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El ordenador maestro aprovecharía esos años productivamente, y esperaba que las personas hicieran lo mismo. Si eran juiciosas, aprovecharían el tiempo para constituir familias, engendrar y criar muchos hijos y formar una comunidad digna de regresar al Guardián de la Tierra. Sin embargo, no sería fácil de lograr, y en ese momento el ordenador maestro sólo esperaba poder mantenerlas con vida.

1. LA LEY DEL DESIERTO

Shedemei era científica, no viajera del desierto. Podía prescindir de las comodidades de la ciudad —no le molestaba dormir en el suelo o en una mesa en vez de una cama— pero le disgustaba que la alejaran por la fuerza de su laboratorio, su trabajo, todo lo que daba sentido a su vida. Nunca había querido sumarse a esa descabellada expedición. Pero ahí estaba, hamacándose sobre un camello en el viento seco y caluroso del desierto, mientras el lomo del camello que iba delante se mecía con otro ritmo. El calor y el movimiento le producían náuseas, jaqueca.

Varias veces estuvo a punto de regresar. Sabría encontrar el camino; le bastaría acercarse a Basílica para que su ordenador la conectara con la ciudad y la guiara el resto del trayecto. A solas, andaría más rápidamente, e incluso podría estar de vuelta antes del anochecer. Y sin duda la dejarían entrar en la ciudad. No era consanguínea ni pariente política de ningún integrante de ese grupo. Sólo se había exilado con ellos porque se había encargado de suministrarles las cajas de almacenaje llenas de semillas y embriones que restablecerían una semblanza de la vieja flora y fauna de la Tierra. Le había hecho un favor a su vieja maestra, nada más. No podían imponerle el exilio por eso.

Pero ese cargamento era el motivo por el cual no regresaba. ¿Quién más sabría cómo revivir los miles de especies que llevaban esos camellos? ¿Quién más sabría cuáles debían ir primero, para afianzarse antes que surgieran especies que se alimentarían de las anteriores?

No es justo, pensó Shedemei por milésima vez. Soy la única de esta partida que puede realizar esta tarea, pero para mí no representa el menor desafío. No es ciencia, sino agricultura. No estoy aquí porque la tarea que me ha encomendado el Alma Suprema sea tan exigente, sino porque los demás la ignoran por completo.

—Pareces enfadada y desdichada.

Rasa se le había acercado con su camello por el sendero ancho y pedregoso. Rasa, su maestra, casi su madre. Pero no su verdadera madre, ni por sangre ni por derecho.

—Sí —dijo Shedemei.

—¿Enfadada conmigo? —preguntó Rasa.

—En parte. Tú nos has metido en todo esto. No tengo ninguna relación con estas personas, salvo por tu intermedio.

—Todos tenemos la misma relación —dijo Rasa—. El Alma Suprema te envió un sueño, ¿verdad?

—Yo no lo pedí.

—Nadie lo pidió —dijo Rasa—. Pero comprendo a qué te refieres, Shedemei. Todos los demás tomaron decisiones que los condujeron a esto. Nafai, Luet, Hushidh y yo hemos venido por propia voluntad… hasta cierto punto. Y Elemak y Mebbekew, por no mencionar a mis hijas, benditos sean sus malignos corazones, están aquí porque tomaron algunas decisiones estúpidas y ruines. Los demás están aquí porque tienen contratos de matrimonio, aunque para algunos el hecho de venir sólo significa complicar el error original. Pero tú, Shedemei, sólo estás aquí por tu sueño. Y por lealtad a mí.

El Alma Suprema le había enviado un sueño donde flotaba en el aire, desparramando semillas y mirándolas crecer, transformando un desierto en un bosque y un vergel, lleno de verdor, poblado de animales. Shedemei echó una ojeada al árido desierto que la rodeaba: unas pocas plantas espinosas se aferraban a la vida aquí y allá, unos pocos lagartos se alimentaban de unos pocos insectos que apenas hallaban agua para sobrevivir.

—Esto no es mi sueño —dijo.

—Pero viniste —dijo Rasa—. En parte por el sueño, y en parte por amor a mí.

