Las tres tías habrían trazado la división de aquella existencia que estaban convencidas de conocer como la palma de su propia mano, pero se habrían equivocado. La realidad era muy diferente. Así suceden las cosas. Una vida tiene muchas lecturas. Todo depende del punto de vista que adoptemos para contemplarla. Es como si nos encaramásemos a una atalaya. Si miramos al norte, veremos pastos que recorren los ganados; si observamos el sur, se extenderán ante nuestros ojos los huertos de cultivo. Habrá hombres que labran y mujeres vestidas de negro, una sombra en el verde. Si nos volvemos hacia el oeste, nos sorprenderán quizá los bosques en los que es fácil perderse, el espesor de los árboles que forman un suelo verde oscuro. Hacia el este, encontraremos un cruce de caminos que trazan vericuetos, que se enlazan y se desatan. Es sencillo: basta con cambiar el punto desde el que observamos el mundo, y el mundo aparece distinto.
Si Sofía pensaba en su vida, todo se tornaba diferente. Ella distinguía dos etapas: el tiempo en que vivió sin saberse espiada, cuando todo era previsible y los días entregados a la ventana de la habitación. Aquel cuarto le ofrecía una duplicidad de escenarios que le inquietaba un poco. Estaba la habitación que la presencia del marido convertía en conocida y familiar, donde no aparecían los misterios. Luego estaba la habitación en aquella falsa soledad, en la que vivía con el corazón acelerado. Eran como la cara y la cruz de una misma moneda. Un espacio único, que se transformaba por obra y gracia de un cambio inesperado. Tenía la sensación de que el tiempo que pasaba ahí sola escapaba a su control. Era un tiempo con ritmos propios que nada tenía que ver con el resto de la vida. Una parcela delimitada por un espacio y unas circunstancias a la que no habría sabido renunciar fácilmente.
Había algunas preguntas que comparecían, una y otra vez, en su pensamiento. ¿Cuándo descubrió que alguien la observaba? La percepción fue lenta. Se fue concretando a medida que pasaban los días. Al principio notó una sensación extraña, pero creyó que era producto de su imaginación. Llevaba poco tiempo casada. Le costaba acostumbrarse a todas las transformaciones que se habían producido en la cotidianidad. Transformaciones curiosas, porque aparentemente no tenían importancia, pero le resultaban poco gratas. Cuando se despertaba, la visión de lo conocido era sustituida por una serie de objetos extraños. Desde la mirada a la inmediatez, hasta los ojos que se posan en la distancia, todo había cambiado. Los muebles que la acompañaban en la habitación de Llubí no estaban. Abría los ojos y hacía un gesto de sorpresa. Pestañeaba un instante, antes de recuperar la percepción y saber dónde se encontraba. Donde esperaba ver una silla había una cómoda, la cama de su casa, con un ángel de madera en el cabezal, había desaparecido. En su lugar había una enorme, con dosel y cubrecama de encaje. Los primeros ruidos de la mañana también eran distintos. Estaba acostumbrada a oír las voces del vecindario cuando se despertaba. La ventana de su habitación del pueblo daba a la calle. Desde primera hora de la mañana, había movimiento, trajín, conversaciones. Las mujeres salían a barrer la acera. La regaban con agua para que el polvo se asentara. Los carros salían a faenar al campo. Ella se despertaba con el ir y venir, con alguna frase que se le escapaba a alguien y volaba hasta su cama. En La Casa de Albarca, las mañanas eran silenciosas. El propio silencio le hacía abrir los ojos, preguntarse dónde estaba. Añoraba las voces, los pasos. Se extrañaba de aquella quietud semejante a la de un pozo.
No podría decir cuándo empezó a sentirse espiada. Hubo una intuición, un escalofrío recorriéndole la espalda, la sensación de miedo. Lo sospechaba, pero no habría sabido dar razón de ello. Un día -era pleno invierno-, dio el paso que le confirmó que era verdad. Había decidido arriesgarse. Por eso hizo como siempre: se colocó muy quieta, las piernas y los brazos desnudos, delante del espejo. Estuvo así mucho rato, con la respiración mal contenida, esperando a que el momento fuera propicio. No oía ningún ruido. Sólo la propia respiración, descompasada e impaciente. Por fin, se volvió en un movimiento rápido. Avanzó de prisa hacia la ventana, la abrió de par en par, y asomó medio cuerpo hacia afuera. La reacción fue inmediata: un rumor de hojas, un cuerpo que se lanza al suelo desde una cierta altura, pasos que se alejan. El corazón le latía muy fuerte. Intentó calmarlo llevándose las manos a los pechos, sentada en una butaca. Ahora estaba segura: alguien la vigilaba desde el jardín.
