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En el horizonte había un gran edificio que no había notado antes. Casi se perdía en la niebla del noreste, en la dirección del moderno Windsor; pero estaba demasiado lejos y apagado por la distancia para distinguir detalles. Me prometí que algún día iría de exploración hasta Windsor porque seguro que, si algo de mi época había sobrevivido a la evolución y al abandono de los milenios, sería la reliquia de una torre normanda.

Me volví y vi que el paisaje se extendía en la dirección de Banstead, y distinguí un conjunto de bosquecillos y colinas, con el brillo del agua aquí y allá, que me eran familiares de mis primeras exploraciones. Y era en aquella dirección —quizás a una distancia de dieciocho o veinte millas— donde se encontraba el Palacio de Porcelana Verde. Mirando en aquella dirección creí distinguir la punta de los pináculos de la estructura; pero mis ojos no son lo que eran y no estaba seguro.

Había ido hasta el Palacio, con Weena, en busca de armas y otras provisiones con las que luchar contra los Morlocks. De hecho, ¡si recordaba bien, yo —mi primer yo— debía de estar recorriendo en ese preciso momento el interior de las pulidas paredes verdes!

A unas diez millas se interponía una barrera entre el Palacio y yo: un nudo de bosque negro. Incluso bajo la luz del día, formaba una mancha obscura y siniestra de al menos una milla de ancho. Llevando a Weena, seguro que había atravesado aquel bosque la primera vez, porque habíamos esperado la luz del día para recorrerlo; pero la segunda vez, en nuestro regreso del Palacio (¡esa misma noche!) dejaría que mi impaciencia y fatiga me obnubilasen. Decidido a volver a la Esfinge lo antes posible, y ponerme a trabajar para recuperar la máquina, me introduciría en el bosque en la obscuridad —y me dormiría— y los Morlocks nos atacarían y se llevarían a Weena.

Sabía que había tenido suerte de escapar con vida de esa estupidez; y en lo que se refería a la pobre Weena…

Pero ahora dejé a un lado esos pensamientos vergonzosos, porque estaba allí, me recordé a mí mismo, para enmendarlo.

Tenía tiempo de llegar al bosque antes del anochecer. Por supuesto, no tenía armas, pero mi propósito no era enfrentarme a los Morlocks —ya había abandonado ese impulso— sino simplemente rescatar a Weena. Y para eso, pensaba, no necesitaría armas más poderosas que mi intelecto y mis puños.

2. UNA CAMINATA

La Máquina del Tiempo parecía muy expuesta en la colina con el cobre y el níquel brillando y —aunque no tenía intención de emplearla de nuevo— decidí esconderla. Había un bosquecillo cerca, y arrastré la máquina hasta allí y la cubrí con ramas y hojas. Eso requirió algo de esfuerzo —la máquina era abultada—; me dejó sudoroso, y los carriles marcaron senderos profundos en el césped por donde la había arrastrado.

Descansé unos minutos, y entonces, decidido, emprendí el camino en dirección a Banstead.

Había recorrido apenas cien yardas cuando oí voces. Por un momento me sorprendí, pensando —a pesar de la luz del día— que podrían ser Morlocks. Pero las voces eran muy humanas y hablaban el idioma simple característico de los Elois. Un grupo de cinco o seis de aquellas pequeñas gentes salió de un bosquecillo por un camino que llevaba a la Esfinge. Me sorprendió de nuevo cuán pequeños y ligeros eran, no mayores que un niño de mi época, ya fuesen masculinos o femeninos, y vestidos con aquellas simples túnicas y unas sandalias púrpura.

Las similitudes con mi primera llegada a aquella época me resultaron evidentes; porque me había encontrado por casualidad con un grupo similar de Elois. Recordé que se me habían aproximado sin miedo —más bien con curiosidad— y se habían reído y hablado conmigo.

Sin embargo, ahora venían circunspectos; de hecho, creo que algo temerosos. Abrí las manos y sonreí, intentando dar a entender que no iba a hacerles daño; pero conocía muy bien la causa de su nueva disposición de ánimo: ya habían visto el errático y peligroso comportamiento de mi anterior yo, especialmente cuando estuve desquiciado después de perder la Máquina del Tiempo. ¡Los Elois tenían derecho a ser cuidadosos!

No los forcé y los Elois pasaron a mi lado, subiendo por la colina hacia los rododendros; tan pronto como me dejaron atrás retomaron su conversación.

Me encaminé por el campo hacia el bosque. Por todas partes veía los pozos que llevaban al mundo subterráneo de los Morlocks, y que emitían, si me acercaba lo suficiente para oírlo, el implacable ritmo de sus grandes máquinas. La frente y el pecho se me llenaron de sudor —porque el día era caluroso, a pesar de que el sol de la tarde se ocultaba— y sentí que la respiración se me hacía pesada.

Con mi inmersión en aquel mundo, parecía que también se despertaban mis emociones. Weena, a pesar de ser una criatura limitada, había mostrado afecto, la única criatura de todo ese mundo de 802.701 que lo había hecho; y su pérdida me había causado la tristeza más absoluta. Pero cuando relaté mis aventuras a mis compañeros, al lado del brillo familiar de la chimenea en 1891, la tristeza se había tornado en una pálida sombra de sí misma; Weena se había convertido en la memoria de un sueño, en algo irreal.

Bien, ahora estaba allí una vez más, recorriendo los campos familiares, y toda la tristeza primitiva regresó —como si nunca se hubiese ido e impulsaba mis pasos.

Mientras caminaba sentí mucha hambre. Me di cuenta de que no recordaba la última vez que había comido —debió de ser antes de que Nebogipfel y yo partiésemos de la Tierra Blanca—, aunque, especulaba, mejor sería decir que aquel cuerpo no había comido, si había sido reconstruido por los Observadores como daba a entender Nebogipfel. Bien, a pesar de las precisiones filosóficas, el hambre hacía resonar mis tripas y el calor empezaba a hacer mella en mí. Pasé cerca de un salón comedor —un gran edificio gris de piedra tallada —y me desvié de mi ruta.

Entré por un portal tallado, con su ornamentación muy maltratada por el tiempo y destrozada. En su interior encontré una única cámara grande cuyo suelo estaba formado por los bloques del metal duro y blanco que había visto antes, marcado por los suaves pies de innumerables generaciones de Elois. Planchas de piedra pulida formaban las mesas, y había montones de fruta; y alrededor de las mesas había pequeños grupos de Elois, con sus hermosas túnicas, comiendo y molestándose unos a otros como pájaros enjaulados.

Me quedé de pie con mi digno equipo de jungla. Aquella reliquia del Paleoceno estaba bastante fuera de lugar en medio de aquella belleza iluminada por el sol, ¡y consideré que los Observadores podrían haberme vestido de forma más elegante! Un grupo de Elois se acercó a mí y se apretujaron a mi alrededor. Sentí las pequeñas manos sobre mí, como tentáculos suaves, tirando de mi camisa. Las caras tenían las bocas pequeñas, las barbillas marcadas y las pequeñas orejas características de su raza, pero parecía que eran un conjunto distinto de aquellos que había encontrado cerca de la esfinge; aquellos pequeños seres no tenían una gran memoria y por tanto no tenían miedo de mí.

Había vuelto para rescatar a uno de ellos, no para cometer los actos bárbaros que habían desfigurado mi anterior visita; así que me rendí a su inspección con buen humor y manos abiertas.