Nafai encontró el bosque fácilmente. El Alma Suprema tenía una idea bastante precisa de la vegetación que crecía en la zona, y sabía qué bosques escogían los fabricantes de arcos de diversas ciudades y culturas. Lo que el Alma Suprema no podía era darle habilidad manual. Nafai no era excesivamente torpe, pero nunca había trabajado con madera, ni con cuchillos, salvo para destripar y desollar sus presas. Ya había estropeado dos arcos, y ahora anochecía y ni siquiera había empezado a fabricar flechas.
No puedes adquirir en una hora la destreza que otros adquieren en toda una vida.
¿Le hablaba el Alma Suprema, o era la voz de su desesperación?
Nafai se sentó en una roca chata, alicaído. Tenía su tercer trozo de madera sobre las rodillas, el cuchillo en la mano, recién afilado. Pero sabía tan poco como antes sobre esta tarea. Sólo tenía un catálogo de las maneras en que los cuchillos podían resbalar y estropear la madera, o en que la madera podía quebrarse precisamente donde no debía. Nunca se había sentido tan frustrado desde que el Alma Suprema le había puesto en la mente el sueño de Padre y casi enloqueció.
Al recordar ese momento, tiritó. Pero luego, pensando en ello, comprendió que también podía ser un modo de…
—Alma Suprema —susurró—, en este mundo hay maestros en la fabricación de arcos. En este preciso instante, hay un artesano que talla un trozo de madera para darle la forma apropiada.
(Ninguno con herramientas tan primitivas como las tuyas), dijo el Alma Suprema.
—Entonces encuentra uno e incúlcale la idea de tallar con un cuchillo sencillo. Luego ponme en la mente sus pensamientos y movimientos. Déjame sentir la sensación.
(Enloquecerás.)
—Encuentra un fabricante de arcos en tu memoria, alguien que siempre haya trabajado así… tiene que existir alguno, en cuarenta millones de años, alguno que amara el contacto de su cuchillo, que pudiera tallar un arco sin pensar.
(Ah, sin pensar. Puro hábito, puro reflejo.)
—Padre se concentraba muchísimo en todo durante ese sueño… por eso yo no soportaba tener sus recuerdos en la mente. Pero un fabricante de arcos cuyas manos trabajen sin pensar… dame esa destreza. Permíteme saber qué se siente, así podré adquirir esos reflejos.
(Nunca hice semejante cosa. No me diseñaron para esto. Podría volverte loco.)
—También podrías hacerme fabricar un arco. Y si fracaso en esto, la expedición ha terminado.
(Lo intentaré. Pero dame tiempo. Se necesita tiempo para descubrir un hombre, en todos los años de vida humana en Armonía, que haya trabajado de esa manera, sin pensar en nada…)
Nafai aguardó. Un minuto, dos. Luego tuvo una extraña sensación. Un cosquilleo, no en los brazos, sino en su imagen mental de los brazos. Una necesidad de mover los músculos, de trabajar. Está sucediendo, pensó Nafai. La memoria de los músculos, la memoria de los nervios… debo aprender a recibirla, dejar que mi cuerpo se deje guiar por las manos y los dedos, las muñecas y los brazos de otro.
Movió el cuchillo hasta sentirlo cómodo en la mano. Y luego lo deslizó por la superficie de la madera, sin dejar que la mordiera, sintiendo tan sólo la lisura de la rama. Y al fin reconoció el momento en que la madera invitaba a la hoja a penetrar en su superficie, a pelar la delgada corteza. El cuchillo se desplazaba como un pez hendiendo el mar, sintiendo la resistencia de la madera, aprendiendo de ella, encontrando los lugares duros, los lugares blandos, trabajando en ellos, con menos fuerza donde el exceso de presión partiría la madera, con más energía donde la madera exigía disciplina.
Había caído el sol. La luna despuntaba cuando Nafai terminó, pero el arco era liso y bello.
Madera verde, para que no conserve mucho tiempo su elasticidad.
¿Cómo supe eso?, pensó Nafai, y se rió de sí mismo. ¿Cómo había aprendido todo eso?
Podemos escoger las ramas que necesitamos y fabricar arcos de madera verde al principio, pero también guardar otras, dejarlas estacionar, para que los arcos que fabriquemos después sean duraderos. Hay muchas arboledas que nos servirán en nuestro camino hacia el sur. Ni siquiera tendremos que esperar aquí para coger ramas para los arcos.
