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– Buenas noches, Ramón.

Me respondió brevemente, pero le oí muy bien. No se trataba de que la imaginación me jugara una mala pasada, sino de la realidad de unas palabras que me impresionaron. Me dijo:

– Buenas noches, Elisa.

Habría querido corregirlo. Explicarle que Elisa no lo podía visitar de noche, porque estaba muerta, pero no llegué a tiempo. Noté sus brazos alrededor de mi cintura. Me abrazaba y yo no podía oponerme. Quizá tampoco quería oponerme. Sólo deseaba esconderme en el espacio que me ofrecía aquel cuerpo, buscar refugio en él. Me levantó del suelo y yo era una figura sin voluntad ni fuerzas. Entramos en la casa de piedra. Entonces todo sucedió como en un sueño.

Había una alfombra que cubría el suelo de la sala. Sus colores estaban desteñidos, pero transmitía una sensación de calidez. Nos tumbamos. El uno junto al otro, quietos, permanecimos inmóviles. Poco a poco, Ramón me besó. Tuve la impresión de que sus labios iban a romperse. Temblaban cuando se posaban en los míos. Era un estremecimiento suave, que no duraba mucho. Me fundí en aquel beso. Percibía todo el cuerpo concentrado en mi boca, como si yo no existiese más allá. Mi capacidad de percibir sensaciones se había intensificado en un punto concreto. Notaba el gusto de su boca. Era una mezcla de sabores diferentes que me entretenía en distinguir: sabor a limón y a sal, sabor a olor de hierba. La hierba del jardín, cuando caía la lluvia, se parecería al rastro de saliva que se mezclaba con la mía. Nunca había besado con todo el tacto en los labios. Los besos que no me habían robado el corazón desfilaron en un momento por mi mente. Los había habido insípidos, aburridos, tristes. Sólo había saboreado chispas de deseo, que se diluían al tocar fondo. La lengua de Ramón recorría mis labios y se adentraba en mi boca convirtiéndola en una gruta mágica, donde reposaban los mejores recuerdos.

Le desabroché los botones de la camisa. Él me quitó el vestido, que voló lejos. Fue a parar a la alfombra, como un charco negro. Nos abrazamos y deseé fundirme con él. Era una sensación de urgencia que aceleraba mis movimientos. Había falta de sincronía entre los dos. Ramón se movía con una lentitud que no admitía prisas. Yo no sabía contener mis ganas. Lentamente me adapté a un ritmo que prolongaba el placer. Mi cuerpo lo acogía con sencillez. Tenía la impresión de que lo había esperado desde siempre. Concertados los ritmos, no era difícil acoplar los gestos. Me abrí entera para que entrase dentro de mí. Entonces le retuve en un instante de quietud. Formábamos una materia única, un solo cuerpo. Se esfumaron las prisas y quise detener aquel momento. Tenía que percibirlo con toda su intensidad, para que me acompañara luego.

Me besó el cuello y se perdió por los huesos que marcan el comienzo de los hombros. Tenía la piel de las manos áspera, pero era una dureza grata. Notaba sus aristas en el nacimiento de los pechos, en los pezones, en los muslos. Cuando nos acoplamos, todo mi cuerpo se curvó. Me recordaba al arco de un violín. Me había olvidado de la impaciencia. Yo era de fuego y las llamas esparcían un ardor amigo. Recorrían mi espalda, se instalaban en mi vientre, en mi entrepierna. Los movimientos de Ramón me invitaban a seguirlo por caminos desconocidos. Volvió a murmurar el nombre que no habría querido oír:

– Elisa.

No decía nada más. Tan sólo aquel nombre cual un conjuro. Se le escapaba de los labios poco a poco y me sonaba distinto. Era como si nunca lo hubiese oído pronunciar a nadie, como si yo misma lo descubriera por primera vez. Me desconcertaba y me daba miedo. Era incapaz de reaccionar para corregirlo. En el fondo, qué importaba. Todo lo que me había obsesionado se convertía en los restos de agua que quedan en la ventana, tras la madrugada. El agua que se evapora con el sol, que todo lo calienta. Él era el sol; las inquietudes eran las gotas que desaparecen. Sabía que vivía un paréntesis: un espacio de tiempo en el que las dudas se adormecían. No me pregunté si volverían a abrir los ojos, a perseguirme.

