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—Y —le dije a Nebogipfel—, llegué al año 802.701 d. C., ciento cincuenta mil años en su futuro. ¡Pero no creo que si ahora avanzase esa distancia me encontrase de nuevo con aquel mundo!

Le conté a Nebogipfel lo que había visto en el mundo de Weena, con sus Elois y Morlocks degradados. Nebogipfel lo meditó.

—Tal situación no se ha dado en la evolución de la humanidad, en toda su historia, mi historia —dijo—. Y ya que la Esfera, una vez construida, se automantiene, es difícil imaginar que en nuestro futuro se produzca esa caída en el barbarismo.

—Ahí lo tiene —asentí—. He viajado a través de dos versiones incompatibles de la historia. ¿Puede la historia ser deformada como el barro sin cocer?

—Puede que sí —murmuró Nebogipfel—. ¿Cuando regresó a su época, 1891, llevó consigo alguna prueba de sus viajes?

—No demasiado —admití—. Pero volví con algunas flores, pequeñas bellezas blancas como malvas, que Weena… que una Eloi me había colocado en el bolsillo. Mis amigos las examinaron. Las flores pertenecían a un orden que no podían identificar y recuerdo que se sorprendieron con el gineceo…

—¿Amigos? —dijo cortante Nebogipfel— ¿Dejó un relato de su viaje antes de embarcar de nuevo?

—Nada por escrito. Pero a mis amigos les hice un relato completo del viaje, durante la cena. —Sonreí—. Y si conozco a uno de ellos, sé que todo quedará escrito en una forma popular o sensacionalista, incluso puede que presentado como ficción…

Nebogipfel se me acercó.

—Entonces —me dijo, con su voz tranquila extrañamente dramática—, ahí está la explicación.

—¿Explicación?

—Para la diferencia de las historias.

Me enfrenté a él, horrorizado por el entendimiento.

—Quiere decir que con mi relato… mi profecía… ¿he cambiado la historia?

—Sí. Con ese aviso, la humanidad se las arregló para evitar la degradación y el conflicto que dio lugar al mundo cruel y primitivo de Elois y Morlocks. En su lugar, seguimos creciendo; en su lugar, hemos dominado el Sol.

Me sentí incapaz de enfrentarme a las consecuencias de aquella hipótesis, aunque su verdad y claridad me parecieron evidentes. Grité:

—Pero algunas cosas son iguales. ¡Los Morlocks todavía viven en la oscuridad!

—No somos Morlocks —dijo Nebogipfel con suavidad—. No como los recuerda. Y, en lo que se refiere a la oscuridad, ¿qué necesidad tenemos de un torrente de luz? Elegimos la oscuridad. Nuestros ojos son instrumentos de precisión, capaces de revelar una gran belleza. Sin el brillo brutal del Sol, las sutilezas del cielo pueden ser apreciadas por completo…

No tenía ganas de aguijonear a Nebogipfel y debía enfrentarme a la verdad. Me miré las manos: grandes objetos castigados y arañados por décadas de trabajo. ¡Mi único propósito, al que había dedicado el esfuerzo de aquellas manos, había sido explorar el tiempo! Ver cómo sucederían las cosas en una escala cosmológica, más allá de las breves décadas de mi vida. Pero, o eso parecía, había conseguido mucho más.

Mi invento era mucho más poderoso que una simple máquina para viajar en el tiempo: ¡era una máquina de historia, una destructora de mundos!

Había asesinado el futuro: había usurpado, comprendí, más poderes que los del propio Dios (si podemos creer a Santo Tomás de Aquino). Al torcer el curso de la historia, había borrado miles de millones de vidas por nacer, vidas que ahora ya nunca serían.

No podía soportar el vivir sabiéndolo. Siempre he sentido desconfianza del poder personal —nunca he conocido a un hombre lo suficientemente sabio como para confiárselo—, pero ahora ¡me había arrogado poderes mayores que los de ningún hombre que haya vivido nunca!