Se preguntaba cómo había surgido su dependencia de un desconocido, el deseo de gustarle. ¿En qué momento empezó a imponerse la necesidad de mover su cuerpo delante de un espejo para él? No habría sabido cómo explicarlo, ya que pensar en ello le resultaba difícil. Aquella actitud le rompía todos los esquemas de muchacha educada para una vida tranquila. Por eso no quería plantearse nada. Hubo un día, que debió de ser en otoño, cuando apunta el frío, en que dejó de estar quieta observando su propia imagen. Habían transcurrido muchos días, todos idénticos. Cada uno era una copia repetida de los demás: las mismas pequeñas cosas que se multiplican. Pasarse la mañana en la cocina, entre los fogones, donde se sabía segura y casi feliz. Se ponía un delantal blanco de percal. La tela almidonada adquiría la rigidez de aquellos vestidos que tienen un cuerpo propio. Se los ataba a la cintura con un lazo. Pasaba sus manos dos o tres veces, con la sensación de que medía terrenos conocidos. Luego pelaba ollas enteras de albaricoques, de cerezas, de ciruelas, de mandarinas. Cada fruta, según su temporada. Llenaba un plato de pulpas amarillas, rojas, granates, anaranjadas. Los colores no tenían que mezclarse, sino mantener su pureza. Hervía la fruta que se mezclaba con el azúcar en una caldera. Mientras se esparcía el aroma por toda la casa, ella inspiraba profundamente, como si pudiera probarla por el olfato.
¿Qué tenía que ver la mujer de las confituras con aquella otra del espejo? Habría querido descubrir vínculos claros, razones poderosas que sirvieran para relacionarlas. Siempre se había considerado una mujer sencilla, que rechazaba complicarse la vida. Encontró a un buen hombre y se casó con él, decidida a ir adelante con la compra de La Casa de Albarca. Tenía un carácter resuelto, nunca se echaba atrás, y le gustaban los delantales blancos que voleaban desde la cintura hasta el suelo. En la cocina, las baldosas eran de loza, de un color que le recordaba al cobre. Se sentaba en un taburete y vigilaba el fuego. Tenía que ser un fuego lento, que no precipitase el tiempo de hervor. Creía que el secreto de hacer una buena mermelada estaba en respetar los ritmos del tiempo. Cada fruta necesitaba llegar al punto de cocción sin urgencias. Entonces mantenía, intactos, el aroma y el sabor.
Sus vínculos con la ventana y el hombre que estaba en la otra parte del mundo surgieron poco a poco. Primero, se impuso la sensación de timidez. Cuando supo que era el objetivo de su punto de mira, se encogió. Aunque no quería pensar en ello, su pensamiento volaba constantemente. Desconcertada, eliminó la posibilidad de hablarlo con su marido. Habría ordenado que lo echasen. La vergüenza le duró algunas lunas, hasta que se desvaneció poco a poco. Fue como pelar una naranja. Desprendida la piel de la fruta, quedaba el cuerpo: permanecían la pulpa y el jugo, que mojaban la mano cuando la intentaba exprimir. La mano mojada olía a azahar. Delante del espejo, era como una naranja que ofrece los mejores gajos a unos dedos ávidos. Pero no había dedos, sino una mirada que era una mano entera, tras los cristales cerrados.
Después de la vergüenza, vino la sorpresa. No podía creer que alguien la espiase todas las tardes. Era una cita a la que acudían los dos sin decírselo. Se encontraban desde lugares diferentes: ella delante de la luna del espejo; él, bajo la luna de veras. En el encuentro, sólo estaba la intuición de las presencias. Sofía intuía que él estaba observándola. El hombre del jardín adivinaba sus formas, distorsionadas por las cortinas y la distancia. No existían las palabras, en aquel choque. Ni las imágenes reales. Tan sólo el resultado de una deformación de figuras. Una, sólo percibida como un presentimiento en la otra parte del mundo, lejos de la claridad plácida del cuarto; la otra, sugerida desde la distancia. Habitar la oscuridad incipiente, cuando declina la tarde, mantenerse al acecho mientras se espera que aparezca alguien en nuestro radio de visión. Hacerlo un día tras otro, y otro más, con el corazón en un puño.