—Cuando no tenemos el índice con nosotros —dijo Volemak— su voz es difícil de distinguir de nuestros pensamientos normales, como ocurre con la voz del Alma Suprema. Pero nos está hablando, sí. Tú mismo podrías oír, si tan sólo escucharas.
Elemak no pudo contener una carcajada.
—Sí, seguro. Me sentaré a escuchar la voz de mi hermanito menor, hablándome en la mente.
—¿Por qué no? —preguntó Zdorab—. Él ya ve todo lo que ve el Alma Suprema. Y eso incluye lo que pasa por tu mente. Por ejemplo, sabe que tú y Meb pensáis matarle en cuanto regrese aquí.
Elemak se levantó de un brinco.
—¡Mentira! —exclamó. Por el rabillo del ojo, vio que Meb ponía cara de pánico. No digas una palabra, Meb. ¿No sabes reconocer una mera sospecha? No hagas nada para confirmarla—. Ahora regresa a tu casa, Padre. Y tú también Zdorab. Nafai sólo correrá peligro si nos ataca o intenta amotinarse.
—Ya no estamos en el desierto —dijo Volemak—, y tú no estás al mando.
—Al contrario —dijo Elemak—. Todavía se aplica la ley del desierto, y yo soy el líder de esta expedición. Siempre lo he sido. He sido respetuoso contigo, anciano, por mera cortesía.
—Vámonos —dijo Zdorab, arrastrando a Volemak fuera de la casa de Elemak.
—¿Y privar a Elemak de la oportunidad de demostrar hasta dónde llega su maldad?
—No es maldad, Padre. Sólo hartazgo. Fuisteis tú y Nyef, Rasa y Luet y tu grupo los que empezaron esto. Nadie os pidió que iniciarais este estúpido proyecto de viajar a las estrellas. Todo andaba bien… hasta que decidisteis cambiar las reglas. Bien, las reglas han cambiado, en efecto, pero esta vez no os favorecen. Ahora trágate tu medicina como un hombre.
—Lo lamento por ti —dijo Volemak. Zdorab lo guió hacia la puerta y se marcharon.
—Sabían —dijo Mebbekew—. Sabían lo que planeábamos.
—Oh, cállate —dijo Elemak—. Lo sospecharon, y faltó poco para que tú confirmaras esa sospecha.
—No lo hice. Yo no dije nada.
—Trae tu arco y tus flechas. Eres bastante buen tirador para esto.
—¿Quieres decir que no vamos a esperar y hablarle primero?
—Creo que Nafai será más razonable si tiene una flecha en el cuerpo.
Meb se marchó de la casa. Elemak se levantó y fue a buscar su arco.
—No lo hagas.
Dio media vuelta y vio a Eiadh en la puerta del dormitorio, con el bebé apoyado en la cabeza.
—¿Te oí bien, Edhya? —preguntó Elemak—. ¿Me estás diciendo qué hacer?
—Una vez trataste de matarle —dijo Eiadh—. El Alma Suprema no lo consentirá. ¿No lo comprendes? Y esta vez puedes salir lastimado.
—Agradezco tu preocupación, Edhya, pero sé lo que hago.
—Yo también sé lo que haces. Te he observado en todos estos años, y pensaba que al fin habías aprendido a tratar a Nafai con el debido respeto, que habías dejado de sentir celos por tu hermano menor. Ahora veo que sólo aguardabas el momento oportuno.
Elemak la habría abofeteado, pero la cabeza del bebé se interponía, y jamás dañaría a su propio hijo.
—Ya has dicho suficiente —advirtió.
—Te suplicaría que no lo hagas por amor a mí, pero sé que no serviría de nada. Así que te lo suplico en nombre de tus hijos.
—¿De mis hijos? Es por mis hijos que lo hago. No quiero que se les arruine la vida porque Rasa conspira para dominar Dostatok y transformarla en una ciudad de mujeres, como Basílica.
—Por tus hijos —insistió Eiadh—. No permitas que vean a su padre humillado frente a todos. O algo peor.
—Ya veo cuánto me amas. Parece que apuestas por el bando contrario.
—No los avergüences haciéndoles ver que en tu corazón hay un homicida.
—¿Crees que no entiendo esto? Le has echado el ojo a Nafai desde Basílica. Pensé que te olvidarías de él, pero me equivoqué.
