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Elemak mantenía un semblante calmo, pero era lo único que podía hacer para contener su sonrisa mientras Luet intentaba débilmente absolver a su esposo de toda culpa por la muerte de Gaballufix. Sus palabras no importaban. Elemak sabía que había logrado su propósito con el primer golpe. Nafai estaba desacreditado aun antes de regresar. Por su culpa abandonamos la ciudad; lo perdonamos por eso, pero nada que él diga cambiará nuestro actual modo de vida. Elemak había ofrecido una justificación razonable para resistirse a esta última maniobra de las mujeres y su pequeño títere. La prueba de su éxito era el hecho de que ni Padre ni Madre —nadie, salvo Luet— preparaba una defensa, y ella se había desviado en su afán de justificar la muerte de Gaballufix. La idea de las naves estelares y la comarca oculta se había olvidado.

Hasta que Oykib se presentó en el lugar de reunión.

—Qué vergüenza —dijo—. Todos vosotros. Callaron, todos excepto Rasa.

—Querido Okya, ésta es una conversación de adultos.

—También tú deberías avergonzarte. ¿Habéis olvidado que vinimos aquí impulsados por el Alma Suprema? ¿Habéis olvidado que si tenemos un lugar perfecto para vivir es porque el Alma Suprema lo preparó? ¿Habéis olvidado que el único motivo por el cual no había aquí diez ciudades era que el Alma Suprema ahuyentó a toda la gente, salvo a nosotros?

Tú, Elemak, ¿habrías podido encontrar este lugar? ¿Habrías sabido conducir a la familia a través de las aguas y por la isla hasta aquí?

—¿Qué sabes de todo esto, niño? —dijo desdeñosamente Elemak, procurando arrebatar el control a ese mocoso.

—No, no habrías sabido —dijo Oykib—. Ninguno de vosotros sabía nada y ninguno de nosotros tendría nada si el Alma Suprema no nos hubiera escogido y traído aquí. Yo ni siquiera había nacido cuando sucedieron muchas de estas cosas, y era un bebé durante casi todo el resto. ¿Entonces por qué yo recuerdo, cuando los adultos, mis hermanos mayores y más sabios, mis padres, parecen haber olvidado?

Su voz aguda sacaba de quicio a Elemak. ¿Qué sucedía aquí? Sabía neutralizar a todos los adultos, pero no había previsto que también debería habérselas con el nuevo hijo de Padre y Rasa.

—Siéntate, niño —dijo Elemak—. Te has metido en aguas peligrosas.

—Todos nos hemos metido en aguas peligrosas —dijo Luet—. Pero sólo Oykib parece haber recordado cómo se nada.

—Sin duda tú le enseñaste lo que debía decir —dijo Elemak.

—Claro, exactamente —dijo Luet—. Como si alguno de nosotros supiera de antemano lo que dirías tú. Aunque era previsible. Pensé que estas cuestiones se habían zanjado tiempo atrás, pero debimos saber que nunca abandonarías tu ambición.

—¡Yo! —exclamó Elemak, levantándose de un brinco—. No soy yo quien inventó esa visita a una ciudad invisible, sobre la cual sólo tenemos los presuntos informes de una esfera de metal que sólo vosotros podéis interpretar.

—Si apoyaras la mano en el índice —dijo Padre—, él te hablaría con gusto.

—No quiero oír nada de un ordenador —dijo Elemak—. Lo diré de nuevo. No arriesgaré la vida y la felicidad de mi familia por las presuntas instrucciones de un ordenador invisible que estas mujeres insisten en adorar como si fuera un dios.

Padre se puso de pie.

—Veo que estás dispuesto a dudar —dijo—. Tal vez fue un error compartir la buena nueva con todo el mundo. Tal vez debimos esperar el regreso de Nafai, y todos podríamos ir al lugar que él descubrió, y ver lo que ha visto. Pero pensé que no debían existir secretos entre nosotros, así que insistí en contar la historia ahora, para que después nadie dijera que no fue informado.

