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—¿Quieres estar sola? —preguntó Zdorab.

—Quiero hablar contigo —dijo Shedemei.

Zdorab se sentó, puso el índice a un costado para que ella no creyera que se impacientaba por usarlo, aunque por cierto ella sabía que estaba impaciente.

—Dorova es nuestra última oportunidad —dijo Shedemei—. De regresar a la civilización.

Zdorab asintió con la cabeza. No dando su acuerdo, sino dando a entender que comprendía.

—Zodya, este lugar no es para nosotros —dijo Shedemei—. No somos parte de esto. Es una vida de incesante servidumbre para ti, una vida donde todo mi trabajo se desperdicia. Lo hemos soportado por un año, y hemos servido bien. El motivo por el cual hiciste tu juramento a Nafai fue para no dar la alarma en Basílica, pues los soldados lo habrían aprehendido si regresabas a la ciudad. Eso no puede pasar ahora, ¿verdad?

—No me quedo aquí por mi juramento, Shedya.

—Lo sé —dijo Shedemei, sin poder contener las lágrimas.

—¿Crees que no veo cuánto sufres? Creíamos que un matrimonio de apariencia sería suficiente para ti, pero no lo es. Tú quieres integrarte, y no puedes conseguirlo mientras no tengas un hijo.

Le enfureció que él la analizara de ese modo. Era evidente que la había observado para averiguar cuál era su «problema», y se equivocaba. O al menos se equivocaba a medias.

—No se trata de integrarme —rezongó—. Se trata de vivir. Aquí no soy nadie… no soy científica, no soy madre, ni siquiera soy un buen sirviente como tú. No puedo sondear las honduras del índice porque su voz no me resulta tan clara. Me encuentro repitiendo tus palabras cuando hablo con los demás, porque nadie comprende las cosas que yo sé… y cuando veo a las mujeres con sus hijos quiero tener uno, me desvivo por tenerlo, no para imitarlas sino porque deseo formar parte de la red de la vida, quiero transmitir mis genes, ver cómo crece un niño cuyo rostro se me parece. ¿No entiendes? No tengo taras reproductivas como tú, estoy aislada de mi identidad biológica porque estoy atrapada con este grupo, y si no me alejo moriré y no serviré para nada en este mundo.

Un denso silencio reinó en la tienda cuando ella concluyó este ferviente discurso. ¿En qué piensa Zdorab? ¿Qué piensa de mí? Lo he lastimado, lo sé, le he dicho que detesto estar casada con él, lo cual es cierto, porque él es un verdadero amigo. En toda mi vida es el único a quien he podido abrirle mi corazón.

—No debía haber hablado —susurró—. Pero vi las luces de la ciudad, y pensé… ambos podríamos regresar a un mundo que nos valore.

—Ese mundo no me valoraba más que éste —dijo Zdorab—. Y te olvidas de una cosa… no puedo abandonar el índice.

¿Acaso Zdorab no comprendía su propuesta?

—Llévalo —dijo Shedemei—. Podemos llevar el índice y rodear la bahía. No tendremos niños que nos retrasen. No pueden alcanzarnos. Con el índice podrás vender conocimientos, al igual que yo. Podremos ganar dinero en Dorova para regresar al ancho mundo del norte antes que esta caravana pueda volver al norte para aprehendernos. Ellos no necesitan el índice… ¿no ves que Luet, Nafai, Volemak y Hushidh hablan con el Alma Suprema sin la ayuda del índice?

—No lo necesitan, así que no somos ladrones si nos lo llevamos —dijo Zdorab.

—Sí, claro que somos ladrones. Pero los ladrones que roban a quienes no necesitan lo que les roban pueden convivir con su delito mejor que los ladrones que roban el pan de la boca de los pobres.

—No sé si es la magnitud del delito lo que decide si el delincuente puede convivir con ello —dijo Zdorab—. Creo que es la bondad natural de la persona que comete el delito. Los asesinos a menudo conviven con el homicidio más cómodamente que un hombre honesto con una pequeña mentira.

—Y tú eres tan honesto…

—Sí, lo soy —dijo Zdorab—. Y también tú.

