Vieron Raspyatny un día entero antes de llegar allí. Al principio parecía una montaña de extraña textura, pero al acercarse comprendieron que estaban viendo ventanas talladas en la piedra. Era una montaña alta, de modo que la ciudad tallada en su ladera debía ser inmensa.
Acamparon al noreste de la ciudad, donde corría un pequeño arroyo. Siguieron la corriente y encontraron que nacía en la ciudad misma. Dentro formaba cascadas y las paredes cercanas estaban cubiertas de musgo; era mucho más fría que el aire del desierto.
Se turnaron para explorar, en grupos numerosos, y algunos se hacían cargo de los niños y los animales mientras los demás trepaban por las ruinas de la ciudad.
Lejos del arroyo, la ciudad no estaba tan erosionada, aunque el interior no estaba tan bien preservado como la pared externa. Comprendieron el porqué cuando descubrieron rastros de un sistema de acueductos que, tal como decía la leyenda, había llevado agua a todas las habitaciones de la ciudad.
Les sorprendió la falta de corredores internos. Cada habitación desembocaba en otra.
—¿Cómo gozaban de intimidad? —preguntó Hushidh—. ¿Cómo podían estar a solas, si cada habitación era un lugar por donde caminaban todos?
Nadie tenía una respuesta.
—Más de doscientas mil personas vivían aquí en los viejos tiempos —dijo Issib—. Cuando toda esta zona estaba más al norte, y mejor irrigada. Toda la comarca estaba sembrada, durante kilómetros hasta el norte, pero sus enemigos nunca lograban atacarlos porque mantenían alimentos para diez años dentro de estas murallas, y nunca les faltaba agua. Sus enemigos podían quemar sus campos y sitiarlos, pero se morían de hambre antes que los habitantes de Raspyatny padecieran la menor necesidad. Sólo la naturaleza misma podía despoblar este lugar.
—¿Por qué todo esto no fue destruido en los terremotos del Valle de los Fuegos? —preguntó Nafai.
—No hemos visto la ladera oriental. El índice dice que media ciudad fue arrasada en dos grandes terremotos, cuando se abrió la grieta y penetró el mar.
—Habría sido glorioso ver semejante inundación —dijo Zdorab—. Desde un lugar seguro, naturalmente.
—Todo el lado oriental de la ciudad se derrumbó —continuó Issib—. Ahora es sólo una ladera de montaña. Pero este lado se conservó. Diez millones de años. Nunca se sabe. Desde luego, los arroyos lo están erosionando por dentro, transformando el exterior en una cáscara vacía. Con el tiempo se desplomará. Tal vez toda de golpe. Una parte se quebrará, y ejercerá demasiada presión sobre el resto, y todo se derrumbará como un castillo de arena en la playa.
—Hemos visto una de las ciudades de los héroes —dijo Luet.
—Y las leyendas eran ciertas —dijo Obring—. Lo cual me lleva a preguntarme si la ciudad de Skudnooy también estará por aquí.
—El índice dice que no —dijo Issib—. Se lo pregunté.
—Qué pena —dijo Obring—. Todo ese oro.
—Oh, vamos —dijo Elemak—. ¿Y dónde ibas a venderlo? ¿O acaso te lo comerías? ¿O lo llevarías encima?
—Conque ni siquiera se me permite soñar con grandes riquezas, ¿eh? —dijo Obring de mal humor—. ¿Sólo se permiten sueños prácticos?
Elemak se encogió de hombros y calló.
Tras alejarse de las inmediaciones de Raspyatny —tardaron un día entero en rodear el lado occidental de la ciudad, que parecía haber cubierto toda la ladera de la montaña— atravesaron un paso alto, que también parecía preparado para albergar una carretera con mucho tráfico.
—En un tiempo esta carretera unía las Ciudades de Fuego con las Ciudades de las Estrellas —dijo Issib—. Ahora sólo conduce a un desierto.
El paso los condujo a una sabana vasta y seca donde la isla se angostaba, con el Mar de las Estrellas al este y el resplandor azul del extremo meridional del Mar del Barranco al oeste. Mientras descendían, perdieron de vista el mar occidental; en cambio, a petición del Alma Suprema, bordearon la costa occidental, porque allí llovía más y podían pescar en el mar.
Fue un trayecto difícil. No había agua, y en tres ocasiones tuvieron que cavar fuentes, y el calor era aplastante bajo el tórrido sol tropical. Pero ésta era exactamente la clase de terreno que Elemak y Volemak habían afrontado desde su juventud, y avanzaron a buen ritmo. Diez días después bajaron del paso entre las montañas Dalatoi; el Alma Suprema los condujo hacia el sur cuando la línea costera viró al sureste, y mientras ascendían por colinas ondulantes, la hierba se volvió más tupida, y más árboles salpicaban el paisaje. Atravesaron montañas bajas y castigadas por los elementos, bajaron por un valle, subieron más colinas, y luego descendieron por la comarca más bella que habían visto jamás.