—Un poco tarde para aparentar franqueza, Padre —dijo Mebbekew—. Tú mismo dijiste que Nafai, cuando partió anteayer, buscaba ese lugar oculto, suponiendo que podía ser el sitio donde los primeros humanos habían desembarcado de sus naves estelares. En ese momento no pensaste en contárnoslo.

Padre miró de soslayo a Rasa, y Elemak vio confirmadas sus sospechas. El viejo bailaba al son de la melodía de su madre. Ella había querido guardar el secreto antes, y probablemente le hubiera aconsejado que también se callara ahora.

No obstante, era el momento para intervenir. Tenía que capturar un terreno alto, pues Oykib había debilitado su posición.

—No seamos injustos. Sólo hemos oído estas noticias sobre Nafai. Aún no tenemos que decidir ni hacer nada. Esperemos su regreso, y veamos cómo nos sentimos entonces. —Elemak se volvió hacia Oykib, quien permaneció de pie en medio del grupo—. En cuanto a ti, me enorgullece que mi penúltimo hermano demuestre tanto apasionamiento. Serás un verdadero hombre, Oykib, y cuando tengas edad suficiente para entender los problemas, en vez de seguir ciegamente lo que dicen otros, tu voz será escuchada en el consejo, te lo aseguro.

El rostro de Oykib enrojeció, de vergüenza, no de cólera. Era tan joven que sólo había oído la clara alabanza, no el sutil agravio. Así te elimino también, querido hermano Okya, sin que ni siquiera lo adviertas.

—Yo digo que esta reunión ha concluido —dijo Elemak—. Nos reuniremos de nuevo cuando Nafai regrese, salvo por las pequeñas reuniones conspiratorias de la Casa del índice, donde se fraguó toda esta historia. No me cabe duda de que esas reuniones continuarán.

Y con esas palabras echó una sombra de duda sobre toda conversación que entablara el grupo de Rasa.

Esos tontos se creían muy listos, hasta que se topaban con alguien que entendía de veras el funcionamiento del poder. Y al ser él quien disolvía la reunión, y quien anunciaba la siguiente, Elemak había dado un gran paso para despojar a Padre de su liderazgo en Dostatok. Ahora quedaba por verse si la reunión en efecto se disolvía con la partida de Elemak. Si él se marchaba pero los presentes se quedaban, Elemak afrontaría una posición engorrosa. Más aún, habría perdido terreno.

Pero no era preciso preocuparse. Meb se levantó al instante y, acompañado por Dol y sus hijos, lo siguió; Vas, Obring y sus esposas también se levantaron, y luego Zdorab y Shedemei. La reunión había concluido, y había concluido porque Elemak lo había decidido así.

He ganado la primera ronda, pensó Elemak, y me sorprenderá que la pelea no termine aquí. Pobre Nafai. No sé qué estarás haciendo en el bosque, pero cuando regreses encontrarás desbaratados todos tus planes. ¿De veras creías que podías enfrentarte a mí desde lejos y ganar?

No había escritos, ni signos ni instrucciones.

(Aquí nadie necesita instrucciones. Siempre os acompañaré en este lugar, mostrando lo que necesitáis saber.)

—¿Y estaban conformes con esto? —preguntó Nafai—. ¿Todos ellos?

Su voz resonaba en el silencio de ese lugar, mientras avanzaba por los impolutos pasadizos y corredores, internándose en la tierra.

(Me conocían. Ellos me habían fabricado y programado. Sabían lo que yo podía hacer. Me consideraban su biblioteca, su manual de instrucciones, su segunda memoria. En esos días yo sólo sabía lo que ellos me habían enseñado. Ahora poseo cuarenta millones de años de experiencia con los seres humanos, y he llegado a mis propias conclusiones. En esos días dependía mucho más de ellos. Yo les reflejaba su propia imagen del mundo.)

—¿Y esa imagen… era errónea?

(No comprendían que gran parte de su conducta era animal, no intelectual. Pensaban que habían superado la bestia que había en ellos, y con mi ayuda todos sus descendientes expulsarían la bestia en pocas generaciones, o en algunos centenares, al menos. Tenían una visión de gran alcance, pero ningún ser humano puede tener tanto alcance. Con el tiempo las cifras, las dimensiones temporales, pierden sentido.)