—¿Pero será ella buena esposa dentro de cinco años? ¿O diez?
El la miró extrañamente.
—¿Cómo he de saberlo?
—Pero debes pensar en ello, Elya. ¿Qué clase de esposa será ella dentro de cincuenta años?
Él parecía desconcertado. No había pensado en el futuro, y ni siquiera sabía cómo fingir que había pensado en el futuro. Lo cogió totalmente por sorpresa.
—Pues lo que señalaba Shedemei, confirmando mis propias opiniones sobre el asunto, es que es imposible continuar con las costumbres matrimoniales de Basílica en el desierto. Basílica era muy grande, y nosotros somos apenas dieciséis personas. Ocho parejas. Cuando abandones a Eiadh por otra, ¿con quién se casará ella?
Por cierto, Rasa sabía (y sabía que Elemak también sabía) que lo más probable era que Eiadh decidiera no renovar el contrato conyugal con Elemak, y no a la inversa.
Pero la pregunta seguía siendo la misma. ¿Con quién se casaría Eiadh?
—Y los hijos —continuó Rasa—. Habrá hijos, pero no escuelas donde enviarlos. Se quedarán con sus madres, y otro hombre, otros hombres, los criarán.
Notó que su descripción del futuro preocupaba a Elemak. Sabía exactamente qué le preocupaba más, y no se avergonzaba de utilizar ese conocimiento. A fin de cuentas, los peligros que describía eran reales.
—Como ves, Elemak, mientras seamos sólo dieciséis almas que deben permanecer unidas para sobrevivir en el desierto, el matrimonio debe ser permanente.
Elemak no la miró. Pero los pensamientos se le veían en el rostro cuando se sentó en la alfombra que había extendido a manera de piso en el interior de la tienda, cubriendo el suelo arenoso.
—No podemos sobrevivir a las riñas —insistió ella—, los agravios… estaremos demasiado cerca, continuamente. Es preciso decírselo. Tu cónyuge de hoy lo es para siempre.
Elemak se acostó en la alfombra.
—¿Por qué me escucharían a mí si les hablara de ello? —dijo—. Creerán que lo digo para quedarme con Eiadh. Sé muy bien que otros ya están esperando el momento de cortejarla, cuando hayan pasado nuestros primeros años de matrimonio.
—Entonces debes persuadirlos de aceptar los motivos para un matrimonio monógamo… para que entiendan que no se trata de un plan interesado de tu parte.
—¿Persuadirlos? —Elemak soltó una carcajada—. Dudo que pueda persuadir a Eiadh.
Rasa notó que él se arrepentía al instante de haber hecho ese comentario. Era toda una confesión.
—Quizá persuasión no sea el término adecuado.
Es preciso ayudarles a entender que es una ley que debemos obedecer para evitar que esta familia se disgregue en un baño de sangre físico y emocional, tal como debemos guardar silencio cada día de viaje.
Elemak se incorporó, se inclinó hacia ella, con ojos plenos de… ¿qué? ¿Furor, temor, aflicción? Rasa se preguntó si había en juego más de lo que ella creía.
—Dama Rasa —dijo Elemak—, ¿esta ley que quieres es tan importante como para matar por ella?
—¿Matar? Eso es precisamente lo que más temo. Eso es lo que debemos evitar.
—Estamos en el desierto, y cuando lleguemos al campamento de Padre aún estaremos en el desierto, y en el desierto hay un solo castigo para cualquier delito. La muerte.
—No seas absurdo.
—Decapitación o abandono en el desierto, lo mismo da. Aquí el exilio es la muerte.
—Pero jamás se me ocurriría imponer una pena tan severa.
—Piénsalo, Rasa. ¿Dónde encarcelaríamos a alguien mientras viajamos? ¿Quién dispondría de tiempo libre para vigilar a un prisionero? Siempre se pueden dar azotes, por cierto, pero luego tendríamos que cuidar de una persona herida, y ya no podríamos viajar seguros.
—¿Y qué dices de revocar un privilegio? ¿Quitarle algo? Una multa, como se hacía en Basílica.