Una ola de calidez y de vértigo me invadió. Sentía el cuerpo despierto, a punto de capturar la explosión de gozo. Me concentré en ello, como me había concentrado antes en los labios. Círculos de aquel pequeño fuego se dibujaban en mi piel. Ramón se movía dentro de mí con la habilidad del buzo que nada en el mar. Eran movimientos rítmicos, acompasados. El placer me invadió de pronto y fue creciendo, hasta que toda yo era placer. Él también vino conmigo: fuimos la espuma y la ola que rompen en el arrecife. Volvió a besarme. Había una ternura extraña, en aquel beso. Yo me sentía como si hubiera tocado el cielo con un dedo; él parecía haber recuperado un paraíso perdido.

A partir de aquella noche, le seguí visitando durante muchas otras noches. No se convirtió en una costumbre, sino en una necesidad. Me urgía recorrer la distancia de jardín que nos separaba. Esperaba con afán que pasasen las horas, que llegara la noche. A la hora de cenar, la abuela Margarita me notaba distraída. Se daba cuenta de que tenía el pensamiento en otra parte. Veía el aire de ausencia que había en mi rostro, cada vez que me hacía una pregunta o un comentario. Me costaba centrarme en lo que decía, escucharla. Advertiría un cambio en mi actitud. Se extrañaba cuando me veía llegar cargada de bolsas, porque había decidido renovar el vestuario. Yo nunca había sido una persona muy preocupada por la ropa. De repente, empecé a comprarme vestidos seductores. Llenaba la habitación de faldas vaporosas, de blusas de tejidos delicados, de zapatos de tacón. En una visita a la peluquería, me ricé el pelo. Lo llevaba recogido bajo la nuca, con unos mechones sueltos, rizos que se escapaban a su aire. Me maquillaba poco, pero me gustaba perfilarme la línea de los ojos, el contorno de los labios. No abandoné los estudios, aunque los llevaba con una desidia que no era propia de mi carácter. A medida que Ramón tomaba protagonismo, todo el resto quedaba reducido a casi nada.

Pasaron las semanas. Eran tiempos de impaciencia. Nohabía espacios para otras historias: sólo aquel hombre abrazándome, al caer la tarde. Los compañeros de la facultad, los amigos de siempre, se convirtieron en presencias diminutas que no me alteraban en absoluto. Era como si no existiesen. Podía pasar muchos días sin apenas hablar con ellos. Fui espaciando, sin darme cuenta, las llamadas, los encuentros. Una enorme pereza me ganaba por entero, cada vez que debía encontrarme con alguien. Me inventaba excusas en el último segundo. Les decía que tenía trabajo, que tenía que hacer un encargo, que me sentía mal. Insistieron en muchas ocasiones, pero yo siempre tenía alguna justificación a punto. Aprendí a modular la voz para hacer más creíbles mis palabras. Dejaron de llamarme. Ya no me invitaban a las juergas que montaban, lo que para mí suponía un descanso. Por fin, no debía continuar inventando mentiras. Podía respirar tranquila, refugiarme en mi casa, y esperar a que oscureciera.

Una noche, mientras cenábamos, la abuela me habló de aquellos cambios:

– Te veo la mirada perdida, Carlota. Tengo la sensación de que estás ausente.

– Mi vida ha cambiado. Será una cuestión de prioridades, pero las cosas que antes me importaban ahora son insignificantes.

– Cuando esto sucede es porque otra cosa ocupa su lugar.

– Será lo que tú dices. -Me costaba dar explicaciones sobre el estado de confusión mental en el que vivía.

– Anoche te vi salir al jardín.

– A veces, no me puedo dormir y salgo a dar una vuelta. El jardín es un buen lugar.

– Ibas vestida de fiesta. Caminabas de prisa, inquieta.

– No lo recuerdo, abuela.

– Me pareció que ibas a una cita.

– ¿A una cita? No seas ridicula. ¿Con quién iba a encontrarme, de noche?

– He pensado en ello. Llevo muchas noches pensando en ello.

– No me alegra estorbarte el sueño con manías extrañas. Ya te he dicho que me gusta dar una vuelta, antes de ir a la cama.