—Tía Rasa —dijo Shedemei—, tú no eres el Alma Suprema.
Y con ese comentario, azuzó el camello, dejando a Rasa atrás. No porque hubiera dicho todo lo que quería decir, sino porque estaba demasiado furiosa para quedarse; no soportaba tener una discusión con la tía Rasa. Shedemei odiaba las discusiones. Siempre la dejaban barruntando durante días. Y ya tenía motivos de sobra para barruntar.
Zdorab. ¿Qué clase de hombre se convierte en archivista de un poderoso asesino como Gaballufix? ¿Qué clase de hombre permite que un muchacho como Nafai lo induzca a traicionar la confianza del amo, entregando el precioso índice, y luego se marcha de la ciudad siguiendo al ladrón? ¿Y qué clase de hombre permite que Nafai lo someta y le arranque el juramento de ir al desierto y renunciar a Basílica?
Shedemei sabía exactamente qué clase de hombre: un debilucho estúpido y aburrido. Un cobarde tímido y obtuso que solicitará mi autorización formal cada vez que inicie sus torpes intentos de hacerme un hijo. Un hombre que no dará ni recibirá alegría en nuestro matrimonio. Un hombre que deseará haberse casado con cualquiera de las demás mujeres, pero que se quedará conmigo porque sabrá que ninguna de ellas lo aceptaría.
Zdorab, mi futuro esposo, no veo el momento de conocerte.
En su tercera noche en el desierto plantaron las tiendas con mayor presteza. Ahora todos conocían bien qué tareas debían hacer, y cuáles debían eludir. Rasa observó con desprecio que Meb y Obring pasaban gran parte del tiempo «ayudando» a sus esposas a realizar tareas que eran fáciles aun para un niño; tenían que hacerlo, pues ni Dolya ni Kokor las habrían hecho.
A veces Dol estaba dispuesta a trabajar, pero mientras Kokor y Sevet no hicieran nada, ella no pensaba ser menos. A fin de cuentas, Dol se había iniciado como actriz cuando Kokor y Sevet aún entonaban canciones infantiles. Rasa sabía cómo funcionaba la cabeza de Dol. Primero el estatus, después la decencia.
¡Pero al menos tenía la decencia en cuenta! ¿Quiénes son estas personas que he criado y educado? Las que son demasiado egoístas amenazan nuestra paz, pero otras son tan dóciles con el Alma Suprema que temo aún más por ellas.
Ahora no estoy a cargo de sus vidas, se recordó Rasa. Estoy a cargo de tensar las cuerdas de la tienda para que no se derrumbe con el primer vendaval.
—Se derrumbará si hay viento fuerte, hagas lo que hagas —dijo Elemak—. Así que no tienes que instalarla como si debiera resistir un huracán.
—¿Sólo una tormenta de arena?
Rasa sintió en el ojo el ardor de una gota de sudor. Trató de enjugársela con la manga, pero tenía el brazo más transpirado que la cara, a pesar de la ligera muselina.
—Este trabajo siempre te hace sudar, haga el tiempo que haga —dijo Elemak—. Permíteme.
Mantuvo tensa la cuerda mientras ella ajustaba el nudo. Rasa sabía muy bien que Elemak podría haberse encargado del nudo sin que le ayudaran a sostener la cuerda. Comprendió de inmediato qué se proponía, cerciorarse de que ella aprendiera su tarea, demostrándole confianza, y permitiéndole la satisfacción de haber armado la tienda.
—Eres hábil para esto —dijo Rasa.
—No es difícil hacer nudos, una vez que los aprendes.
Ella sonrió.
—Ah sí, nudos. ¿Eso es lo que estás haciendo aquí?
Él sonrió a su vez, y Rasa notó que él valoraba su elogio.
—Entre otras cosas, dama Rasa.
