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Entonces, ¿qué?

Se sabe que el espacio interplanetario carece de aire; por lo que no podríamos volar como pájaros hacia la Tierra, porque los pájaros dependen de la capacidad de sus alas para batir contra el aire. ¡Sin aire no hay sustentación! Quizá, suponía, el yate espacial estaría propulsado por algún tipo avanzado de cohete, ya que los cohetes vuelan al emitir hacia atrás la masa de su combustible ya consumido. Eso funcionaría en el vacío del espacio, si se lleva oxígeno para mantener la combustión.

Pero ésas eran especulaciones mundanas, ancladas en mi mentalidad del siglo diecinueve. ¿Cómo podría saber lo que sería posible en el año 657.208 d.C.? Imaginaba yates capaces de moverse contra la gravedad del Sol como si fuese un viento invisible; o, pensé, podrían manipular el campo magnético.

Así se desató mi imaginación hasta que Nebogipfel vino a buscarme, ya definitivamente, al Interior.

Al entrar en la oscuridad de los Morlocks permanecí con la cabeza hacia arriba mirando la luz solar que se alejaba; y, justo antes de ponerme las gafas, ¡me prometí que la próxima vez que sintiese el calor de la estrella del hombre sería en mi propio siglo!

Supongo que esperaba que me llevase al equivalente Morlock de un puerto, con grandes yates espaciales de ébano anclados contra la Esfera como barcos de línea contra un muelle.

Bien, no fue así; Nebogipfel me escoltó —a una distancia de no más de unas pocas millas, vía Suelo rodante— a un área sin artefactos, ni divisiones y sin Morlocks, pero también bastante normal. En medio de aquella área había una cámara pequeña, una caja de paredes transparentes un poco más alta que yo —como un ascensor— que estaba apoyada sobre el Suelo estrellado.

A un gesto de Nebogipfel, me metí en el compartimiento. Nebogipfel me siguió, y tras nosotros se selló con un silbido la puerta diafragma. El compartimiento era más o menos rectangular, y las esquinas y bordes redondeados le daban el aspecto de una losange. No tenía muebles; había, sin embargo, barras verticales colocadas a intervalos alrededor de la cabina.

Nebogipfel colocó los dedos alrededor de una de las barras.

—Debería prepararse. Durante el lanzamiento el cambio de gravedad efectiva es bastante brusco.

¡Esas tranquilas palabras me parecieron inquietantes! Los ojos de Nebogipfel, oscurecidos por las gafas, me miraban con su mezcla usual y desconcertante de curiosidad y análisis; y vi que apretaba los dedos alrededor de la barra.

Y luego —sucedió con mayor rapidez de la que puedo contar— el Suelo se abrió. El compartimiento cayó de la Esfera, ¡llevándonos a Nebogipfel y a mí con él!

Grité, y me agarré a una barra como un niño a las piernas de su madre.

Miré arriba, y allí estaba la superficie de la Esfera, ahora convertida en un inmenso Techo negro que me impedía ver la mitad del universo. En el centro del Techo podía ver un rectángulo de oscuridad más pálida que era la puerta por la que habíamos salido; a ojos vistas, la puerta se reducía con la distancia, y de cualquier forma, ya se estaba cerrando. La puerta giró ante nuestros ojos, demostrando que la cápsula-compartimiento comenzaba a girar en el espacio. Estaba claro lo que había sucedido: cualquier escolar puede obtener el mismo efecto haciendo girar una cuerda atada a una piedra sobre su cabeza y luego soltándola. Bien, la «cuerda» que nos había mantenido dentro de la Esfera —la solidez del Suelo— había desaparecido; y sin ceremonia nos habían lanzado al espacio.

Debajo —apenas podía mirar— había un pozo de estrellas, ¡una caverna sin suelo a la que caíamos por siempre Nebogipfel y yo!

—Nebogipfel, por amor de Dios, ¿qué nos ha pasado? ¿Ha sucedido algún desastre?

