salí al jardín y me pareció que había realizado una proeza. No había nadie, a aquella hora. Cerré despacio la puerta tras de mí. Hacía frío y pensé que tendría que haberme abrigado, pero mi percepción del frío no me parecía real. Mi realidad era la prisa, una inquietud en el estómago, un cierto miedo. Anduve por el sendero que cruza el jardín de un extremo a otro. Los árboles eran sombras gigantescas delante de mí. No había apenas luz que guiase mis pasos. A una distancia cada vez más corta, el farol de la casa de Ramón. Era un círculo de luz que se esparcía por un trozo de jardín. No recuerdo bien cómo llegué. Me dominaba la sensación de vivir una mentira. Nada de aquello podía ser realidad. A la vez, tenía los sentidos a punto, agudizada mi capacidad para percibirlo todo. No me hice más preguntas. Los interrogantes habían quedado en un rincón de mi mente. No dormían, sólo esperaban la ocasión de volver a aparecer. De momento, me dejaban proseguir. No interceptaban el curso de los acontecimientos. Sabía que no debía culpar a las circunstancias. Era una voluntad libre que me empujaba por las sendas de la memoria. Pensé que Elisa, mi madre, quizá también había seguido aquella misma ruta. De una casa a la otra, amparada por la oscuridad. Quién sabía cuándo o cómo. Los muertos no dejan pistas; los vivos debemos buscarlas.
Llamé tres veces. El timbre resonó en el silencio y me recordó al silbido de un tren que llega. Era una incongruencia, porque yo no tenía la sensación de llegar a ninguna parte. Si acaso, mi visita era un punto de partida hacia no sabía dónde. A través de la ventana, vi luz en el interior de la casa. Era una luz débil, que aumentó al llamar yo a la puerta. Después, el eco de unos pasos que se acercaban. Ramón me abrió. En sus ojos no había rastro de sueño. Daba la impresión de que había interrumpido algo, como si le hubieran obligado a retornar de repente. Me lo imaginé leyendo en una butaca, echado, el libro entre las manos, la atención concentrada. Tenía un aire de ausencia que me enterneció, aunque no habría sabido adivinar la causa.
Llevaba una camisa de hilo, deshilachada en las mangas por el uso, unos pantalones anchos. En las manos, el volumen que estaba leyendo. No había sabido dónde dejarlo, quizá demasiado sorprendido por mi presencia a destiempo. Cuando me vio en el dintel, realizó un esfuerzo por situarme en el mapa de los vivos y no lo consiguió. Se quedó quieto, con la mirada fija en mis ojos, sin decir palabra. Lo miré como si recuperase a alguien, después de mucho tiempo. Era la impresión que tenía: aquel hombre y yo teníamos muchas palabras pendientes. La vida no nos había dado ocasión de pronunciarlas, pero yo me había avanzado a la vida misma. A pesar de mi carácter decidido, era la primera vez que me atrevía a dar un paso así. Aun con el nerviosismo, una idea me pasó por la cabeza. Pensé que no podía ser un error. Había dedicado demasiados esfuerzos a ello para que el resultado fuese un desacierto. Estaba delante de mí, con sus piernas y sus brazos largos, los hombros con la inclinación que le conocía, el pelo con canas. Suponía un misterio por descubrir, muchos interrogantes por resolver. No podía reflexionar. Me dejaba llevar por la sensación de tenerlo muy cerca. Permanecimos en silencio un buen rato, uno frente al otro. Era una situación inusual, pero no resultaba incómoda. En ningún momento sentí que mi presencia le estorbase. Se había quedado mudo, de pie ante la puerta. Sabía que yo tenía que decir algo, explicar por qué había ido, pero también callaba. La actitud de Ramón no me invitaba a decir nada. No hizo un solo gesto de interrogación o de sorpresa. Como no era lo que yo había esperado, aquella actitud me dejaba aún más confusa. Sentí que se me nublaba el cerebro y se me anudaba el estómago. Ambas sensaciones me dejaban sin capacidad de reacción. Anulaban mis defensas, mi energía.
Pasó un tiempo que no habría sabido calcular. Había perdido la noción, aunque se me hizo muy largo. Nos iluminaban el farol y la luna. No obstante, éramos dos figuras indecisas frente a la puerta. Dos perfiles desdibujados; también dos voluntades desdibujadas. Casi sin darme cuenta, fueron surgiendo las primeras palabras. En un titubeo vacilante, dije: