—Elemak —dijo—, mientras venía hacia aquí no he cesado de llorar. Lo que has intentado me colma de angustia. Si tan sólo te resignaras a aceptar el plan del Alma Suprema, yo te seguiría con gusto. Pero continuamente tú y tu ambición de poder nos han dividido. Si tú no hubieras conspirado con ellos, si no los hubieras inducido, ¿crees que los más débiles se habrían resistido al Alma Suprema? Elemak, ¿no ves que te has puesto al borde de la muerte? El Alma Suprema busca el bien de la humanidad, y no podrás detenerla. ¿Tienes que morir para creerlo?
—Creo que cada vez que mencionan al Alma Suprema, tu llorona esposa, tu madre la reina o tú codician el poder.
—Ninguno de nosotros ha intentado prevalecer sobre ti o los demás. El hecho de que tú vivas cada momento de vigilia soñando con dominar a los otros no significa que los demás hagamos lo mismo. ¿Crees que fue mi ambición la que creó esta paritka? ¿Crees que las conspiraciones de Madre la mantienen flotando sobre el suelo? ¿Crees que el llanto de Luet me trajo aquí, permitiéndome hacer un día de viaje en una hora?
—Es una máquina antigua, nada más —dijo Elemak—. Una máquina antigua, igual que el Alma Suprema. ¿Hemos de recibir órdenes de esas máquinas?
Miró en torno buscando apoyo, pero la sangre que manchaba la garganta y el manto de Nafai era demasiado fresca, y nadie lo secundó salvo Mebbekew.
—Mudaremos la aldea al norte, cerca de Vusadka —dijo Nafai—. Y todos nosotros, los niños mayores incluidos, trabajaremos con las máquinas del Alma Suprema para restaurar una nave estelar. Y cuando esté preparada, todos entraremos en la nave y subiremos al espacio. Tardaremos cien años en llegar a la Tierra, pero para la mayoría será como una sola noche, porque dormirá durante el viaje, mientras que para los demás serán como varios meses. Y cuando finalice el viaje, saldremos de la nave y pisaremos el suelo de la Tierra, los primeros humanos en cuarenta millones de años. ¿Acaso deseas privarnos de esa aventura?
Elemak calló, y también Mebbekew. Pero Nafai sabía en qué pensaban. La adusta resolución de retroceder ahora, pero en la primera oportunidad dejarlo inconsciente de un golpe, degollarlo, arrojar su cuerpo al mar.
No había caso. Era preciso convencerlos de la futilidad de la resistencia. Tenían que dejar de conspirar para concentrar sus esfuerzos en la restauración de la nave espacial.
—¿No ves que no puedes matarme, Elemak, aunque en este preciso instante estés pensando en degollarme y arrojar mi cuerpo al mar?
La furia de Elemak se redobló. Nafai sintió sus oleadas.
—¿No ves que el Alma Suprema ya está sanando las heridas de mi garganta y mi pecho?
—¡Siempre que fueran heridas verdaderas! —exclamó Meb. El pobre Meb aún pensaba que la mentira de Elemak podía revivirse.
En respuesta, Nafai se hundió el dedo en la herida de la garganta. Como el tejido cicatricial ya se estaba formando, tuvo que hacer fuerza, pero nadie pasó por alto que el dedo de Nafai entraba en el orificio hasta el tercer nudillo. Los presentes reaccionaron con náuseas, jadeos, gemidos y ayes de dolor. Y en verdad el dolor era considerable, peor al sacar el dedo que al meterlo. Debo aprender a evitar estos gestos teatrales, pensó Nafai.
Alzó el dedo ensangrentado.
—Te perdono por esto, Elemak —dijo Nafai—. Te perdono, Mebbekew. Si juráis solemnemente ayudar al Alma Suprema en la construcción de una buena nave.
Era demasiado para Elemak. La humillación era mucho peor que en el desierto, ocho años atrás. Era incontenible. Sólo albergaba furia en su corazón. No le importaba lo que pensaran los demás, pues sabía que ya había perdido su respeto. Sabía que había perdido a su esposa y sus hijos. ¿Qué le quedaba? Lo único que podía sanar parte del dolor que sentía por dentro era matar a Nafai, arrastrarlo al mar y sumergirlo hasta que dejara de patalear y forcejear. Que luego hicieran con él lo que quisieran. Elemak quedaría satisfecho, mientras Nafai estuviera muerto.
