Me volví a sentar en la silla. Dadas las incómodas circunstancias de la conferencia, me dije, me había defendido bastante bien.
Pero el Morlock no era una audiencia agradecida. Se quedó allí plantado, observándome, mirándome a través de sus gafas azules. Luego, al fin, dijo:
—Bien. Pero ¿exactamente cómo?
11. FUERA DE LA PRISIÓN
¡La respuesta me irritó profundamente!
Salté de la silla y comencé a recorrer la prisión. Me acerqué a Nebogipfel, pero me resistí al impulso de hacerle gestos simiescos y amenazadores. Me negué rotundamente a contestar más preguntas hasta que me mostrase aquel mundo Esfera.
—Mire —le dije—, ¿no cree que es un poco injusto? Después de todo, he viajado seiscientos mil años para ver su mundo. ¡Y hasta el momento sólo he visto una colina de noche en Richmond —señalé con la mano toda la oscuridad que me rodeaba—, esto y sus interminables preguntas!
—Véalo de esta forma, Nebogipfel. Sé que quiere que le cuente todo lo relativo a mi viaje en el tiempo, y lo que vi de la Historia hasta su presente. ¿Cómo puedo hacer un relato así si no conozco la conclusión?, y menos aún de aquella otra historia que presencié.
Ahí dejé mi alegato, esperando haberle convencido.
Se llevó la mano a la cara; ajustó con los dedos pálidos la posición de las gafas, como un caballero que se ajustase los quevedos.
—Debo consultarlo —dijo finalmente—. Volveremos a hablar.
Y se fue. Le vi alejarse, pisando silencioso con sus pies desnudos sobre el suelo estrellado.
Después de haber dormido, Nebogipfel volvió. Levantó la mano y me llamó; fue un gesto rígido y poco natural, como si lo hubiese aprendido recientemente.
—Venga conmigo —me dijo.
Con alegría, teñida de no poco miedo, recogí la chaqueta del suelo lleno de estrellas.
Acompañado de Nebogipfel, entré en la oscuridad que me había rodeado durante tantos días. El cono de luz quedó atrás. Eché una mirada al punto de luz que había sido mi inhóspito hogar, con sus bandejas desordenadas, su montón de mantas, y la silla, ¡quizá la única silla de aquel mundo! No diré que sentí nostalgia al alejarme, ya que me había sentido atemorizado y deprimido durante mi estancia en aquella Prisión de Luz, pero me pregunté ciertamente si la volvería a ver.
Bajo nuestros pies, las eternas estrellas se balanceaban como un millón de linternas chinas, sostenidas por la corriente de un río invisible.
Mientras caminábamos, Nebogipfel me dio unas gafas azules como las que él llevaba. Las cogí, pero protesté:
—¿Para qué las necesito? La luz no me deslumbra…
—No son para la luz. Son para la oscuridad. Póngaselas.
Me coloqué las gafas sobre la cara. Estaban hechas de una sustancia flexible con dos aros, que rodeaban el vidrio azul de las gafas propiamente dichas; cuando me las puse, los aros se ajustaron perfectamente alrededor de mi cabeza, manteniéndolas en esa posición.
Giré la cabeza. No lo veía todo azul, a pesar de la coloración de las gafas. El cono de luz parecía tan brillante como siempre, y la imagen de Nebogipfel parecía tan clara como antes.
—Parece que no funcionan —le dije.
Como respuesta, Nebogipfel agachó la cabeza.
Yo le seguí, y me falló el paso. Bajo mis pies, y a través del suave suelo, las estrellas resplandecían. Su luz ya no quedaba enmascarada por el brillo del suelo, o por la pobre adaptación de mis ojos a la oscuridad; ¡parecía como si flotase sobre una noche estrellada en alguna montaña de Gales o Escocia! Como pueden suponer, sentí un agudo ataque de vértigo.
Detecté algo de impaciencia en Nebogipfel, parecía ansioso por seguir. Continuamos caminando en silencio.
