Subí a mi habitación. Delante del armario, dudé. Miraba su interior con sorpresa. Colgaban los vestidos, uno junto al otro. Algunos aún llevaban las etiquetas de la tienda donde los había comprado. Di un vistazo, un rápido recorrido que sólo me sirvió para constatar lo que intuía: eran disfraces. Había comprado aquella ropa para parecerme a Elisa. Quería parecerme a ella para gustar a Ramón. La verdad era así de sencilla, pero me hacía sentir muy poca cosa. ¿Cómo había sido capaz de transformarme de aquella manera? Había perdido el tiempo tras un hombre que también supo disfrazarse. Me escondió una verdad que no era capaz de reconocer. Llené algunas bolsas con la ropa del armario. La doblaba con cuidado y la colocaba en un montón. Me desprendía de ella con una impresión de ligereza, como si me quitase de encima un peso inmenso. Volví a dejar los vestidos de antes. Las piezas que formaban parte de la vida de una Carlota casi olvidada.
Me miré en el espejo. Llevaba el pelo rizado. No era el peinado de siempre, cuando la cabellera me caía en cascada por encima de los hombros. Olas suaves que desaparecían si movía la cabeza. Aquello también formaba parte de la metamorfosis. Lo llevaba recogido atrás, como ella en el cuadro. Se escapaban algunos mechones que significaron su revuelta, pero no la mía. Había vivido una situación extraña: me había adentrado en ella sin quererlo, cuando lo que deseaba era complacer a un hombre. Pasé un cepillo que alisaba los rizos y les devolvía un aspecto similar al que tuvieron. A medida que iba cumpliendo los pasos que me alejaban de la imagen de Elisa y me hacían recobrar la mía, respiraba más tranquila. Me sentía como si aprendiese a recuperarme. Volvía a recobrar el aspecto que me permitía reconocerme delante de un espejo, pero yo ya no era la misma. Había vivido un proceso irreversible que me costaba aceptar. Las dudas aún estaban ahí, aunque las prefería a la certeza que había empezado a intuir.
Pasaron tres días con sus noches. Transcurrieron el uno tras el otro, en una carrera silenciosa. Todo se volvía lento. Cada minuto tenía una forma propia. Me encerré en mi habitación. Era la misma que ocupó Sofía, con la cama de dosel y la cómoda antigua. El armario tenía un espejo. La abuela Margarita no entendía nada de lo que me sucedía. Se sentaba en la cama y me preguntaba si estaba enferma, si estaba triste. Yo no sabía qué debía responderle, ya que todo era cierto y todo era mentira. Era incierto el mundo y eran inciertas sus historias. Al fin, me atreví a preguntarle:
– ¿Te acuerdas de la muerte de mi madre?
– Claro. Entonces yo sólo era una vecina. Apenas conocía a tu abuelo, pero me enteré de la noticia.
– La gente hablaría de ello.
– Sí. Cuando alguien muere muy joven, la gente habla. No se puede evitar.
– ¿Qué decían?
– Déjalo estar, querida; contaban mil historias. Nunca creí ninguna.
– ¿Qué historias? ¿Alguien dijo que no fue un accidente?
– Sí. Hubo quien dijo que murió en circunstancias extrañas.
– ¿Un asesinato?
– No exactamente. La verdad es que me cuesta recordarlo. No pienses en ello. Han pasado tantos años.
– Los años no deberían borrar la memoria.
– A veces los recuerdos son materia inútil. Sólo sirven para hacer daño. ¿Para qué nos vamos a recrear en ellos?
– ¿Los recuerdos, dices? Me gustaría tenerlos. Sólo conozco su rostro en un cuadro. ¿Quién tiene la culpa? ¿Me lo puedes decir?
– No hay culpables. Carlota, descansa. Tienes una vida espléndida por delante. No quieras perder el tiempo en quimeras absurdas.
– Vete, abuela. Tengo sueño.
No era verdad. No dormí en aquellos tres días. Por las noches, miraba a la oscuridad y me quedaba muy quieta. Nada interrumpía el silencio. Ni mi respiración callada, ni las voces de la memoria. Procuraba mantener los ojos bien abiertos, para que los fantasmas no pasaran de largo, si se decidían a visitarme. Estaba dispuesta a hacer muchas preguntas, cuando tuviese la ocasión. Mientras tanto, contaba los segundos y me ponía triste.