Si recuperaba la Máquina del Tiempo —me prometí a mí mismo— volvería al pasado para realizar un último y definitivo ajuste en la historia, y eliminar mi desarrollo de ese artefacto infernal.

…Y comprendía también que ya nunca recuperaría a Weena. No sólo había provocado su muerte, ¡sino que también había eliminado su propia existencia!

En aquel tumulto de emociones, el dolor de esa pequeña pérdida se destacaba claro y dulce, como las notas de un oboe en medio del clamor de una gran orquesta.

15. VIDA Y MUERTE ENTRE LOS MORLOCKS

Un día, Nebogipfel me llevó a lo que, posiblemente, fuese lo más inquietante que vi en la ciudad-cámara.

Nos acercamos a un área, tal vez de media milla cuadrada, donde las divisiones parecían más bajas de lo normal. Al acercarnos, comencé a notar un incremento en el nivel de ruido —un balbuceo de gargantas líquidas— y un aumento acusado del olor a Morlock, dulzón y mustio. Nebogipfel hizo que nos detuviéramos en el borde de aquel espacio.

Con mis gafas podía ver que la superficie del área estaba viva —se movía—, con las formas retorcidas, lloriqueantes y tambaleantes de bebés. Había miles de infantes Morlock, agarrándose con las pequeñas manos y pies al pelo suelto de los otros. Se revolcaban, como monos jóvenes, y utilizaban versiones infantiles de las divisiones informativas que ya he descrito, o se metían comida en las bocas oscuras; aquí y allá se paseaban adultos por entre la multitud, levantando a los que se habían caído, resolviendo una disputa o calmando unos llantos.

Contemplé perplejo aquel mar de niños. Quizás una colección de niños humanos pudiese atraer a alguien —no a mí, que soy un soltero perpetuo—, pero aquellos eran Morlocks… Deben recordar que un Morlock no es un ente atractivo para la sensibilidad humana, incluso de niño, con sus carnes con la palidez de un gusano, su frialdad al tacto y el aspecto de tela de araña de su pelo. ¡Si piensan en una gigantesca mesa cubierta de gusanos retorcidos, podrán tener una idea de mi impresión!

Me volví a Nebogipfel.

—Pero ¿dónde están sus padres?

Vaciló como buscando la expresión adecuada.

—No tienen padres. Ésta es una granja de nacimiento. Cuando sean lo suficientemente mayores, serán llevados a una guardería, ya sea en la Esfera o…

Pero ya no le escuchaba. Miré a Nebogipfel de arriba abajo, pero su pelo me ocultaba la forma de su cuerpo.

Maravillado, comprendí otro de esos hechos que había tenido delante de los ojos desde mi llegada, pero que mi inteligencia superior no me dejaba percibir: No había pruebas de diferenciación sexual, no en Nebogipfel, ni en ninguno de los Morlocks que había visto, ni tampoco en los visitantes de baja gravedad, cuyos cuerpos apenas estaban cubiertos por el pelo y eran fáciles de explorar. El Morlock medio estaba construido igual que un niño, sin diferenciación sexual, con la misma falta de énfasis en las caderas o en el pecho… ¡Comprendí que no sabía nada —ni se me había ocurrido preguntar— del proceso de amor y nacimiento de los Morlocks!

Nebogipfel me contó entonces algo del proceso de crianza y educación de los jóvenes Morlocks.

Los Morlocks comenzaban su vida en aquellas granjas de nacimiento y guardería —toda la Tierra, recordé con dolor, era una de ellas— y allí, además de los rudimentos del comportamiento civilizado, al joven se le enseñaba la habilidad esenciaclass="underline" la capacidad de aprender. Como si a un escolar del siglo diecinueve, en lugar de haberle metido en la cabeza un montón de tonterías sobre latín, griego u oscuros teoremas geométricos, se le hubiese enseñado a concentrarse, a usar una biblioteca y los mecanismos para asimilar el conocimiento, y sobre todo cómo pensar. Después de eso, la adquisición de un conocimiento en particular dependería de las necesidades de la tarea, y de la inclinación del individuo.