Despotricó contra el Alma Suprema, pero las respuestas que obtenía mostraban que el Alma Suprema ignoraba lo que sucedía.
—Quiero ir al sureste de este lugar —decía Nafai—. Ayúdame.
Y luego se encontraba muy al norte, y el Alma Suprema le decía: No me escuchaste. Te dije que fueras al sudoeste, y no me escuchaste.
Había caído el sol y oscurecía deprisa. Odiaba tener que regresar a Dostatok habiendo fracasado.
(No comprendo qué intentas hacer.)
—Trato de encontrarte —dijo Nafai.
(Pero aquí estoy.)
—Sé dónde estás, pero no puedo llegar.
(Yo no te detengo.)
Era verdad, y Nafai lo sabía. Tal vez el Alma Suprema ni siquiera fuera responsable de esto. Si poseía el poder para bloquear la mente humana, para disuadir a los humanos de los actos que planeaban, era posible que los primeros humanos de Armonía hubieran preparado otro conjunto de defensa para proteger ese lugar. Defensas que no estuvieran controladas por el Alma Suprema, sino que rechazaran también al Alma Suprema.
Muéstrame todos los caminos que he seguido hoy, dijo Nafai. Permíteme verlos aquí, en tierra.
Los vio: estelas brillantes que formaban hebras en el suelo. Vio cómo empezaban, una y otra vez, dirigiéndose hacia el centro del círculo que rodeaba Vusadka. Luego se interrumpían y comenzaban de nuevo a poca distancia, al norte o al sur, bordeando oblicuamente el límite.
Le asombró que el límite fuera tan preciso. En cuanto él penetraba un metro, era expulsado. Podía trazar una línea en el suelo, marcando la frontera exacta de la visión del Alma Suprema. Eso hizo. Usó la última media hora de luz para marcar el límite con un palo, trazando una línea o cavando un pequeño pozo cada varios cientos de metros.
Mientras marcaba la frontera de sus fútiles esfuerzos, oyó la llamada de los mandriles que se dirigían hacia el promontorio donde dormían. Sólo cuando hubo concluido, cuando hubo anochecido y los mandriles callaron, comprendió que algunas llamadas habían comenzado fuera del límite, pero ahora todas terminaban en su interior.
Desde luego. El límite cierra el paso a los humanos, pero otros animales no han sido modificados para ser susceptibles a esa influencia. Conque los mandriles cruzan el límite con impunidad.
Ojalá fuera un mandril.
Casi podía oír el comentario socarrón de Issib: «¿Y estás seguro de que no lo eres?»
Encontró un lugar herboso en un terreno alto y se dispuso a dormir. Era una noche clara, con pocas probabilidades de lluvia, y aunque aquí refrescaba más que en Dostatok —estaba cerca del desierto, y el aire era mucho más seco— esta noche estaría cómodo.
Cómodo, pero le costaría dormirse.
Soñó, pero no supo si el sueño significaba algo o era sólo que había dormido con sobresaltos y entonces recordaba mejor los sueños más normales de esa noche. Pero en uno de esos sueños estaba con Yobár. El mandril lo guiaba por un laberinto de roca. Cuando llegaban a un agujero en las rocas, Yobar se agachaba y entraba. Pero Nafai se quedaba mirando el agujero, pensando: Soy demasiado grande para pasar. Claro que no era verdad. En el sueño Nafai veía que el agujero no era tan estrecho. Pero no podía pensar en agacharse para atravesarlo. Se empeñaba en buscar un modo de pasar de pie.
Yobar regresó y lo tocó. Nafai se encogió y se convirtió en mandril. Entonces no tuvo problemas en atravesar el agujero. Una vez que estuvo del otro lado, recobró el tamaño humano. Y cuando se volvió para mirar el diminuto agujero, había cambiado. Ahora era tan alto como un humano adulto, y podía atravesarlo de pie.
Por la mañana, ese sueño era el más prometedor. Tiritando en la brisa del alba, procuró encontrar un modo de aprovechar las ideas que sugería el sueño.