Elemak avanzó un paso hacia Nafai. Otro.
—Detenedle —dijo Luet. Pero nadie se interpuso. Nadie se atrevía, pues el semblante de Elemak era temible.
Mebbekew sonrió y acompañó a Elemak.
—No me toquéis —dijo Nafai—. El poder del Alma Suprema es como fuego dentro de mí. Ahora estoy débil por las heridas que me habéis infligido… quizá no tenga fuerzas para controlar mi poder. Si me tocáis, creo que moriréis.
Habló con tanta sencillez que sus palabras tuvieron la mera fuerza de la verdad. Notó que algo se desmoronaba dentro de Elemak. No porque la furia hubiera muerto; lo que se quebraba era esa parte de él que no soportaba tener miedo. Y cuando se esfumó ese barrera, la furia se convirtió en lo que siempre había sido: miedo. Miedo de que su hermano menor le arrebatara su lugar. Miedo de que la gente lo mirase y viera debilidad en vez de fuerza. Miedo de que la gente no lo amara. Sobre todo, miedo de no ejercer control sobre nada ni sobre nadie en el mundo. Y ahora, todos esos miedos que Elemak había escondido tanto tiempo en su interior quedaron sueltos, y todos se habían cumplido. Pues había perdido su lugar. Se le veía débil ante todos, aun ante sus hijos. Nadie lo amaría aquí. Y no ejercía el menor control, ni siquiera para matar a ese niño que lo había suplantado.
Cuando Elemak se detuvo, Meb también se detuvo, un eterno oportunista que no parecía tener voluntad propia. Pero Nafai sabía que por dentro Meb estaba menos abatido que Elemak. Seguiría conspirando, y sin Elemak nada lo frenaría.
Era evidente, pues, que aún no había vencido. Tenía que demostrar en forma clara y memorable, para Meb y Elemak y todos los demás, que esto no era una mera riña entre hermanos, que era el Alma Suprema quien había vencido a Elemak y Meb, no Nafai. Y en el fondo, Nafai se aferraba a esta esperanza: si Elya y Meb podían entender que el Alma Suprema los había vencido ese día, tal vez llegaran a perdonarle, y ser nuevamente sus auténticos hermanos.
Potencia suficiente para aturdirlos, dijo Nafai en silencio. No para matar.
(El manto actuará según tus intenciones.)
Nafai extendió la mano. Vio las chispas, pero resultaron más imponentes cuando las vio por los ojos de los demás; su contacto con el Alma Suprema le permitía ver muchas imágenes de sí mismo al mismo tiempo, su rostro aureolado de luz danzarina, cada vez más brillante. Y su mano, irradiando luz como si mil luciérnagas revolotearan en torno. Apuntó la mano hacia Elemak, y un arco de fuego brincó desde el dedo, acertándole a Elemak en la cabeza.
Con un espasmo brutal, Elya se desplomó.
¿Está muerto?, preguntó Nafai con silenciosa angustia.
(Sólo aturdido. Tenme un poco de confianza, por favor.)
En efecto, Elemak se contorsionaba en el suelo. Nafai extendió la mano hacia Meb.
—¡No! —exclamó Mebbekew. Tras ver lo que había sucedido con Elemak, no quería saber nada de ello. Pero Nafai notó que aún conspiraba en su corazón—. ¡Te prometo que haré lo que quieras! Nunca quise ayudar a Elemak, pero él no dejaba de acosarme.
—Meb, eres un tonto. ¿Crees que no sé que fue Elemak quien impidió que me mataras en el desierto, cuando yo impedí que mataras a un mandril?
El rostro de Meb se convirtió en una máscara de temor culpable. Por primera vez en su vida, Mebbekew se las veía cara a cara con uno de sus propios secretos, un secreto que creía celosamente guardado. Ahora no podría huir de las consecuencias.
—Tengo hijos —exclamó—. ¡No me mates!
El arco de luz surcó el aire, acertó en la cabeza de Meb y lo arrojó al suelo. Nafai estaba exhausto. Apenas podía tenerse en pie. Luet, ayúdame, suplicó en silencio.
Sintió las manos de Luet en el brazo, sosteniéndolo. Debía haberse trepado a la paritka.
Ah, Luet, así debería ser siempre. No puedo tenerme en pie si no estás junto a mí. Si no formas parte de esto, no puedo lograrlo.