En la buhardilla encontré la carta. Hay cartas que sirven para desvelarnos una parte del pasado, nos lo aclaran. Son como puentes de luz que se extienden en una orilla en donde la oscuridad desdibuja las formas de las cosas. Son palabras que han quedado retenidas en un papel, hasta que nuestras manos dan con ellas. Entonces se vuelven a repetir las mismas frases. Se dicen en un contexto diferente para unos ojos que son destinatarios de ellas por casualidad. El azar me trajo aquel escrito que, probablemente, no habría leído nunca porque no me correspondía. Una carta es un trozo de conversación grabada en un papel. Un monólogo dirigido a una persona concreta, que tiene nombre y apellidos, de la que a menudo se espera respuesta. Estaba claro que yo no era la persona a la que se dirigía aquel escrito. Entonces pensé que debería haberme avergonzado de ello. En circunstancias normales, nunca habría abierto una carta destinada a otro. Me habría esforzado en contener la curiosidad que me inspiraba, diciéndome que no era para mí. Pero el territorio de la buhardilla era diferente: ésta fue mi disculpa. Todo cuanto estaba tras el portalón de madera, más allá de los alambres de la azotea, me pertenecía.
La encontré sin buscarla. Sólo removía papeles. Lo había hecho tantas veces que ya ni me lo proponía. Era un ejercicio que llevaba a cabo por inercia, sin plantearme si esto o aquello era material privado. En la amalgama confusa de la buhardilla, el papeleo formaba una unidad indivisible. Todo se entremezclaba sin orden ni concierto. Mis ojos sólo tenían que acoplarse a la luz de una bombilla o a la claridad de la mañana, si era soleada. Se entretenían siguiendo las líneas escritas en los viejos cuadernos de caligrafía, en los libros, en los pies de foto de un álbum, en las cartas. Saltaban de una frase capturada en una libreta de notas al párrafo que alguien había subrayado en una Biblia. Iban de una postal que ofrecía vistas doradas a una hoja amarillenta. Reconozco que tengo mérito: de todo aquel batiburrillo, rescaté la carta.
Hay cartas que nos hablan del pasado, pero hay otras que afectan a nuestro futuro. Son escritos que nos dan la clave de alguna historia. Cuando las leemos, ignoramos por qué caminos nos van a llevar. No sabemos cómo cambiarán nuestra vida, si van a invertir su orden o harán aparecer elementos insospechados en nuestro particular mapa del mundo. ¿Cómo habría reaccionado, si alguien me hubiera explicado las consecuencias de aquella lectura? ¿Habría sido capaz de tomar la carta entre mis manos y recorrer sus líneas, si hubiera sabido todo lo que iba a venir? No lo sé. Hay dosis de audacia en mi carácter. Me gusta el riesgo. Será una herencia de ellas, que no había sido capaz de reconocer hasta ahora. Mi vida era tranquila antes de leer aquel papel, y esto me gustaba. Era bueno despertarme por las mañanas y hacer que el pensamiento recorriera el aire, distraído. La vida era amable, sin obsesiones. Desde entonces, todas las noches me duermo persiguiendo el ruido de sus pasos por el jardín. Aunque la noche sea fría, abro un poco la ventana para que no se me escape ni uno. Desde aquel día, me hago preguntas que nunca tienen la misma respuesta. En la buhardilla pasé momentos deliciosos. Algunos marcaron los signos de una historia que aún tenía que escribir.
IV
La espía. Desde el jardín, observa la ventana y la línea de luz que dejan entrever las cortinas. Si concentra la mirada ahí, captura las formas del cuerpo que se mueve en la habitación. Saberse sola debería haberla dotado de una libertad de movimientos parecida a la dejadez: un relajamiento de los miembros, que se abandonan a la deriva del no hacer nada. Debería haber doblado la espalda un poco, mientras alza los hombros y queda perfilada su redondez. El cabello a su aire, o trenzado de cualquier manera, debería haberse descompuesto en torpes rizos.
Sofía sabe que no está sola. Sabe que un hombre vigila sus pasos desde el otro extremo del mundo. Ella, dentro de la jaula tranquila de este cuarto, protegida del viento; él, en el jardín, perdido entre la brisa del anochecer. El saberse observada condiciona cada uno de sus gestos. Es inevitable. No puede dejarse llevar por las sensaciones que propicia la soledad, sino que ha de mantenerse alerta. Los cuerpos que se sienten objeto de un punto de mira no se mueven con la libertad de los otros. Por eso procura situarse bien centrada en la ventana. Con un gesto que quiere ser inocente, pero que no tiene ni una pizca de inocencia, su mano abre un poco más las cortinas. La línea vertical gana algunos centímetros casi por casualidad, cuando se aleja. Luego toma protagonismo el espejo.
Ha aprendido poco a poco a moverse para él. Al principio, cuando intuyó lo que sucedía, le daba vergüenza cualquier gesto excesivo. La reacción inicial fue la de volverse una hormiga y esconderse en alguno de los recodos de la habitación. Lentamente se acostumbró. No fue complicado, ya que le gustaba mucho la sensación de ser observada. No se lo habría confesado a nadie, pero las cosas ocurren y no podemos dar razón de ellas. Le habría costado encontrar una explicación que justificase ante sí misma aquellos instantes. No existía. Lo único importante eran los movimientos de un cuerpo que tomaba forma y vida para la mirada de él.
La vida de Sofía se dividía en dos partes perfectamente diferenciadas. Sus tías habrían hablado de los años de infancia y adolescencia en Llubí, el tiempo de existencia tranquila en el pueblo, cuando el futuro era aún una línea incierta, como un horizonte pequeño que tiembla a lo lejos. Dejó atrás esta época con cierta resistencia. No le gustaban mucho los cambios y se había acostumbrado a un universo de seguridades que nunca alteraban los días tranquilos. La ilusión por La Casa de Albarca, que su prometido supo contagiarle desde su propio entusiasmo, no era un incentivo lo bastante sólido para la partida. Tampoco lo era el mismo Mateo, al que quería con una ilusión que nunca se desbordaba. Inusualmente plácida. Se enamoró de él porque había que enamorarse. Esto era lo que decían las novelas que leía en su casa del pueblo. También lo decían las amigas, la familia, los vecinos. No quería ser como sus tres tías. Soñaba con casarse y tener una casa donde crecieran sus hijos. Todo se dibujaba con una claridad absoluta en el pensamiento, sin fisuras que hicieran temblar la existencia. Se casó contenta. Esperaba que la vida fuese una suma de momentos plácidos, sin sorpresas.
Sus tres tías habrían dicho que la segunda parte de la existencia de Sofía comenzó el día de la boda. Cuando se vistió de seda y caminó, temblorosa la sonrisa, por el pasillo de la iglesia de Sant Josep del Terme. Según ellas, entonces se produjo la transformación. Un corte entre el pasado y el presente, que implicaba un cambio de lugar y de tiempo. A partir de ahora se iniciaba el tiempo de la madurez. Una señora casada tenía que ser ordenada, serena, y un punto aburrida. Tenía que llevar con criterio la administración de la casa. Tenía que dejar de levantar castillos de arena, de soñar despierta, de mirar al infinito, porque su horizonte ya no era una línea casi desdibujada, sino una realidad que no admitía sutilezas poco prácticas. Una mujer casada tenía que recogerse el cabello y no dejar que un solo mechón se escapara del peinado. Tenía que utilizar camisones con las mangas largas, el cuello alto, y un bordado de puntillas en los bordes. Tenía que vestirse con ropa de algodón para los días laborables, con terciopelos y sedas para las fiestas señaladas. No tenía que perder el tiempo.