—Tonto —dijo Eiadh—. Yo admiraba su fuerza, y también admiraba la tuya. Pero su fuerza jamás ha flaqueado, y nunca la ha usado para atropellar a los demás. El modo en que trataste a tu padre fue vergonzoso. Tus hijos estaban en la habitación contigua, escuchando tus palabras. ¿No sabes que un día, cuando seas viejo y frágil, tal vez te traten con la misma irreverencia? Adelante, pégame. Dejaré al niño en el suelo. Que tus hijos vean cuan fuerte eres, que puedes zurrar a una mujer por el solo delito de decirte la verdad.
Meb entró en ese momento. Traía el arco y las flechas.
—¿Y bien? —dijo—. ¿Vienes o no?
—Sí, vengo —dijo Elemak, y se volvió hacia Eiadh—. Nunca te perdonaré por esto. Ella sonrió con desprecio.
—Dentro de una hora serás tú quien pida mi perdón.
Nafai sabía exactamente qué esperar. Tenía los recuerdos del Alma Suprema. Había oído las conversaciones entre Elemak y sus cómplices. Había escuchado mientras Elemak ordenaba a todos que mantuvieran a los niños en sus casas. Había sentido el miedo que había en el corazón de todos. Conocía el daño que Elemak haría a su propia familia. Conocía el temor y la rabia que le colmaban el corazón.
—¿No puedes lograr que él olvide todo esto? —preguntó Nafai.
(No. Eso no está entre los poderes que me han dado. Además, Elemak es muy fuerte. Mi influencia sobre él es mínima.)
—Si él hubiera optado por seguirte, habría sido mejor que yo para tus propósitos, ¿verdad?
(Sí.) El Alma Suprema prefería hablar sin rodeos, pues no podía ocultarle secretos a Nafai.
—Entonces soy una segunda opción —dijo Nafai.
(Primera opción. Porque Elemak es incapaz de reconocer un propósito más alto que su propia ambición. Es mucho más inválido que Issib.)
Nafai volaba hacia el sur. La paritka flotaba a poca distancia del suelo, encontrando automáticamente una ruta sin obstáculos con una celeridad que para Nafai era inconcebible. Pero no le interesaba esa máquina milagrosa, y sólo buscaba una distracción para contener el llanto. Pues ahora, al concentrarse en la gente de Dostatok y no en la tarea de restaurar una nave estelar, «recordaba» cosas que jamás había sospechado. Las luchas y sacrificios que Zdorab y Shedemei habían afrontado por amor. Él odio glacial que Vas sentía por Obring y Sevet y, desde Shazer, por Elemak. El profundo autodesprecio de Sevet. La aflicción de Luet y Hushidh al ver que sus esposos los trataban cada vez más como Elemak trataba a su mujer, y menos como amigas.
Issib, que en todo depende de Hushidh; es vergonzoso que considere que su esposa no es su compañera y su igual en todas las tareas. Y es aún más vergonzoso, cuando mi esposa es la más grande de las mujeres, al menos tan sabia como yo, que yo la haya hecho sentir de ese modo cuando me marché.
Pues había visto sus corazones por dentro, y esa visión no dejaba margen para el odio. Sí, sabía que Vas llevaba la muerte en el corazón, pero también «recordaba» el sufrimiento que había padecido cuando lo humillaron Sevet y Obring. Aunque la humillación no justificara el homicidio, Nafai podía ver el mundo desde los ojos de Vas, y después de eso era imposible odiarlo. Impediría que él obtuviera su venganza, sí, pero aun entonces comprendería.
Tal como comprendía a Elemak. Comprendía cómo era él mismo visto a través de los ojos de Elemak. Si hubiera sabido, pensó Nafai. Si hubiera visto las cosas que hice para ganarme su odio.
(No seas tonto. Él odiaba tu inteligencia. Odiaba que te gustara ser inteligente. Odiaba tu voluntaria obediencia a tu padre y tu madre. Odiaba hasta tu admiración por él. Te odiaba por ser tú mismo, porque eras tan parecido a él, pero tan diferente. Sólo muriendo joven habrías podido evitar que te odiara.)
Nafai comprendía esto, pero eso no cambiaba nada. Saber lo que sabía no cambiaba el hecho de que hubiera querido que las cosas fueran diferentes. Ansiaba que Elemak lo mirase y dijese: «Bien hecho, hermano. Estoy orgulloso de ti.» Más que de Padre, Nafai necesitaba oír estas palabras de labios de Elemak. Y nunca lo conseguiría. Hoy, a lo sumo, obtendría una adusta obediencia. Lo peor sería la muerte de Elya.