Por la tarde me retiraba a la choza. Era confortable con la puerta cerrada, y dormía bien, con la chaqueta como almohada y la cálida suavidad de la plataforma debajo.
La mayor parte de mi tiempo lo invertía en inspeccionar el Interior con las gafas de aumento. Me sentaba en el borde de la plataforma, o me tendía en un trozo blando de hierba con la cabeza sobre la chaqueta, y miraba el complicado cielo.
La parte del Interior opuesta a la mía, más allá del Sol, debía de estar en el ecuador de la Esfera; por lo que suponía que aquella región sería la más parecida a la Tierra: donde la gravedad sería más intensa y el aire más denso. La banda central era relativamente estrecha, no más de diez millones de millas de ancho (¡digo «no más» con mucha facilidad, pero sé que la Tierra se perdería, como una mota de polvo, frente a aquel fondo titánico!). Más allá de la banda central, la superficie parecía tener un color gris, difícil de apreciar a través del filtro azul del cielo, y sólo podía distinguir unos pocos detalles. En una de las regiones de alta latitud había una mancha de color plata, con incrustaciones de gris en forma de mares, que, de alguna forma, me recordaba la superficie de la Luna; y en otra un trozo de naranja brillante —casi completamente elíptico— cuya naturaleza no pude entender en absoluto. Recordé a los Morlocks atenuados que había visto, aquellos que venían de la regiones de baja gravedad en la parte exterior de la Esfera, lejos del ecuador; y me pregunté si no habría humanos distorsionados en aquellos remotos mapas mundiales de baja gravedad en las altas latitudes del Interior.
Cuando me centraba en el cinturón interno terrestre, gran parte de él parecía no estar poblado; podía ver inmensos océanos y desiertos capaces de tragarse mundos, brillando bajo la eterna luz del sol. Aquellas masas de tierra o agua separaban islas-mundo: regiones un poco mayores que la Tierra, si la hubiesen despellejado y extendido su piel sobre la superficie, y que estaban repletas de detalles.
Allí vi un mundo de hierba y bosque, con ciudades de rutilantes edificios que se elevaban sobre los árboles. Allá pude distinguir un mundo prisionero del hielo, cuyos habitantes debían sobrevivir corno mis ancestros en los periodos glaciales de Europa: me pregunté si no se enfriaba al estar montado sobre una plataforma que lo elevaba por encima de la atmósfera. En algunos mundos vi las marcas de la industria: un complejo entramado de ciudades, el humo nebuloso de las fábricas, bahías cosidas por puentes, la estela vaporosa de los barcos en mares atrapados por la tierra y, en ocasiones, una traza de vapor en la atmósfera que supuse debía de ser producida por algún vehículo volador.
Mucho me era familiar, pero algunos mundos estaban más allá del entendimiento.
Vislumbré ciudades que flotaban en el aire, sobre sus propias sombras; y edificios inmensos, que empequeñecerían la Gran Muralla China, que se dejaban caer por el reconstruido paisaje… No podía ni imaginar qué tipo de hombres podría vivir en aquellos lugares.
Algunos días me despertaba bajo una cierta oscuridad. Una gran capa de nubes se cernía sobre la Tierra, y no pasaba mucho antes de que comenzase a caer una lluvia pesada. Pensé que el clima en el Interior debía de estar controlado —como, sin duda, todos los demás aspectos de su funcionamiento—, porque podía imaginar con facilidad las energías ciclónicas que podrían producirse debido al rápido giro del mundo. Caminaba un poco bajo ese clima, disfrutando del sabor del agua fresca. En aquellos días, el lugar se hacía mucho más parecido a la Tierra, al quedar el otro lado del Interior y su dudoso horizonte ocultos por la lluvia y las nubes.
Después de una larga inspección con las lentes telescópicas, descubrí que la extensión de hierba que me rodeaba estaba tan desnuda como había supuesto. Un día —era luminoso y cálido— decidí intentar llegar a la formación rocosa que he mencionado, que era la única característica notable en el horizonte marcado por la niebla incluso en los días más claros. Puse algo de comida y agua en una bolsa que improvisé con la chaqueta y emprendí la marcha; llegué tan lejos como pude antes de cansarme, y luego me tendí para intentar dormir. Pero no podía hacerlo, no a la luz del Sol, y después de unas pocas horas desistí. Caminé un poco más, pero la formación rocosa no parecía estar más cerca, y empecé a tener miedo al alejarme de la plataforma. ¿Qué pasaría si me agotaba o resultaba herido? No podría llamar a Nebogipfel, y tendría que despedirme de cualquier posibilidad de volver a mi época: de hecho, moriría sobre la hierba como una gacela herida. ¡Y todo por un paseo hasta un anónimo montón de rocas!