—Ambos vivimos una mentira cada día que pasamos aquí —dijo Shedemei. Era terrible decirlo, pero estaba tan desesperada por lograr un cambio, cualquier cambio, que le arrojaba todo lo que tenía a mano.

—¿De veras? ¿Es una gran mentira? —Zdorab parecía menos ofendido que pensativo. Meditabundo—. El otro día Hushidh me comentó que tú y yo tenemos uno de los vínculos más fuertes de esta caravana. Hablamos acerca de todo. Sentimos un inmenso respeto mutuo. Nos amamos… eso dijo ella, y yo la creo. Es verdad, ¿o no?

—Sí —suspiró Shedemei.

—¿Entonces cuál es la mentira? La mentira consiste en que yo no soy tu pareja en la reproducción. Eso es todo. Y si esa mentira se convirtiera en verdad, y llevaras un hijo en el vientre, te sentirías entera, ¿verdad? La mentira ya no desgarraría tu corazón, porque entonces serías lo que ahora sólo pareces, una esposa, y podrías formar parte de esa red de la vida.

Ella le estudió el rostro, esperando ironía, pero no encontró ninguna.

—¿Puedes?

—No sé. Nunca tuve tanto interés como para intentarlo, y aun así no habría tenido una compañera deseosa. Pero, si puedo encontrar pequeñas satisfacciones con mi propia imaginación, a solas, ¿por qué no podría… entregar un obsequio de amor a mi más querida amiga? No porque yo lo desee, sino porque ella lo desea.

—Por piedad —dijo ella.

—Por amor. Más amor del que sienten estos hombres que cabalgan a sus esposas todas las noches con tanto apasionamiento como si se rascaran una picazón o vaciaran la vejiga.

Lo que él ofrecía —engendrar un hijo con ella— era algo que Shedemei nunca había considerado una posibilidad. ¿Acaso su condición no era su destino?

—¿Acaso el amor no muestra su rostro —continuó Zdorab— cuando satisface la necesidad del amado, y sólo por ese amado? ¿Cuál de esos esposos puede afirmar semejante cosa?

—¿Pero un cuerpo de mujer no resulta… repulsivo para vosotros?

—Para algunos, quizá. La mayoría sólo sentimos indiferencia. Lo mismo que los hombres comunes sienten por otros hombres. Pero puedo decirte qué hacer para despertar mi deseo. Tal vez pueda imaginar a otros amantes del pasado, si me perdonas esa… deslealtad… que me permitiría darte mi hijo.

—Pero, Zdorab, no quiero que tú me des un hijo —dijo Shedemei. No sabía cómo decirlo, pues la idea acababa de ocurrírsele, pero las palabras salieron con toda claridad—. Quiero que ambos tengamos un hijo.

—Sí, eso quise decir. Seré un padre para nuestro hijo. En eso no tendré que fingir. Mi mal, por así llamarlo, no es hereditario, en rigor. Si tengo un varón, no será necesariamente… como yo.

—Ah, Zodya, ¿no sabes que en muchos sentidos quiero que nuestros hijos sean exactamente como tú?

—¿Hijos? No trates de coger los peces antes de hacerte a la mar, querida Shedya. No sabemos si podremos lograrlo siquiera una vez, y menos las veces necesarias para concebir un hijo. Tal vez resulte tan desagradable que nunca más lo intentemos.

—¿Pero lo intentarás una vez?

—Lo intentaré hasta que lo logremos, o hasta que me pidas que desista. —Se inclinó hacia ella y le besó la mejilla—. En verdad, lo más difícil para mí puede ser esto: que en mi corazón te considero mi queridísima hermana. Acostarme contigo se parecerá al incesto.

—Oh, no te sientas así, el único problema que tendremos en ese sentido será cuando un hijo de Luet se enamore de una hija de Hushidh. ¡Primos cercanos por partida doble! Tú y yo no tenemos ninguna cercanía genética.

—Y sin embargo estamos muy cerca en otros sentidos. Ayúdame a hacer esto por ti. Si podemos lograrlo, nos traerá mucha alegría. En cambio, huir, escapar de nuestros amigos, separarnos, a despecho del Alma Suprema… ¿qué alegría podría traernos? Ésta es la mejor manera, Shedya. Quédate conmigo.