Cuidadosamente sujetó y anudó un extremo del cáñamo que le había dado Luet, y lo ciñó en torno de la muesca que había tallado en un extremo del arco. Llevó el cáñamo hasta el otro extremo, lo enroscó en torno de la otra muesca, lo ciñó. Lo tensó para que la cuerda estuviera tirante, de modo que al disparar una flecha no se aflojara, sino que recobrara su rectitud, para que la flecha volara en línea recta. Tenía la sensación de haberlo hecho mil veces, y sujetó la cuerda fácil y hábilmente, cortó la parte sobrante y la anudó.
—Si pienso en ello —le dijo al Alma Suprema—, no puedo hacerlo.
(Porque es reflejo), respondió el Alma Suprema. (Es más profundo que el pensamiento.)
—¿Pero lo recordaré? ¿Podré enseñarlo a los demás?
(Recordarás una parte. Cometerás errores, pero recordarás, porque ahora también está alojado en las honduras de tu mente. Tal vez no sepas explicar bien lo que haces, pero ellos podrán aprender observándote.)
El arco estaba preparado. Desató la cuerda y se puso a trabajar en las flechas. El Alma Suprema lo había conducido a un lugar donde anidaban muchos pájaros, y allí no faltaban plumas. Y fabricó las cortas y rectas astas con los toscos juncos que crecían a orillas de una laguna, duros como madera. Y las puntas de flecha con la obsidiana que arrancó de la ladera de una colina. Juntó todos los materiales, sin saber cómo trabajar con ellos, pero ahora el conocimiento brotaba de sus dedos sin llegar a su mente consciente. Al alba tendría sus flechas, su arco, tal vez a tiempo para obtener algunas horas de sueño. Después amanecería, y afrontaría la verdadera prueba: rastrear y seguir a su presa, matarla y llevarla a casa.
¿Y entonces qué? Seré el héroe que regresa triunfal al campamento, con sangre en las manos y en la ropa, seré el que llevó carne cuando nadie más podía hacerlo. Seré el que permitió que continuara la expedición. Seré Vehkodushmi, seré el salvador de mi familia y mis amigos, todos sabrán que cuando mi padre se amedrentó yo encontré un modo de continuar, de modo que cuando naveguemos entre las estrellas y nuevamente hollemos el suelo de la Tierra, habrá sido mi triunfo, porque yo fabriqué este arco, estas flechas, y llevé comida a las mujeres.
En medio de este triunfo imaginario, otro pensamiento: Seré uno de los responsables si algo anda mal. Seré culpado por cada infortunio del viaje. Será mi expedición, y aun Padre acudirá a mí en busca de consejo. En ese día Padre quedará irremediablemente debilitado. ¿Quién mandará entonces? Hasta ahora, la respuesta habría sido clara: Elemak. ¿Quién podía rivalizar con él? ¿Quién podía seguir a otro, salvo el puñado dispuesto a obedecer al Alma Suprema? Pero ahora, si regreso como héroe, estaré en posición de rivalizar con Elemak. No en posición de dominarlo, empero. Sólo de rivalizar con él. Sólo tendré fuerza suficiente para dividir al grupo. Habrá rencores, gane quien gane; podría haber derramamiento de sangre. Eso no debe suceder, si la expedición ha de tener éxito.
No puedo regresar como un héroe. Debo hallar un modo de llevar la carne que necesitamos para vivir, para alimentar a los niños, sin afectar el liderazgo de Padre.
Mientras reflexionaba, sus dedos y manos continuaban su labor, hallando con pericia los juncos más rectos y tallándoles muescas para la cuerda del arco, abriéndoles diestras espirales para las flechas, y entreabriendo la otra punta para colocar las diminutas puntas de obsidiana.
Zdorab yacía junto a Shedemei, sudoroso y exhausto. El mero agotamiento físico casi lo había disuadido. ¿Cómo algo que les traería tan poco placer podía ser tan importante para ella, e incluso para él? Sin embargo lo habían logrado, a pesar del desinterés inicial de su cuerpo. Recordó algo que le había dicho un antiguo amante: que en definitiva, un hombre podía copular con cualquier criatura que se quedara quieta el tiempo necesario y no mordiera demasiado. Quizá fuera así…