—Tú eres un conductor de hombres. No lo digo como madrastra, ni siquiera como cuñada, sino como una mujer que también ha ejercido el liderazgo. Aun los perezosos se avergüenzan de ser demasiado obvios en ello. —No mencionó que hasta ahora sólo había logrado concentrar la autoridad en sí mismo, sin que nadie la asimilara, de modo que no tenía efecto cuando él no estaba presente. Tal vez eso era todo lo que había necesitado durante sus años de caravanero. Pero si se proponía mandar esa expedición (y Rasa no era tan tonta como para creerse que Elemak tenía la menor intención de permitir que su padre ejerciera algo más que una autoridad formal) no podría limitarse a hacer que la gente dependiera de él. La esencia del liderazgo, mi querido y joven jefe, consiste en lograr que la gente sea independiente, de persuadirla de seguirte libremente. Entonces obedece los principios que le has enseñado, aunque le des la espalda. Pero no podía decirle esto en voz alta; aún no estaba preparado para oír esos consejos. Así que Rasa continuó alabándolo, con la esperanza de cimentar su confianza para que él aprendiera a escuchar—. Y mis hijas tienen menos quejas y discusiones que cuando sus vidas eran fáciles.
Elemak hizo una mueca.
—Sabes tan bien como yo que la mitad de ellos preferirían regresar a Basílica cuanto antes. Tal vez yo mismo lo preferiría.
—Pero no regresaremos —dijo Rasa.
—Supongo que sería decepcionante regresar a la ciudad de Moozh cuando él nos despidió con tanta gloria.
—Decepcionante y peligroso.
—Bien, Nafai está libre de la acusación de matar a mi amado hermanastro Gaballufix.
—No está libre de nada —dijo Rasa—. Y llegado el caso, tú tampoco, hijo de mi esposo.
—¡Yo! —El rostro de Elemak se endureció y se sonrojó. No era aconsejable que sus emociones fueran tan transparentes. No era lo que necesitaba un líder.
—Sólo quiero que comprendas que regresar a Basílica es imposible.
—Ten la certeza, Rasa, de que si quisiera regresar a Basílica antes de ver de nuevo a mi padre, lo haría. Y tal vez aún decida hacerlo después de verle.
Ella asintió.
—Me alegra que refresque de noche en el desierto. Así podemos soportar el brutal calor del día, sabiendo que la noche será benigna.
Elemak sonrió.
—Lo preparé para ti, dama Rasa.
—Shedemei y yo estuvimos hablando —dijo Rasa.
—Lo sé.
—Sobre un asunto muy grave. Algo que podría desbaratar nuestra colonia. El sexo, por cierto.
Elemak se puso alerta al instante, pero mantuvo la calma.
—¿Sí? —preguntó.
—Sobre todo, lo concerniente al matrimonio.
—Por el momento cada cual tiene su pareja. Ningún hombre duerme insatisfecho, cosa que no sucede en la mayoría de las caravanas. En cuanto a ti, Hushidh y Shedemei, pronto estaréis con vuestros maridos, o los hombres que lo serán.
—Pero algunos se interesan menos en la cópula que en la cacería.
—Lo sé —dijo Elemak—. Pero las opciones son limitadas.
—Y sin embargo algunos aún están eligiendo, aunque la elección parezca estar ya hecha.
Rasa notó que él se ponía tieso, fingiendo calma, rehusando hacerle la pregunta que tenía en el corazón. Teme por Eiadh, su mujer, su amada. Rasa no había pensado que Elemak fuera tan perceptivo en ese sentido, que ya estaría preocupado.
—Deben permanecer fieles a sus cónyuges —dijo Rasa.
Elemak asintió.
—Nunca he tenido ese problema. En mis caravanas, los hombres están solos hasta que llegamos a las ciudades, y entonces la mayoría se conforman con prostitutas.
—¿Y tú? —preguntó Rasa.
—Ahora estoy casado —dijo Elemak—. Con una esposa joven. Una buena esposa.
—Una buena esposa para un hombre joven. Elemak sonrió irónicamente.
—Nadie es joven para siempre —dijo.