A veces, el abuelo eleva el pensamiento y permite que las palabras salgan de sus labios. Yo las recibo como si fueran un vino sabroso, cálido, que me repone a medida que voy bebiendo. Entonces habla de Sofía, la novia impaciente, la mujer que le abrazaba, risueña, entre las sábanas. También toman forma de palabras sus recuerdos de Elisa, mi madre, y se refiere a su carácter independiente, decidido. Nunca dice que estén muertas, a pesar de que los verbos que utiliza para evocarlas se conjuguen siempre en pasado. Algún día he conseguido romper el silencio y hacerle preguntas:
– Abuelo, ¿te gusta recordarlas?
– Dicen que no es bueno vivir de recuerdos. Pensar demasiado en los que ya no están. Pero, hija, yo debo de estar hecho de otra pasta. A mí, me alimentan los recuerdos.
– ¿A qué te refieres?
– Las quise mucho. Esta es la verdad. Una verdad bien sencilla, si te fijas. A veces, me costaba comprenderlas. No entendía alguna salida de tono de su carácter, o cómo reaccionaban ante una determinada circunstancia. No las entendía, pero las quería.
– Se puede querer a una persona que nos sorprende. Siempre hay aspectos que no acabamos de conocer de aquellos que viven cerca.
– Claro. Incluso llegué a entender que las quería también por sus misterios. Pequeños misterios que las volvían más atractivas. No sé cómo decírtelo: lo que podemos predecir no nos emociona de la misma forma.
– La pobre abuela Margarita es absolutamente previsible.
– No hables de ella en este tono. Déjala. No lo merece.Además, ser previsible no es un defecto. Las personas son como son. Qué le vamos a hacer.
– Discúlpame. No quería burlarme. Sabes que la aprecio de veras, pero habíame de ellas.
– Te he dicho que las amaba. Cuando se fueron no sabía qué hacer. Primero una, años más tarde la otra. Yo reaccioné siempre igual.
– ¿Cómo?
– Sin rasgarme las vestiduras ni hacer ruido. La mía era una tristeza callada, de las que duran mucho tiempo.
– Aún te dura.
– Siempre. ¿No lo entiendes? El amor que me inspiraron permanece dentro de mí, idéntico. ¿Qué debo hacer con él? Creo que aprendí a guardarlo. Han pasado los años, he tenido que sobrevivir. Continuar viviendo me pareció un ejercicio de inteligencia, pero no era incompatible con la añoranza.
– Te guardas los sentimientos como si tú fueras una cajita. Una caja que sólo abres en esta habitación.
– Quizá. Los domingos son buenos días para la añoranza.
Mientras el abuelo estaba en la habitación, yo subía a la buhardilla. Sin proponérnoslo, protagonizábamos un intercambio de nostalgias. La suya era más sólida, pero no menos real que aquella otra vivida por mí. Siendo él todo avidez, no se daba cuenta de la curiosidad que me empujaba a mí escaleras arriba. Se llegaba por unos escalones cortados en la piedra, sin baldosas, de aristas irregulares, que no facilitaban el recorrido de un tramo de terreno casi vertical. Al final del último escalón, que era muy alto, absolutamente desproporcionado con el resto, había una puerta de madera, carcomida por los años. Tras la puerta, la sorpresa de una azotea donde, años atrás, alguien debía de tender la ropa, porque aún se veían algunos pocos hilos detender, recorriéndola de un extremo al otro. Eran cuerdas y alambres tendidos un poco sobreros, que se balanceaban con el aire, mientras acumulaban óxido. Desde la azotea, la visión de Sa Indioteria era espléndida. Se recortaban pequeñas extensiones de verde y amarillo, se veían los autobuses que, cada quince minutos, emprendían el trayecto hacia el centro de Palma, se intuían los movimientos del vecindario. Un portalón daba acceso a la buhardilla.
Era el reino del polvo. Cuando entraba, la claridad penetraba conmigo. Un brazo de sol se abría paso de fuera a dentro, inundándolo todo de blancos. A veces, la portezuela renqueaba un poco, como si no se hubiera decidido a dejar que yo ocupase un sitio. Debía de intuir mi secreto: la buhardilla era el mejor lugar de la casa, el espacio que me correspondía. Me gustaba perderme entre las cajas y paquetes, abrirme camino entre baúles enormes, maletas, bártulos, álbumes que se deshacían en contacto con mis dedos, libros medio roídos por las ratas, juguetes infantiles, espejos rotos e instrumentos de quién sabe qué extraña orquesta.
Yo era la funambulista que recorre un cordel colgado entre dos troncos. Era la reina de los tacones de aguja, cuando me probaba los zapatos que había guardados. Era la heroína de las novelas románticas que reposaban en las viejas estanterías, apenas sujetadas por un suspiro. Me sentía feliz en la buhardilla, cuando tenía que contener la respiración porque los hilos de muchas telarañas se cruzaban en un ventanuco. No hay nada como encontrarse en un lugar que cobija historias. Intuir que los objetos que nos rodean llevan una carga de vidas vividas, de miradas que hemos perdido. Desde allá arriba, llegaba, remota, la voz de mi abuelo:
– Carlota, baja de la buhardilla. Ya sabes que no me gusta que subas ahí.
– Es la abuela Margarita quien no lo quiere -le replicaba sin abandonar mi posición-, y tú no te atreves a contradecirla.
– Tiene razón, cuando dice que bajas con la ropa sucia y el pelo lleno de polvo.
– ¿Qué importa? -Se hacía un silencio que yo sabía que no iba a durar. El hombre estaba impaciente, porque quería continuar la contemplación de los cuadros, y yo le interrumpía. Me aprovechaba de la situación.
– ¡Carlota, ven!
– Bajaré si me cuentas por qué se llamaba Elisa.
– ¿Quién? -Trataba de hacer como si la distancia distorsionara mis palabras.
– Ya lo sabes. Mi madre.
– No me obligues a hablar de cosas que casi ni recuerdo. -Cuando mentía, la voz del abuelo se debilitaba y parecía la música de una flauta.
No bajaba hasta que la abuela Margarita volvía de misa. Solía venir a tiempo para preparar el almuerzo. Creo que se demoraba adrede. El afán de no complicarnos demasiado la vida la llevaba a retrasar sus pasos conversando con algún vecino a la salida de misa. Siempre volvía a casa por el camino más largo. Nos daba tiempo para rehacernos: yo, de mi paseo por la buhardilla; el abuelo, de la añoranza. Volvía con una media sonrisa en los labios. Alguien habría dicho que era un gesto de condescendencia. Quién sabe qué grado de ternura ocultaba. Decían que era una enclenque, que no sabía imponerse a su marido ni a aquella nieta postiza que le había caído en suerte, pero no era cierto. Era indulgente y discreta, respetuosa con los amores y los miedos de los demás. Nunca hurgaba en las heridas ni hacia preguntas impertinentes. El tono de voz que utilizaba en cada conversación era siempre el oportuno, suave como el temblor de la seda de sus vestidos. Si no la conocías, te parecía un ratón. Se movía de prisa, silenciosa, como losanimalejos que yo encontraba en la buhardilla. Calculaba cada uno de sus pasos, mientras procuraba no hacer infeliz al abuelo.