Me miró. Flotaba a unas pocas pulgadas del suelo de la cápsula, ¡ya que de la misma forma que la cápsula caía por el espacio, nosotros también, en su interior, caíamos como guisantes en una caja de cerillas!

—Hemos salido de la Esfera. Los efectos de su giro…

—Eso lo entiendo —dije—, pero ¿por qué? ¿Vamos a caer hasta la Tierra?

Encontré su respuesta bastante aterradora.

—En esencia —dijo—, sí.

Y me quedé sin fuerzas para seguir preguntado, porque me di cuenta de que empezaba a flotar por la cabina como si fuese un globo; y con esa impresión tuve que luchar contra las náuseas durante varios minutos.

Con el tiempo, recuperé algo de control sobre mi cuerpo.

Hice que Nebogipfel me explicase los principios de aquel viaje a la Tierra. Cuando hubo terminado, comprendí la elegancia y economía de su solución al viaje entre la Esfera y el cordón de planetas superviviente, tanto que tenía que haberla supuesto, y olvidé todas mis especulaciones sobre cohetes. Aun así, ¡he ahí otra muestra de la naturaleza inhumana del alma Morlock! En lugar del grandioso yate espacial que había imaginado, viajaría de la órbita de Venus a la Tierra en algo no más grandioso que aquel ataúd de forma rectangular.

Pocos hombres de mi siglo habían comprendido los grandes vacíos del espacio, con unos pocos reductos de calor y vida en él, y las inmensas velocidades necesarias para recorrer el espacio interplanetario en un tiempo razonable. Pero la Esfera de los Morlocks se movía, en su ecuador, a una velocidad enorme. Por lo que los Morlocks no necesitaban ni cohetes ni cañones para alcanzar velocidades interplanetarias. Se limitaban a dejar caer la cápsula de la Esfera y la rotación hacía el resto.

Y eso es lo que habían hecho con nosotros. A esa velocidad, me dijo el Morlock, alcanzaríamos la Tierra en sólo cuarenta y siete horas.

Exploré la cápsula, pero no pude descubrir ningún rastro de cohetes a otro dispositivo motor. Flotaba en la cabina sintiéndome enorme y torpe; la barba se alejaba de mi cara como una nube gris, y la chaqueta insistía en enrollarse alrededor de los hombros.

—Comprendo el principio del lanzamiento —le dije a Nebogipfel—. ¿Pero cómo se dirige la cápsula?

Vaciló durante unos segundos.

—No se dirige. ¿No ha comprendido lo que le he dicho? La cápsula no precisa de fuerza motora, porque la velocidad de la Esfera…

—Sí —dije ansioso—, eso lo entiendo. Pero ¿qué pasa si nos damos cuenta de que nos salimos de rumbo por un error de cálculo y que no llegaremos a la Tierra?

Había comprendido que el más pequeño error en la Esfera, incluso una fracción de grado de arco, podría —gracias a las grandes distancias interplanetarias— hacer que pasásemos a millones de millas de la Tierra, para vagar luego, presumiblemente, eternamente por el vacío entre las estrellas, ¡maldiciendo hasta que se nos acabase el aire!

Nebogipfel parecía confundido.

—No ha habido ningún error.

—Aun así —repetí—, si lo hubiese, quizá por un error mecánico, entonces, ¿cómo podríamos corregir el rumbo en la cápsula?

Pensó durante un tiempo antes de contestar.

—No se cometen errores —repitió—, por lo que la cápsula no tiene necesidad de ninguna propulsión correctora, como usted sugiere. Al principio no podía creerlo, y tuve que hacer que Nebogipfel me lo repitiera varias veces antes de aceptarlo como cierto. ¡Pero era cierto! Después del lanzamiento, la cápsula viajaba por el espacio con la inteligencia de una piedra: la cápsula recorría el espacio tan indefensa como la bala de cañón de Verne.

Al protestar por la estupidez de aquel diseño, tuve la impresión de que el Morlock estaba sorprendido —como si estuviese debatiendo un punto de moral dudoso con un vicario aparentemente de mente abierta— y lo dejé.