Había bosques y anchos prados, y las abejas zumbaban sobre campos de flores silvestres, prometiendo que la miel sería fácil de encontrar. Había arroyos de aguas cristalinas que desembocaban en un río ancho y meandroso. Shedemei se apeó del camello y examinó el suelo.
—No es como los herbazales del desierto —dijo—. No sólo raíces. Aquí hay una auténtica capa de tierra fértil. Podemos cultivar en estos prados sin destruirlos.
Por primera vez en todo el viaje, Elemak no se molestó en conferenciar con Volemak para decidir dónde acamparían. No había lugar donde no hubieran podido detenerse para pasar la noche.
—Esta tierra podría albergar a toda la población de Seggidugu y todos vivirían en medio de riquezas —dijo Elemak—. ¿No crees, Padre?
—Y somos los únicos humanos aquí —respondió Volemak—. El Alma Suprema preparó este sitio para nosotros. Nos ha aguardado diez millones de años.
—¿Entonces nos quedamos aquí? ¿Aquí veníamos?
—Nos quedaremos aquí por ahora. Varios años, por lo menos. El Alma Suprema aún no está preparada para llevarnos a las estrellas, de regreso a la Tierra. Por ahora, éste será nuestro hogar.
—¿Cuántos años? —preguntó Elemak.
—Bastantes, así que deberemos construir casas dé madera, y usar nuestras viejas tiendas como toldos y cortinas —dijo Volemak—. A partir de aquí ya no viajaremos por tierra ni por mar. Sólo nos iremos cuando subamos a las estrellas. Así pues, llamemos a este sitio Dostatok, porque con su abundancia colmará nuestras necesidades. El río se llamará Rasa, porque es fuerte y vital y nunca cesará de brindarnos lo que necesitamos.
Rasa asintió en señal de gratitud, pero en su ligera sonrisa Luet vio que ella sabía que su esposo trataba de ser conciliador en el uso de los nombres.
Se asentaron en un promontorio bajo, frente a la desembocadura del río Rasa, cuyas aguas se derramaban en el Océano Meridional. Tan lejos habían llegado, dejando atrás el Mar del Barranco y el Mar de las Estrellas. Al cabo de un mes todos tenían casas de madera con techo de paja, y en esa latitud el clima era favorable todo el año, así que no importaba mucho en qué momento sembraban; había lluvias casi todos los días, y las torrenciales tormentas pasaban deprisa, sin causar daños.
Los animales eran tan dóciles que no temían al hombre; pronto domesticaron las cabras salvajes, que obviamente descendían de los mismos animales que se arreaban en las cercanías de Basílica; la leche de camello se convirtió al fin en un líquido que sólo bebían los camellos pequeños, y «queso de camello» se convirtió en un eufemismo para designar aquello que los bebés bien alimentados dejaban en sus pañales. En los seis años siguientes nacieron más niños, hasta que hubo treinta y cinco pequeños, cuya edad abarcaba desde los ocho años hasta varios recién nacidos. Cultivaban los campos juntos, y compartían equitativamente los productos; de cuando en cuando los hombres iban de cacería, obteniendo carne para secar y salar, y pieles para curtir. Rasa, Issib y Shedemei se encargaron de la educación de los niños, abriendo una escuela.
Claro que no todo era paz y alegría. Había riñas. Kokor pasó un año entero sin hablar a Sevet, por una trivialidad; hubo otro enfrentamiento entre Meb y Obring que indujo a Obring a construir una casa más alejada del resto del grupo. Había resentimientos: algunos pensaban que los demás no trabajaban lo suficiente, otros pensaban que su trabajo era más valioso que las tareas de los demás. Y existía una tensión constante entre las mujeres, que buscaban el liderazgo de Rasa, y los hombres, que no consideraban definitiva ninguna decisión a menos que Volemak o Elemak la hubieran aprobado. Pero capearon los temporales, superaron las tensiones, encontrando un equilibrio de liderazgo entre la lealtad de Volemak a los propósitos del Alma Suprema, la clarividente compasión de Rasa, y la cruda evaluación de Elemak de lo que necesitaban para sobrevivir. Si alguna infelicidad albergaban sus corazones, permaneció oculta, sepultada bajo las duras faenas que marcaban el ritmo de sus vidas, para disolverse en esos momentos en que la alegría era desbordante y el amor más puro.