—Venga —me dijo amablemente—. ¿Tiene miedo? Esto es lo que quería ver. Pasearemos. Y seguiremos hablando.
Con grandes dudas —me fue muy duro dar un paso al frente y alejarme de las paredes de la inmensa celda— lo seguí.
Causé un gran efecto entre la población. Sus caras pequeñas me rodeaban, con ojos grandes y sin barbillas. Los evitaba al caminar, porque de nuevo sentía temor de esas carnes frías. Algunos intentaron tocarme con largos brazos cubiertos de pelo. Podía oler algo en sus cuerpos, un olor dulce y mustio que me era familiar. Muchos caminaban erguidos como un hombre, aunque algunos preferían caminar como un orangután, con los nudillos rozando el Suelo. Bastantes llevaban arreglado el pelo de la cabeza y la espalda, algunos de la forma severa y recta de Nebogipfel, y otros en estilos más decorativos y fluidos. Pero había uno o dos que llevaban el pelo tan desordenado y sucio como el de cualquier Morlock que hubiera encontrado en el mundo de Weena, y al principio pensé que aquellos individuos eran salvajes, en medio de aquella ciudad-habitación; pero se comportaban tan bien como los demás, y supuse que sus melenas sucias no eran sino un signo de afectación, de la misma forma que un hombre puede dejar que la barba le crezca demasiado.
Me di cuenta que me cruzaba con los Morlocks a mucha velocidad, mucho más rápido de lo que mis pasos me permitían. Casi me caí al darme cuenta. Miré abajo y no vi nada que distinguiese el trozo de Suelo por el que me movía de cualquier otro; pero sabía que debía encontrarme sobre algún tipo de pavimento móvil.
¡La muchedumbre, la caras pálidas de los Morlocks, la ausencia de color, la rectitud del horizonte, mi velocidad sobrenatural a través de aquel extraño paisaje, y sobre todo la ilusión de estar flotando sobre un pozo de estrellas de infinita profundidad, se combinaban para dar la impresión de un sueño! Pero entonces algún Morlock curioso se acercaba demasiado, recibía un soplo de su enfermizo olor y la realidad me aprisionaba de nuevo.
Aquello no era un sueño: estaba perdido, comprendí, varado en un mar de Morlocks; nuevamente tuve que hacer un esfuerzo para seguir caminando, y evitar formar un puño y hundirlo en los rostros curiosos que me rodeaban.
Vi a los Morlocks dedicados a sus misteriosas actividades. Algunos caminaban, algunos hablaban, algunos comían la misma comida insípida y sin interés que me habían dado a mí, tan desinhibidos como gatitos. Esa observación, combinada con la falta total de espacios cerrados, me hizo entender que los Morlocks de la Esfera no tenían necesidad de intimidad, no en el sentido en que la entendemos nosotros.
La mayoría de los Morlocks parecía estar trabajando aunque no pude entender en qué. La superficie de algunas divisiones sostenían paneles de cristal azul brillante, y los Morlocks tocaban con sus dedos de gusano aquellos paneles, o les hablaban. Como respuesta, textos, gráficos a imágenes corrían por el vidrio. En algunos lugares aquellas máquinas extraordinarias eran más desarrolladas y pude ver modelos complejos —aunque no sabía lo que representaban— aparecer en medio del aire. Bajo las órdenes de un Morlock, un modelo podía rotar, o abrirse, mostrando su interior, o deshacerse en un conjunto de cubos flotantes de colores.
Todas esas actividades, como pueden suponer, transcurrían bajo el flujo constante de la lengua líquida y gutural de los Morlocks.
Atravesamos un lugar en el que surgía del Suelo una partición nueva. Se elevó ya completa y acabada como algo que surgiese de un baño de mercurio; cuando el crecimiento hubo terminado se había convertido en una losa de unos cuatro pies de alto con tres de las omnipresentes ventanas azules. Cuando me incliné para mirar a través del Suelo transparente, no pude ver nada bajo la superficie: ninguna caja o mecanismo elevador. Parecía como si hubiese surgido de la nada.
—¿De dónde ha salido? —le pregunté a Nebogipfel.
Lo pensó un poco, buscando evidentemente las palabras.
—La Esfera tiene una Memoria. Tiene máquinas que le permiten almacenar esa Memoria. Y la forma de los bloques de datos —se refería a las divisiones— se guarda en la Memoria de la Esfera, para ser recuperada en su forma material cuando se desea.
