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¿Por qué debernos actuar así?, se preguntó. Teníamos la oportunidad de formar una sociedad distinta. Equilibrada, justa, equitativa, recta. Pero aun Nafai e Issib parecían dispuestos a romper el equilibrio. ¿La rivalidad entre hombres y mujeres llega a tal punto que siempre uno debe prevalecer sobre el otro? ¿Está incorporada a nuestros genes? ¿La comunidad siempre debe estar dominada por uno u otro sexo?

Tal vez, pensó Luet. Tal vez somos como los mandriles. Cuando somos estables y civilizados, las mujeres toman decisiones, fundan hogares, crean relaciones y amistades. Pero cuando somos nómadas y estamos al borde de la supervivencia, dominan los hombres, y no toleran que las mujeres se inmiscuyan. Tal vez en eso consista la civilización, en el dominio de la hembra sobre el macho. Y cuando se derrumba, decimos que el resultado es incivilizado, bárbaro, viril.

Pasaron un año entre los dos ríos, esperando el nacimiento del hijo de Shedemei. Fue varón, y lo bautizaron Padarok —regalo—, aunque lo llamaban Rokya. Podrían haber continuado el viaje, pero ahora otras tres mujeres habían concebido, entre ellas Rasa y Luet, que eran las más frágiles durante la preñez. Permanecieron pues para una segunda cosecha, y unos meses más, hasta que todas las mujeres menos Sevet hubieron dado a luz. Fueron treinta los que emprendieron el próximo tramo del viaje, y la primera generación de niños ya caminaba y la mayoría empezaba a hablar antes de iniciar el viaje.

Habían sido dos buenos años. En vez de cultivar en el desierto, habían contado con campos fecundos y húmedos en terreno propicio. Sus cultivos eran más variados, la caza era mejor, y hasta los camellos medraron, dando a luz quince nuevas bestias de carga. Fabricar sillas fue difícil —ninguno de ellos había aprendido a hacerlo— pero encontraron el modo de poner a dos niños en cada uno de los cuatro animales más dóciles, que siempre viajaban con los camellos de las mujeres. Algunos niños se aterraron al subirse a las sillas de montar —los camellos son muy altos— pero pronto se acostumbraron, e incluso lo disfrutaron.

Tuvieron un agradable viaje por la sabana, a lo largo de la costa; devoraban kilómetros como nunca antes, ni siquiera en el liso desierto del sudoeste de Basílica. En tres días llegaron a una bahía que los hombres ya conocían, pues habían cazado y pescado allí durante los dos últimos años. Pero Volemak, por la mañana, los desalentó al revelarles que no irían al sur, como todos esperaban, sino al oeste.

¡Al oeste! ¡Mar adentro!

Volemak señaló la isla rocosa que asomaba en el mar a menos de dos kilómetros.

—Más allá hay otra isla, una isla enorme. En esa isla nos espera un viaje tan largo como el que hemos realizado desde que abandonamos el Valle de Mebbekew.

Con la marea baja, Nafai y Elemak intentaron vadear el estrecho que separaba la tierra firme de la isla. Pudieron lograrlo, y tuvieron que nadar muy poco en el medio. Pero los camellos se resistían, así que terminaron por construir balsas.

—Lo he hecho antes —dijo Elemak—. Nunca en un cruce de agua salada, pero aquí las aguas son bastante calmas.

Talaron árboles, botaron los troncos al agua, los sujetaron con sogas hechas con fibras de los juncos de las marismas. Tardaron una semana en construir las balsas, y dos días en cruzar los camellos —uno por vez— y luego los bultos, y por último las mujeres y los niños. Acamparon en la costa donde habían desembarcado, y los hombres llevaron las balsas hasta el extremo sudoccidental de la isla, donde las necesitarían para el cruce hacia la isla más grande. En otra semana el grupo había atravesado la isla pequeña y había cruzado a la más grande. Empujaron las balsas al agua y las siguieron con la mirada mientras se alejaban. La punta norte de la isla grande era montañosa y boscosa. Pero poco a poco las montañas dieron paso a las colinas, y luego a anchas sabanas. Desde una llanura baja y ondulante avistaron el Mar del Barranco al oeste y el Mar de Fuego al este, tan angosta era la isla en esa zona. Y cuanto más al sur viajaban, más comprendían por qué el Mar de Fuego se llamaba así. Se elevaban volcanes en el mar, y a lo lejos veían el humo de las erupciones.