Al sentirme como un tonto, me volví y regresé a la plataforma.
18. LOS NUEVOS ELOIS
Varios días más tarde, salí de la choza después de un sueño, y me di cuenta de que la luz era más brillante de lo normal. Miré hacia arriba, y vi que la iluminación extra provenía de un feroz punto de luz a unos pocos grados de arco del Sol. Cogí mis gafas a inspeccioné la nueva estrella.
Era una isla-mundo que ardía. Mientras miraba, grandes explosiones astillaron la superficie, produciendo nubes que se transformaban en hermosas flores de muerte. Pensé que la isla-mundo debía de estar desprovista de vida, ya que nada podía sobrevivir a aquella conflagración, pero aun así las explosiones llovían sobre la superficie, ¡y todo en un silencio ominoso!
La isla-mundo brilló con más intensidad que el Sol durante varias horas, y supe que presenciaba una tragedia titánica, hecha por el hombre o por los descendientes del hombre.
En cada lugar del cielo rocoso —ahora que las buscaba— vi las señales de la Guerra.
Allí tenía un mundo en el que grandes regiones de tierra se dedicaban a la destructiva y debilitadora guerra de asedio: vi grandes franjas de campo excavadas, inmensas trincheras de cientos de millas de ancho, en las que, supuse, los hombres luchaban y morían año tras año. Por allí ardía una ciudad con arcos de vapor blanco atravesando su cielo; y me pregunté si empleaban algún arma aérea. Y allá encontré un mundo devastado por los efectos de la guerra, los continentes
quemados y estériles, con los límites de las ciudades apenas visibles a través de la acumulación de nubes negras.
¡Me pregunté cuántas de aquellas alegrías habrían visitado mi propia Tierra después de mi partida!
Después de varios días, me acostumbré a no llevar las gafas durante largos periodos. Comencé a encontrar aquel cielo pintado por completo por la guerra insoportablemente opresivo.
Algunos hombres de mi tiempo habían defendido la guerra, la hubiesen recibido, creo, como, por ejemplo, una válvula de escape de la tensión entre las grandes potencias. Los hombres consideraban la guerra —¡al menos, la siguiente!— como una gran limpieza y sería la última guerra que se tendría que luchar. Pero ahora podía ver que no había sido así: los hombres hacían la guerra por la herencia de la bestia en su interior, y cualquier justificación no era sino una simple racionalización dada por nuestros enormes cerebros.
Me imaginé cómo sería si Gran Bretaña y Alemania fuesen trasladadas de alguna forma a aquel cielo rocoso, como dos manchas más de color. Pensé en esas dos naciones que me parecían ahora, desde mi perspectiva elevada, en un estado de desorientación económica y confusión moral. ¡Y dudaba que hubiese un hombre vivo en 1891 en cualquiera de esos países que me hubiese podido decir cuáles eran los beneficios de la guerra sin importar el resultado! Qué ridículo y fútil parecía un conflicto así si Gran Bretaña y Alemania fuesen colocadas en el Interior de aquella monstruosa Esfera.
A lo largo de la Esfera, se perdían millones de irremplazables vidas humanas en conflictos así —que me eran tan distantes a incomprensibles como los frescos en el techo de una catedral— y podría esperarse que hombres que vivían en la Esfera —capaces de ver millones de islas-mundo como las suyas hubiesen abandonado sus estúpidas ambiciones y hubiesen descubierto la perspectiva que yo tenía. Pero parecía que no había sido así; la parte básica de los instintos humanos dominaba, incluso en el año 657.208 d.C. Allí en la Esfera, ¡incluso Las enseñanzas de miles, millones de guerras a lo largo del cielo de hierro no eran suficiente, aparentemente, para hacer que los hombres entendiesen la futilidad y crueldad de todo aquello!