Para mi diversión, Nebogipfel produjo más extrusiones: ¡sobre una columna vi una bandeja de comida y agua que se elevaba del suelo, como si hubiese sido preparada por un mayordomo invisible!
Me sorprendió la idea de extrusiones del Suelo uniforme. Me recordó la teoría platónica del pensamiento expuesta por algunos filósofos: que cada objeto existe, en algún lugar, como una Forma ideal —la esencia de Silla, el compendio de la Mesidad, y así—, y cuando se fabrica un objeto en nuestro mundo se consultan los modelos almacenados en el supramundo platónico.
Bien, aquí teníamos un universo platónico reaclass="underline" la totalidad de aquella poderosa Esfera solar estaba imbuida de una Memoria divina y artificial. Una memoria por la que me movía al caminar. Y en su interior estaban almacenados los Ideales de cada objeto que pudiese desearse, o al menos que los Morlocks pudiesen desear.
¡Qué conveniente sería fabricar y disolver aparatos a medida que se necesitasen! Mi gran hogar de Richmond podría quedar reducido a una sola habitación. Por la mañana, los muebles del dormitorio podrían desaparecer en la alfombra, para ser reemplazados por el baño, y luego, la mesa de la cocina. Como algo mágico, los diversos aparatos de mi laboratorio podrían fluir de las paredes y el techo, hasta estar listo para trabajar. Podría conjurar la mesa de la cena, con su ambiente de papel pintado y chimenea; ¡y quizá podría fabricarse la mesa ya repleta de comida!
Todas la profesiones de constructores, plomeros, carpinteros y demás desaparecerían en un santiamén. El inquilino —el dueño de esa habitación inteligente— sólo necesitaría un limpiador peripatético (¡aunque quizá la habitación también podría encargarse de eso!), y algún añadido adicional a la memoria mecánica de la habitación para mantenerse al día de las últimas modas…
Y así se desbocó, fuera de mi control, mi fecunda imaginación.
Pronto empecé a sentirme fatigado. Nebogipfel me llevó a un espacio libre —aunque había a mi alrededor Morlocks en la lejanía— y golpeó con el pie en el Suelo. Emergió algo así como un refugio; tenía unos cuatro pies de alto, no más que un techo sobre cuatro pilares gruesos: como una mesa quizá. Bajo la mesa aparecieron mantas y comida. Me metí en la choza agradecido —era el primer lugar cerrado desde mi llegada a la Esfera— y reconocí la consideración de Nebogipfel al proveérmela. Comí la sustancia verde con agua, y me quité las gafas. Quedé inmerso en la oscuridad sin fin del mundo de los Morlocks, y pude dormir con la cabeza sobre la chaqueta enrollada.
Aquel pequeño refugio fue mi hogar durante los días siguientes, mientras continuaba mi recorrido por la ciudad-cámara de los Morlocks con Nebogipfel. Cada vez que me levantaba, Nebogipfel hacía que el Suelo absorbiese nuevamente el refugio, y lo invocaba nuevamente en cada lugar donde parábamos; ¡no teníamos que llevar equipaje! Ya sabía que los Morlocks no dormían, y creo que mis actividades en la choza fueron la fuente de mucha fascinación por parte de los nativos de la Esfera —supongo que de la misma forma que las de un orangután atrapan el ojo de un hombre civilizado—, e intentaban rodearme mientras dormía, acercando sus caras redondas. Me habría sido imposible descansar si Nebogipfel no hubiese permanecido a mi lado para evitar tales visitas.
13. DE CÓMO VIVÍAN LOS MORLOCKS
Durante todos los días que Nebogipfel me condujo por el mundo de los Morlocks nunca encontramos una pared, una puerta o cualquier otra barrera significativa. Tal y como me parecía, permanecimos —durante todo el tiempo— en una misma cámara: pero se trataba de una cámara de tamaño formidable. Y era, en sus generalidades, homogénea, ya que en todas partes encontré la misma alfombra de Morlocks enfrascados en sus oscuras tareas. Sólo los problemas prácticos de tal estructura ya eran sorprendentes. Consideré, por ejemplo, el prosaico problema de mantener una atmósfera consistente y estable, a temperatura, presión y humedad homogéneas en un espacio tan grande. Aun así, Nebogipfel me dio a entender que aquella era sólo una cámara en una especie de mosaico que cubría la Esfera de polo a polo.