Finalmente penetramos en la atmósfera de la Tierra. El casco se calentó debido al calor producido por la fricción, y la cápsula tembló —era la primera sensación de movimiento que tenía en varios días—, pero Nebogipfel me había advertido previamente, y ya me había agarrado a una de las barras.
Con aquella . meteórica llamarada perdimos lo que quedaba de nuestra velocidad interplanetaria. Miré con incomodidad el paisaje negro hacia el que caíamos —creí poder ver la ancha cinta serpenteante que era el Támesis— y empecé a preguntarme si después de toda aquella distancia, ¡finalmente me estrellaría contra las inmisericordes rocas de la Tierra!
Pero entonces…
Mis recuerdos de los últimos momentos del descenso son confusos y parciales. Me es suficiente ei recuerdo de una nave, algo similar a un enorme pájaro, que surgió del cielo y nos tragó colocándonos en una especie de estómago. En la oscuridad, sentí una tremenda sacudida cuando la nave pegó contra el aire, perdiendo velocidad; y nuestro descenso continuó con gran suavidad.
Cuando volví a ver las estrellas ya no había rastro de la nave pájaro. Nuestra cápsula se había posado en la tierra seca y estéril de Richmond Hill, a apenas cien yardas de la Esfinge Blanca.
21. EN RICHMOND HILL
Nebogipfel hizo que la cápsula se abriese, y salí de ella, poniéndome las gafas sobre los ojos. De pronto, el paisaje envuelto en la noche se hizo más claro y definido, y por primera vez pude distinguir algunos detalles del mundo de 657.208 d.C.
El cielo estaba lleno de estrellas y la cicatriz de oscuridad creada por la Esfera se dibujaba claramente. Había un olor a óxido que venía de la arena, y algo de humedad, como de líquenes o moho. En todas partes el aire estaba lleno de olor a Morlock.
Me sentí aliviado al salir del losange y sentir tierra firme bajo las botas. Subí por la colina hasta el pedestal de bronce de la esfinge, y me quedé de pie, a medio camino, en el lugar donde una vez había estado mi casa.
Un poco más arriba en la colina había una nueva estructura, una choza pequeña y cuadrada. No pude ver ningún Morlock. Aquello contrastaba con mi impresión de la primera vez que había estado allí, cuando —al caminar por la obscuridad— me parecía que estaban por todas partes.
De la Máquina del Tiempo no había ni rastro; sólo surcos profundos en la arena, y las extrañas y estrechas pisadas características de los Morlocks. ¿Habían arrastrado de nuevo la máquina al interior de la esfinge? ¡Se repetía la historia!, pensé. Sentí cómo se me cerraban los puños, así de rápido se habían evaporado mis pensamientos elevados durante el viaje espacial; y el pánico bulló dentro de mí. Me calmé. Era un tonto, ¿cómo podía esperar que la Máquina del Tiempo me aguardase fuera de la cápsula al abrirse? No podía ponerme violento —¡no ahora!—, no cuando mi plan de huida se acercaba al final. Nebogipfel se unió a mí.
—Parece que estamos solos —dije.
—Se han llevado a los niños de esta área.
Sentí de nuevo un ataque de vergüenza.
—¿Tan peligroso soy…? Dígame dónde está la máquina
Se había quitado las gafas, pero no podía leer nada en aquellos ojos rojo grisáceo.
—Está segura. Ha sido trasladada a un lugar más adecuado. Si lo desea puede examinarla.
¡Sentí como si un cable de acero me uniese a la Máquina del Tiempo y estuviese tirando de mí! Ardía en deseos de correr hasta la máquina, subirme a ella, acabar de una vez con aquel mundo de oscuridad y Morlocks y ¡dirigirme al pasado…! Pero debía ser paciente. Contesté, luchando por mantener mi voz tranquila:
—No es necesario.
Nebogipfel me llevó colina arriba, al pequeño edificio. Estaba construido según el diseño simple y sin junturas de los Morlocks; era como una casa de muñecas, con una puerta de bisagras y un techo inclinado. Dentro había un jergón, con una manta, una silla y una pequeña bandeja con comida y agua. Todo parecía agradablemente sólido. Mi mochila estaba sobre la cama.