—Esta isla formó parte de la tierra firme hasta hace cinco millones de años —explicó Issib—. Hasta entonces, el Valle de los Fuegos llegaba hasta esta isla, al sur de nosotros… y los fuegos todavía continúan en el mar que ha llenado el espacio que divide ambas partes del valle.

Criados en Basílica, no tenían una comprensión cabal de las fuerzas naturales. Basílica era un lugar inmutable que se enorgullecía de su antigüedad. Aquí, aunque los tiempos se medían en millones de años, podían ver claramente el enorme poder de ese planeta, y la virtual insignificancia de los moradores humanos de la superficie.

—Sin embargo, no somos insignificantes —dijo Issib—. Porque somos los que ven los cambios, y los conocen, y comprenden que hay cambios, que una vez las cosas fueron diferentes. Las demás criaturas del universo viven en un ahora infinito, inmutable. Sólo nosotros conocemos el paso del tiempo, sabemos que una cosa es causa de otra, que somos cambiados por el pasado y cambiaremos el futuro.

La isla se ensanchó, y el terreno se volvió más escabroso. Era similar al del Valle de los Fuegos, la continuación de ese valle, tal como Issib había pre-dicho. Pero era más apacible —nunca encontraron un sitio donde los gases subterráneos ardieran en la superficie— y el agua era más pura. Era cada vez más seco a medida que continuaban hacia el sur, aunque estaban internándose en una serranía.

—Estas montañas tienen nombre —dijo Issib, consultando el índice—. Dalatoi. Aquí vivía gente antes que la isla se separase de la tierra firme. Aquí se hallaba la más grande y más antigua de las Ciudades de Fuego.

—¿Skudnooy? —preguntó Luet, recordando la historia de esa ciudad de avaros que se aisló del mundo y supuestamente ocultaba la mayor parte del oro de Armonía en bóvedas subterráneas.

—No, Raspiatny —dijo Issib. Y todos recordaron las historias acerca de la ciudad de piedra y musgo, donde los arroyos atravesaban todas las habitaciones de una ciudad del tamaño de una montaña, tan alta que las habitaciones superiores se congelaban, y los que vivían allí tenían que encender fogatas para derretir los ríos, de modo que las habitaciones inferiores tuvieran agua todo el año.

—¿La veremos? —preguntaron.

—Lo que queda de ella —dijo Issib—. Fue abandonada hace diez millones de años, pero estaba hecha de piedra. La antigua carretera que estamos siguiendo lleva hacia allí.

Sólo entonces comprendieron que seguían una carretera antigua. No había rastros de pavimento, y la carretera a veces estaba destrozada o interrumpida por barrancos. Pero siempre regresaba al camino que ofrecía menor resistencia, y de cuando en cuando veían colinas cortadas para dar paso a la carretera, y valles parcialmente rellenos de piedras que aún no se habían gastado.

—Si aquí hubiera más lluvias —dijo Issib—, no quedaría nada. Pero la isla se ha desplazado al sur, de modo que esta tierra se encuentra en las latitudes del Gran Desierto del Sur, así que el aire es más seco y hay menos erosión. Algunas obras de la humanidad dejan sus rastros, a pesar de tanto tiempo.

—Alguien tiene que haber usado esta carretera en los últimos diez millones de años.

—No —dijo Issib—. Ningún ser humano ha pisado esta isla desde que se separó de la tierra firme.

—¿Cómo puedes saberlo? —se mofó Mebbekew.

—Porque el Alma Suprema ha impedido que los humanos vinieran aquí. Nadie recuerda siquiera que esta isla existe. Era el deseo del Alma Suprema. Mantener las cosas a buen recaudo y preparadas… para nosotros, supongo.