—No hay esperanzas de triunfar —dijo Shedemei—. Estos no son colonos. Sólo Elemak tiene aptitud para sobrevivir.

—Él es el más experimentado en los viajes por el desierto. Nyef y Meb se las apañan bastante bien, por su parte. Y los demás aprenderemos.

Shedemei calló, pues no quería discutir.

—Me enfurece cuando eludes un enfrentamiento de esa manera —dijo Rasa.

—No me gusta el conflicto —dijo Shedemei.

—Pero siempre te echas atrás precisamente cuando estás por decirle a la otra persona lo que ella necesita oír.

—No sé qué necesitan oír los demás.

—Di lo que tenías en mente hace un instante. Dime por qué crees que nuestra expedición está condenada al fracaso.

—Basílica —dijo Shedemei.

—Hemos dejado la ciudad. Ya no puede causarnos daño.

—Basílica nos dañará de mil maneras. Siempre será nuestro recuerdo de una vida más cómoda, más fácil. Siempre nos desgarrará el anhelo de volver.

—Sin embargo, no es la nostalgia lo que te preocupa.

—Llevamos media ciudad con nosotros. Todas las flaquezas de la ciudad, pero ninguna de sus virtudes. Tenemos el hábito del ocio, pero no la riqueza ni las propiedades que lo hacían posible. Nos hemos acostumbrado a complacer muchos apetitos, lo cual no podremos hacer en una diminuta colonia como será la nuestra.

—No es la primera vez que la gente abandona la ciudad para ir a colonizar.

—Los que desean adaptarse se adaptan, eso lo sé —dijo Shedemei—. ¿Pero cuántos desean hacerlo? ¿Cuántos tendrán la voluntad para renunciar a sus deseos personales, para sacrificarse por el bien común? Yo no poseo esa voluntad. Me enfado más con cada kilómetro que me aleja de mi trabajo.

—Pues entonces somos afortunados —dijo Rasa—. Aquí nadie más tenía un trabajo digno de mención. Y quienes lo tenían han perdido todo, de modo que no podrían regresar aunque quisieran.

—El trabajo de Meb está allá —dijo Shedemei. Rasa quedó desconcertada un instante.

—No creo que Meb tuviera ningún trabajo, a menos que te refieras a su lamentable carrera de actorzuelo.

—Me refería a su proyecto vital de acostarse con toda mujer de Basílica, con excepción de sus parientes, las muy feas y las difuntas.

—Oh —sonrió Rasa—. Ese trabajo.

—Y no es el único caso —dijo Shedemei.

—Lo sé —dijo Rasa—. Eres demasiado amable para decirlo, pero sin duda mis hijas ansían regresar para retomar sus propias versiones de ese proyecto.

—No quise ofenderte.

—No me has ofendido. Conozco demasiado a mis hijas. Han heredado muchas cosas del padre para que yo no sepa qué esperar de ellas. Pero cuéntame, Shedya, con franqueza. ¿Cuál de estos hombres les puede parecer atractivo?

—Al cabo de unas semanas, o de unos días, todos los hombres les parecerán atractivos. Rasa se echó a reír.

—Sospecho que tienes razón, querida. Pero todos los hombres de nuestra pequeña partida están casados, y puedes apostar a que sus esposas vigilarán para no sufrir intrusiones en su territorio.

Shedemei meneó la cabeza.

—Rasa, te equivocas. El hecho de que tú hayas escogido permanecer casada con el mismo hombre, renovando el contrato año tras año, al menos desde que diste a luz a Nafai, no significa que las demás mujeres sean tan posesivas y protectoras con sus esposos.

—¿Crees que no? Mi querida hija Kokor casi mató a su hermana Sevet porque se acostaba con Obring, el marido de Kokor.

—Bien, Obring no intentará dormir de nuevo con Sevet. Pero eso no le impedirá probar suerte con Luet, por ejemplo.

—¡Luet! —exclamó Rasa—. Es una muchacha maravillosa, Shedya, pero no posee el tipo de belleza que atrae a un hombre como Obring, y además es muy joven, y está obviamente enamorada de Nafai. Ante todo, es la vidente de Basílica y Obring tendría miedo de acercársele.