Me volví a Nebogipfel.
—Han sido muy considerados —dije con sinceridad.
—Respetamos sus derechos.
Se alejó de mi refugio. Cuando me quité las gafas, se convirtió en una sombra.
Cerré la puerta aliviado. Era un placer poder volver por un rato a mi propia compañía humana. ¡Me avergoncé por planear, tan deliberadamente, engañarle a él y a su gente! Pero mis planes ya me habían llevado a cientos de millones de millas —a unas pocas yardas de la Máquina del Tiempo— y ahora no podía soportar la idea de fracasar.
¡Sabía que si tenía que dañar a Nebogipfel para escapar lo haría!
Abrí la mochila al tacto, y encontré una vela que encendí. La .reconfortante luz amarilla y un hálito de humo convirtieron aquella pequeña caja inhumana en mi hogar. Los Morlocks habían retenido mi atizador —como podría haberlo anticipado— pero me habían dejado casi todo el resto del equipo. Incluso mi cuchillo seguía allí. Con su ayuda; y empleando la bandeja Morlock como un tosco espejo, me corté la barba y me afeité lo mejor que pude. Pude quitarme la ropa interior y ponérmela limpia —¡nunca supuse que la sensación de llevar unos calcetines realmente limpios me provocase casi un placer sensual!— y recordé con afecto a Mrs. Watchets, que había puesto esas prendas en la mochila.
Finalmente —y con gran placer— saqué la pipa de la mochila, la llené de tabaco y la encendí con la vela.
Desperté en la oscuridad.
Era extraño despertar sin la luz del día —como despertarse a una hora intempestiva— y nunca me sentí descansado por el sueño durante todo el tiempo que permanecí en la Noche Negra de los Morlocks; como si mi cuerpo no pudiese calcular la hora del día en que se encontraba.
Le había dicho a Nebogipfel que me gustaría inspeccionar la Máquina del Tiempo, y me sentí nervioso mientras daba cuenta del desayuno y me aseaba. Mi plan no era gran cosa en lo que se refería a estrategia: se trataba simplemente de apoderarme de la máquina, ¡a la primera oportunidad! Mi suposición era que los Morlocks, después de milenios de maquinarias sofisticadas que podían cambiar de forma, no supiesen cómo reaccionar ante un dispositivo de construcción tan tosca como la Máquina del Tiempo. Creía que no esperarían que el simple hecho de volver a colocar dos palancas restableciese la operatividad de la máquina, ¡o al menos eso deseaba yo! Salí del refugio. Después de todas mis aventuras, las palancas de la Máquina del Tiempo permanecían a salvo en el bolsillo interior de la chaqueta.
Nebogipfel se me acercó con las manos vacías. Sus pies finos dejaban marcas indolentes en la arena: Me pregunté cuánto tiempo llevaría allí, esperando a que saliese.
Caminamos juntos hasta el borde de la colina, hacia el sur, en dirección a Richmond Park. Comenzamos a caminar sin preámbulos, ya que los Morlocks no eran dados a conversaciones innecesarias.
Ya he dicho que mi casa había estado en Petersham Road, en la parte bajo Hill Rise. Por lo tanto, había estado a medio camino del rellano de Richmond Hill, a unos pocos cientos de millas del río, con una buena vista al oeste —o la habría tenido, si no hubiese sido por los árboles—, y había podido ver algo de las prados de Petersham más allá del río. Bien, en el año 657.208 d.C. todo había sido eliminado; y podía ver desde un lado del profundo valle hasta donde el Támesis, brillando a la luz de las estrellas; fluía en su nuevo cauce. Podía ver, aquí y allá, las bocas calientes de los pozos de calefacción de los Morlocks que moteaban el paisaje. La colina estaba cubierta casi en su totalidad por arena o musgo; pero podían verse trozos del cristal que formaba la Esfera brillando bajo la luz de las estrellas.