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– ¿Ya te vas? -le pregunté-. No era necesaria tanta prisa.

– Me has dado un plazo. No esperaré a que se termine para marcharme.

– ¿Adonde vas?

– ¿Quieres saberlo? -Se hizo un silencio y dudé.

– No.

– Me lo imaginaba.

No dije nada más. Tampoco Ramón me volvió a hablar. Pasó un rato, hasta que acabó de empaquetar sus pertenencias. Los libros y la ropa, los cuatro papeles. Habría querido decirle que se llevase los muebles, también, que no me dejase el espacio lleno de él cuando ya no estuviese, pero callé. Aún estaba ahí, pero yo ya percibía su ausencia. Podía ver su actitud firme, aunque tuviese los hombros inclinados, la cabeza algo más gacha. Eran los únicos signos visibles de aquella derrota.

Me quedé en pie, junto a la puerta. El se despidió de los hombres que le habían ayudado. Al pasar por mi lado, me dejó algo frío en la palma de mi mano. Fue un gesto rápido, sin palabras. Lo miré y era un objeto de hierro oscuro: las llaves de la casa. Subió a la furgoneta y cerró la puerta. Arrancó el motor. Al principio, fue un ronroneo suave. Luego tomó fuerza. Maniobró la furgoneta hacia la verja de la salida. Supe que, al cabo de un instante, se lo comería la noche. Corrí algunos pasos hacia el vehículo, mientras levantaba un brazo. No sé si aquel brazo quería detenerlo o le decía adiós. Hay manos que se alargan hacia los demás, pero nunca adivinaremos su intención. Me vio por el retrovisor y sacó el brazo izquierdo por la ventanilla, en señal de despedida. En vez del farol de la casa nos iluminó la luna.

María De La Pau Janer

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