Evidentemente el sueño reflejaba su conocimiento de que los mandriles podían atravesar la barrera, aunque un humano no. Si se convertía en mandril, podría atravesarla. Pero eso era lo que él había deseado la noche anterior, y no había bastado con desearlo.
En el sueño, pensó Nafai, el agujero parecía demasiado pequeño, pero podía haberlo atravesado en cualquier momento, porque en realidad tenía la altura de un hombre. La barrera estaba sólo en mi mente, lo cual sucede también con esta barrera. Cuanto más me empeño en cruzarla, con mayor firmeza me rechaza. Tal vez lo que me frena es la intención de cruzar el límite.
No, eso es tonto. La barrera fue diseñada para expulsar incluso a personas que ignoraban su existencia. Cazadores, exploradores, colonos, mercaderes… todos los que se dirigían inadvertidamente hacia Vusadka.
Pero una pequeña sugestión bastaba para expulsar a los que no tenían la firme intención de ir a Vusadka. Ni siquiera notarían que los desviaban. A fin de cuentas, ninguno de nosotros notó que evitábamos esta zona en nuestras cacerías, durante tantos años en Dostatok. De modo que esas sendas originales no definían una frontera clara, tal como la estoy definiendo ahora. Y nuestras sendas no se desviaban tan bruscamente… sólo perdíamos el rastro de la presa, o por alguna otra razón nos alejábamos gradualmente. La fuerza de la barrera, pues, debe aumentar con mi firme intención de cruzarla. Y si pudiera errar por aquí casualmente, la fuerza de la barrera sería menor.
¿Pero cómo puedo penetrar casualmente si sé perfectamente adonde debo ir?
Con este pensamiento comprendió plenamente su plan, aunque no se atrevía a pensarlo con claridad, por temor a activar la barrera y fracasar antes de intentarlo. En cambio, decidió concentrarse en una nueva intención. Debía cazar ahora, y llevar carne para alimentar a los niños. El mismo tenía hambre, y si él tenía hambre los pequeños debían de estar famélicos. Pero los pequeños en que pensaba eran los pequeños mandriles. Recordó a los mandriles del Valle de Mebbekew y se sintió responsable de llevarles carne, tal como Yobar cuando quería robar comida para agradar a las hembras y fortalecer a los jóvenes.
Esa mañana partió en esa dirección, sin dirigirse hacia Vusadka, y buscó hasta encontrar las huellas de una liebre. Siguió a su presa y al cabo de una hora pudo atravesarla con una flecha.
No estaba muerta. Las flechas rara vez mataban de inmediato, y habitualmente él despachaba al animal con el cuchillo. Pero esta vez la dejó con vida, aterrada y gemebunda; le extrajo la flecha de las ancas y la cogió por las orejas. Los gemidos de la liebre eran precisamente lo que necesitaba. Los mandriles estarían más interesados en un animal vivo pero herido. Tenía que encontrar a los mandriles.
No fue difícil. Los mandriles temen a pocos animales, y se defienden permaneciendo alerta y poniéndose sobre aviso, así que no procuraban guardar silencio. Nafai los encontró recorriendo un largo valle que iba del oeste al este, con un arroyo en el medio. Irguieron la cabeza, al verlo. No hubo pánico —Nafai todavía estaba a gran distancia— y miraron la liebre con curiosidad.
Nafai se aproximó. Ahora se pusieron alerta. Los machos se apoyaron sobre los nudillos y protestaron. Y Nafai sintió gran renuencia a acercarse.
Pero debo acercarme, para darles carne.
Avanzó unos pasos más, mostrando la liebre. No sabía cómo tomarían ese ofrecimiento. Podían tomarlo como prueba de que era capaz de matar, o como una sugerencia de que ya tenía su presa y ellos estaban a salvo. Pero algunos pensarían en la liebre como carne comestible. Los mandriles no eran los mejores cazadores del mundo, pero adoraban la carne, y esa liebre gemebunda tenía que resultar apetitosa para ellos.