Me pareció que en unos pocos pasos, Nebogipfel reducía su marcha, y vi, gracias a las gafas, que había una pared a unos pocos pies de nosotros. Me acerqué y toque la superficie negra como el carbón, pero tenía la misma textura y suavidad que el suelo. No podía entender cómo habíamos llegado tan pronto hasta los límites de la cámara. Me pregunté si habíamos caminado sobre algún tipo de pavimento móvil que hubiese ayudado nuestros pasos; pero Nebogipfel no ofreció ninguna información.
—Dígame qué es este lugar, antes de dejarlo —dije.
Su cabeza rubia se volvió hacia mí.
—Una cámara vacía.
—¿De qué tamaño?
—Aproximadamente dos mil millas.
Intenté ocultar mi reacción.¿Dos mil millas? ¿Había estado solo en una celda lo suficientemente grande como para contener un océano?
—Tienen bastante sitio libre —dije con tranquilidad.
—La Esfera es grande —contestó él—. Si está habituado a distancias planetarias, puede que le resulte difícil entender su tamaño. La Esfera ocupa la órbita del planeta que ustedes llamaban Venus. Tiene una superficie equivalente a la de trescientos millones de veces la de la Tierra…
—¿Trescientos millones?
Mi sorpresa sólo obtuvo como respuesta una mirada vacía del Morlock, y algo más de su sutil impaciencia. Comprendía su falta de paciencia, aunque me sentía molesto, y un poco avergonzado. ¡Para el Morlock yo era como un molesto habitante del Congo de viaje por Londres que debe preguntar el uso de hasta los utensilios más simples, como un tenedor o un par de pantalones!
¡Para mí, razoné, la Esfera era una construcción espectacular!, pero también las pirámides lo hubiesen sido para un hombre de Neandertal. Para aquel Morlock satisfecho, la Esfera no era más que parte del mobiliario histórico del mundo, no más destacable que un paisaje domado después de miles de años de agricultura.
Una puerta se abrió ante nosotros (no se echó hacia atrás, entiendan, sino más bien, la pared pareció dividirse, como el diafragma de una cámara) y salimos.
Me quedé boquiabierto y casi vuelvo atrás. Nebogipfel me observaba con su calma analítica habitual.
Desde una habitación del tamaño de un mundo —una habitación que tenía una alfombra de estrellas— millones de rostros Morlock se volvieron hacia mí.
12. LOS MORLOCKS DE LA ESFERA
Deben intentar imaginar aquel lugar: una única habitación inmensa, con una alfombra de estrellas y un complejo techo, y todo eso extendiéndose por siempre, sin paredes. Era un lugar de negro y plata, sin ningún otro color. En el suelo había divisiones que llegaban hasta la altura del pecho: no había áreas cerradas, en ningún lugar había nada que pareciese una oficina o una casa.
Y había Morlocks, una pálida extensión de ellos, por todo el suelo transparente; sus caras eran como grises copos de nieve desperdigados sobre la alfombra estrellada. Sus voces llenaban el lugar: me inundaba su constante parloteo líquido, casi oceánico, y muy alejado de los sonidos de una garganta humana, y también lejos de la voz seca que Nebogipfel se había acostumbrado a utilizar en mi presencia.
Había una línea en el infinito, completamente recta y un poco difuminada por el polvo y la niebla, donde el Suelo se encontraba con el Techo. Y aquella línea no mostraba el efecto de curvatura que en ocasiones se puede apreciar cuando se examina un océano. Es difícil describirlo —parece que ese tipo de cosas están más allá de la imaginación y sólo pueden ser experimentadas—, pero en aquel momento, allí de pie, supe que no estaba sobre la superficie de ningún planeta. No existía un horizonte lejano tras el cual se escondían más filas de Morlocks, como naves que se alejan en el mar; sabía realmente que los contornos cerrados y compactos de la Tierra estaban muy lejos. Mi corazón se hundió y quedé anonadado.
Nebogipfel se acercó a mí. Se había quitado las gafas, y me pareció que lo había hecho con alivio.