—¿Qué les quitarías, Rasa? ¿Qué privilegios tenemos? Si privas al infractor de algo que necesita de veras, como el calzado o el camello, lo lastimas de cualquier modo, y debemos viajar más despacio y arriesgar a todo el grupo. Si lo privas de lujos prescindibles, lo llenas de resentimiento y tienes una persona más a quien atender pero en quien no puedes confiar. No, Rasa, si la vergüenza no es suficiente para impedir que un hombre infrinja una ley, el único castigo efectivo es la muerte. El infractor no reincidirá, y todos los demás sabrán que va en serio. Y cualquier castigo más leve que la muerte surtirá el efecto contrario… el infractor reincidirá, y nadie más respetará la ley. Por eso te pregunto, antes de decidir que ésta ha de ser una ley en nuestros viajes, si consideras que vale la pena matar por ella.
—Pero de cualquier modo nadie te creerá capaz de matar, ¿verdad?
—¿Eso crees? Puedo decirte por experiencia que lo más difícil de castigar a un hombre en una travesía es contar a su viuda y sus huérfanos por qué no regresó a casa.
—Oh, Elemak, nunca creí…
—Nadie lo cree. Pero los hombres del desierto lo saben. Y cuando abandonas a un hombre en vez de matarlo al instante, tampoco le das ninguna posibilidad… ni camello, ni caballo, ni siquiera agua. De hecho, lo amarras de tal modo que no pueda moverse, para que los animales lo liquiden pronto… porque si vive demasiado, pueden encontrarlo los bandidos, y entonces padecerá una muerte más cruel, y mientras muere revelará a los bandidos tu paradero, y cuánta gente llevas, y cuántos montan guardia, y dónde guardas tus objetos de valor. También revelará otras cosas… el nombre cariñoso con que llama a su mujer, el apodo de los guardias, de modo que los bandidos sabrán qué decir en la oscuridad para confundir a tu gente y tomarla desprevenida. Les revelará…
—¡Basta! —exclamó Rasa—. Lo haces a propósito.
—Tú crees que la vida en el desierto es una cuestión de frío y calor, de camellos y tiendas, de ir de vientre en la arena y de dormir en alfombras en vez de camas. Pero yo te describo aquello que Padre, tú y Nafai habéis escogido para nosotros…
—Lo que ha escogido el Alma Suprema.
—… la vida más penosa que puedas imaginar, un mundo peligroso y brutal donde la muerte te respira en la nuca, y donde tienes que estar dispuesto a matar para mantener el orden.
—Pensaré en otra cosa. Otra manera de manejar los matrimonios…
—No podrás. Te devanarás los sesos, y al fin y al cabo llegarás a la única conclusión posible. Si esta descabellada colonia desea triunfar, debe triunfar en el desierto y por la ley del desierto. Eso significa que las mujeres deben ser fieles a sus hombres, o morir.
—Y los hombres, si ellos son infieles —dijo Rasa, con la certeza de que Elemak no podía pretender que sólo se castigara a las mujeres.
—Oh, entiendo. Si dos personas infringen esta ley del matrimonio, tú deseas que ambas mueran, ¿verdad? Ahora tú eres la sanguinaria. Una mujer es más prescindible que un hombre. A menos que propongas que entrene a Kokor y Sevet para luchar. A menos que creas que Dol y Shedemei pueden cargar las tiendas en el lomo de los camellos.
—Conque en tu mundo de hombres la mujer sufre el peor castigo…
—Ahora no estamos en Basílica, Rasa. Las mujeres prosperan donde la civilización es fuerte. Aquí no. Si lo piensas bien, verás que castigar a la mujer sola es el mejor modo de mantener la ley. Porque ningún hombre puede susurrar «te amo» cuando ambos saben que en realidad quiere decir «tengo tantas ganas de follarte que no me importa si te mueres». ¿Cuánto éxito puede tener su seducción? Y si trata de forzarla, ella gritará… porque sabrá que su vida está en juego. Y si pillamos a un violador, mientras ella grita, en ese caso es el hombre quien muere. ¿Entiendes? El arte de la seducción pierde todo su encanto.
Elemak casi se echó a reír ante el semblante consternado que tenía Rasa cuando él dio media vuelta y salió de la tienda. Sí, ella creía que podía ejercer el liderazgo aun en el desierto, donde no conocía ni siquiera los rudimentos de la supervivencia, donde era un peligro constante para todos, con su cháchara, con esa presunta sabiduría que siempre estaba ávida de compartir, con su aire de mando. Podía crear esa ilusión de poder en Basílica, donde las mujeres tenían a los hombres tan sometidos con costumbres y modales que ella podía tomar decisiones y lograr que otros las respetaran. Pero aquí pronto descubriría —ya estaba descubriendo— que le faltaba la auténtica voluntad de poder. Quería mandar, pero no quería tomar las duras decisiones que exigía el mando.