El cuarto día, Ramón vino a visitarme. Le vi llegar desde la ventana de mi habitación. Era media mañana y llevaba un rato dedicándome a contemplar el paseo. Tras los cristales cerrados, observaba los árboles. Recibían una luz amarillenta que brillaba en las hojas casi doradas. Me entretenía mirando cómo filtraban la luz. Había ramas muy altas. Algunas llegaban hasta los cristales. Mi imagen debió de recortarse en el marco, porque él alzó la cabeza y se quedó quieto. Desde aquella altura podía distinguir la palidez de sus facciones. Reprimí el gesto que, en un movimiento instintivo, iba a hacer con la mano para saludarle. Preferí esperarle inmóvil, también. Durante unos segundos, me pareció otro hombre. Quizá yo estaba demasiado alterada para captar lo que sucedía, pero tenía una mirada extraña. Era como si no me reconociera. La sensación de incredulidad no le duró demasiado. Movió la cabeza y regresó de algún lugar extraño en el que se había perdido. Mientras me daba cuenta del proceso de transformación que experimentaba su rostro, pensé que realmente le conocía muy poco.
Nos quedamos un rato sin hacer nada, observándonos en la distancia. Yo, en una ventana; él, en el jardín. Por un instante, me pregunté si sería capaz de escalar aquella pared. La fachada estaba construida con piedras que sobresalían y formaban una ruta vertical. Se me escapó una sonrisa. No me lo imaginaba haciendo acrobacias para llegar a mi atalaya. Ramón era un hombre de tierra firme, que se sentía seguro si pisaba fuerte. No hice ningún gesto para abrir los cristales ni él me lo pidió. La ventana cerrada era la garantía del silencio. Me ahorraba tener que conversar con él. De alguna manera, me esforzaba en aplazar el momento de un encuentro real. Cara a cara, los dos, con la sensación de que algo tenía que concluir.
Siempre me resultó difícil tomar decisiones. Me refiero a aquel tipo de determinaciones que tienen un carácter más o menos definitivo. Sin darme cuenta, me invento mil excusas para aplazarlas. Alguien lo llamaría cobardía, indecisión, falta de firmeza. No quiero ser tan dura conmigo misma. Hay quien piensa que la vida describe círculos. Por eso nos resulta complicado renunciar a ciertos aspectos que nos han tocado el alma. Otros piensan que la existencia es una línea que avanza, no se sabe bien hacia dónde. Son los que dejan atrás fragmentos de historia vivida. Yo creo que la vida es una espiraclass="underline" avanza, pero se va y vuelve.
Me vinieron a buscar. Me avisaron de que Ramón había venido, que quería hablar conmigo. Pedí que me esperase en la sala y bajé sin prisa. Sabía que era el último encuentro. No quería pensar en sus ojos, ni en las palabras que debería escuchar, ni en nuestros cuerpos abrazándose. Me dije que las ideas deberían poderse borrar: que un trapo pasase sobre ellas para que desapareciesen. No debería quedar ni la huella, de los recuerdos que duelen. Antes de cruzar la puerta de la habitación, me miré de reojo en el espejo. Finalmente, yo también había adquirido las formas de un fantasma.
Me esperaba en pie, en la sala. Tenía la mirada fija en los retratos. Como lo imaginaba, no me sorprendió. Había sido yo quien había decidido que mis madres presidiesen el encuentro. Podría haber escogido cualquier otro lugar de la casa para recibirlo, pero allí me sentía acompañada por los cuadros. Compartía de lleno los sentimientos de mi abuelo: también se encerraba con ellas cuando tenía que tomar una decisión. Miré por el resquicio de la puerta, un poco entreabierta. Curiosamente, no parecía cohibido. A pesar de su aire descuidado -la camisa medio colgando fuera de los pantalones, la barba de varios días-, encajaba en aquel lugar. Debo confesar que me sorprendió. Esperaba encontrarlo incómodo, impresionado por un espacio que le resultaba nuevo, sin saber dónde ponerse. En cambio, actuaba con una naturalidad que se me antojaba extraña. Su cuerpo ocupaba un lugar en la habitación. La llenaba. Esta circunstancia, que no ocurre con todas las personas, me dejó sin recursos. Había esperado unos signos de debilidad que no se producían, cuando tenía que esforzarme para no demostrar mi propia vulnerabilidad. Pensé que, a pesar de todo, él era el fuerte y me dio rabia. Tosí ligeramente para anunciar mi presencia, incapaz de decir nada. Se volvió de repente hacia mí e hizo un gesto de aproximarse que quedó interrumpido, cuando advirtió mi nerviosismo. Intenté reponerme y le dije: