¡Pero también —y ésa es la pura verdad— el recuerdo de mi salvajismo entre los niños Morlock de la Tierra todavía pesaba en mi mente! No quería que Nebogipfel me considerase —ni a la época de la humanidad que yo, a la fuerza, representaba— tan brutal. Por tanto, como un niño deseoso de impresionar, quería mostrar a Nebogipfel cuán inteligente era, cuán hábil científica y técnicamente: cuán lejos se había distanciado mi raza de los monos.
Aun así, por primera vez, me sentí con el valor suficiente como para plantear mis propias demandas.
—Bien —le dije a Nebogipfel—. Pero primero…
—¿Sí?
—Mire esto —dije—, las condiciones bajo las que me mantienen son un poco primitivas, ¿no? Ya no soy tan joven como antes y no puedo estar de pie todo el día. ¿Qué tal una silla? ¿Es demasiado pedir? ¿Y qué tal mantas para cubrirme al dormir, si he de permanecer aquí?
—Silla. —Le había llevado un segundo contestar, como si buscase la palabra en un diccionario invisible.
Hice otras peticiones. Necesitaba más agua fresca, dije, y algo equivalente al jabón; y pedí —esperando que me la denegasen— una navaja para afeitarme.
Nebogipfel se fue. Cuando volvió trajo mantas y una silla; y después de mi siguiente periodo de sueño encontré una bandeja más, la tercera, que contenía más agua.
Las mantas estaban hechas de una sustancia suave, de fabricación demasiado delicada para averiguar si habían sido tejidas. La silla —una cosa simplemente recta— por su peso podría haber sido de madera ligera, pero su superficie roja era recta y no tenía defectos, y no pude arrancar la pintura con la uña ni encontrar uniones, clavos, tornillos o molduras; parecía haber sido construida de una sola pieza por un proceso desconocido. Por lo que respecta al baño, el agua extra vino sin jabón, y no hacía espuma, pero el líquido tenía un tacto suave, y sospeché que lo habían tratado con algún detergente. Por un pequeño milagro, el agua estaba tibia, y permaneció así durante todo el tiempo.
No me trajeron la navaja. ¡No me sorprendió!
Cuando Nebogipfel me dejó solo, me desnudé por partes y me lavé el sudor de varios días, así como algunos restos de sangre de Morlock; también aproveché la oportunidad para lavar mi camisa y ropa interior.
De esa forma la vida en la Prisión de Luz se hizo algo más civilizada. Si pueden imaginar que alguien arrojase el contenido de una habitación de hotel barata en medio de un vasto salón de baile, podrán imaginar cómo vivía. Cuando reuní la silla, las bandejas y las mantas tenía algo similar a un nido confortable, y ya no me sentía tan en evidencia. Me acostumbré a colocar la chaqueta en forma de almohada bajo la silla, y podía dormir con la cabeza y los hombros bajo la protección de aquella pequeña fortaleza. La mayor parte del tiempo podía olvidarme de las estrellas bajo los pies —me decía que las luces del suelo eran una ilusión—, pero en ocasiones la imaginación me traicionaba, y me sentía como si me encontrase a una altura infinita, sólo con el suelo insustancial para detener la caída.
Todo eso era muy ilógico, por supuesto; pero soy humano, ¡y las necesidades deben ajustarse a los miedos y requisitos instintivos de la naturaleza humana!
Nebogipfel lo observó todo. No sabía si sus reacciones demostraban curiosidad o confusión, o incluso algo más remoto, quizá como yo podría vigilar los movimientos de un pájaro al construir su nido.
Y así pasaron los siguientes días —creo que cuatro o cinco— mientras intentaba explicar a Nebogipfel el funcionamiento de la Máquina del Tiempo y trataba de sonsacarle algunos detalles de la historia en que había caído.
Describí las investigaciones en óptica física que me habían llevado al descubrimiento del viaje en el tiempo.
—Se empieza a ver, o se empezaba en mi época, que la propagación de la luz tiene propiedades anómalas —dije—. La velocidad de la luz en el vacío es extremadamente alta, viaja cientos de miles de millas cada segundo, pero es finita. Y, aún más importante, como quedó demostrado claramente por Michelson y Morley unos años antes de mi partida, esa velocidad es isotrópica…
Me preocupé de explicar con claridad ese asunto. Lo esencial es que la luz, al viajar por el espacio, no se comporta como un objeto material, como, por ejemplo, un tren.
Supongan que un rayo de luz de una estrella lejana llega a la Tierra, digamos en enero, mientras nuestro planeta realiza su órbita alrededor del Sol. La velocidad de la Tierra en su órbita es de unas setenta mil millas por hora. Podrían suponer, si midiesen la velocidad de la luz estelar vista desde la Tierra, que el resultado quedaría reducido en esas sesenta mil millas.
De la misma forma, en julio, la Tierra estaría al otro lado de su órbita: se encontraría ahora en el camino del fiel rayo de luz. Si miden nuevamente la velocidad, esperarían descubrir que había aumentado con la velocidad de la Tierra.
Bien, si llegasen trenes estelares a la Tierra, eso sería sin duda así. Pero Michelson y Morley demostraron que no es así con la luz de las estrellas. ¡La velocidad de la luz de las estrellas medida desde la Tierra —aunque nos alejemos o nos acerquemos al rayo— es exactamente la misma!
Esas observaciones encajaban con el tipo de fenómenos que había descubierto en la plattnerita en los años anteriores —aunque no había publicado el resultado de mis experimentos— y había formulado una hipótesis.
—Uno sólo necesita aflojar las riendas de la imaginación, especialmente en lo que se refiere a las Dimensiones, para darse cuenta de cuáles podrían ser los elementos de una explicación. Después de todo, ¿cómo medimos la velocidad? Simplemente con aparatos que registran los intervalos en diferentes Dimensiones: la distancia recorrida en el Espacio, medida con una simple cinta, y el intervalo en el Tiempo, que puede medirse con un reloj.
»Así que, si aceptamos las pruebas experimentales de Michelson y Morley, tenemos que considerar la velocidad de la luz como una magnitud fija, y las Dimensiones como algo variable. El universo se ajusta a sí mismo para que la medida de la velocidad de la luz sea constante.
»Comprendí que eso podía expresarse geométricamente como una torsión de las Dimensiones —levanté la mano, con dos dedos y el pulgar en ángulos rectos—. Si estamos en un sistema de Cuatro Dimensiones, bien, suponga que giramos todo el sistema más o menos así —giré la muñeca—, para que el Largo se coloque donde solía estar el Ancho, y el Ancho donde estaba el Alto, y, aún más importante, la Duración y una Dimensión del Espacio queden intercambiadas. ¿Lo ve? Uno realmente no necesita un cambio total, por supuesto, una mezcla de los dos explica el ajuste de Michelson y Morley.
»Mantuve estas especulaciones en privado —le dije—. No soy conocido como teórico. Además, no deseaba publicarlas sin tener una confirmación experimental. Pero hay, había, otros especulando en líneas similares; sé de Fitzgerald en Dublín, Lorentz en Leiden y Henri Poincaré en Francia, y no pasará mucho tiempo antes de que aparezca una teoría completa que trate de la relatividad de los sistemas de referencia…
»Bien, ésa es la base —de mi Máquina del Tiempo —concluí—. La máquina hace rotar el Espacio y el Tiempo a su alrededor, transformando así el Tiempo en una Dimensión Espacial; ¡y así puede uno viajar al pasado o al futuro con la misma facilidad con la que se conduce una bicicleta!